La caída de Igueriben dejó bien claro que Annual no podría resistir. Los españoles comprendieron entonces que su avance anterior había sido el funesto viaje hasta una ratonera, y que los rifeños les habían dejado llenar la ratonera de ratones antes de descubrirles el error. Perdido Igueriben, el campamento de Annual quedaba expuesto y sin defensas elevadas contra los enemigos que rápidamente se desplegaron por las alturas que dominaban la llanura. Haber establecido en un sitio tan desventajoso el cuartel general era el colmo de la incompetencia o del desprecio a la fuerza del adversario, lo que en táctica militar acaba equivaliendo frecuentemente a lo primero. Mucho más riguroso, Abd el-Krim apenas dejó a sus hombres celebrar la toma de Igueriben. En seguida Annual quedó cercado y a merced de los tiradores rifeños, que disponían de buenos fusiles, gracias al botín obtenido de los españoles y a los suministros recibidos de fuentes diversas: alemanas, francesas, pero también Ceuta, donde las compraban al enemigo. La puntería de aquellos tiradores era excepcional. Los beniurriagueles practicaban el tiro desde los once o doce años, y entre ellos el promedio de aciertos para un blanco del tamaño de una moneda era de cuatro sobre cinco a veinte metros de distancia. Si a eso se unía la frugalidad de los moros (con un puñado de higos secos y un poco de pan podían aguantar una semana), su perfecto camuflaje en el terreno y la ventaja de la posición que se habían procurado, no cabía dudar de lo que había de suceder: la suerte de los miles de españoles acorralados en la llanura de Annual estaba echada.
La guarnición de Annual no estaba preparada, ni logística ni mentalmente, para resistir un asedio. Eran hombres que se habían acuartelado allí creyendo que ellos llevarían la iniciativa y que los suministros llegarían normalmente desde retaguardia, y ahora estaban aislados. Por mucho que le reventase reconocer sus apuros, Silvestre no podía permitirse el lujo de dejar que sus hombres fueran exter minados bajo el tiro al blanco de los de Abd el-Krim. Éstos disponían también de los cañones tomados en Abarrán, con los que en seguida aprendieron a causar estragos en las defensas españolas. La artillería del campamento no era eficaz contra los pequeños blancos móviles que ofrecían los rifeños, y se veía además perjudicada por un emplazamiento completamente subordinado y desfavorable. Tratar de conquistar las cotas desde las que les batían era un empeño suicida, como había demostrado la experiencia de Igueriben. El general no se explicaba de dónde habían salido tantos moros ni cómo le acosaban de esa manera. Tras una deliberación nocturna con su estado mayor, llegó a la conclusión de que la única solución posible era la retirada. Eso significaba ceder todo lo ganado, y cada paso que dieran hacia atrás, alejarse otro tanto de la meta de Alhucemas. Pero casi todos los oficiales respaldaron la opción del repliegue, incluso el coronel Morales, que era uno de sus jefes más capaces y había sido alumno de árabe y de chelja de Abd el-Krim, en la época en que éste todavía trabajaba en Melilla para los españoles. Poco antes, Morales había ido a Axdir, el cuartel general de Abd el-Krim, con la misión de intentar persuadirle de que se sometiera a los deseos de Silvestre, ofreciéndole dinero incluso. Su antiguo profesor le había tratado con deferencia, pero le había hecho ver que jamás sería vasallo de quien le había insultado y menospreciaba a los suyos. Ahora Morales, un hombre sensato que siempre había intentado comprender la mentalidad rifeña, se veía condenado al destino que había buscado con su bravuconería ciega aquel general bajo el que tenía la desgracia de servir.
En la mañana del 22 de julio de 1921, los españoles empezaron a abandonar el campamento. Al principio se mantuvo precariamente el orden, pero en seguida la retirada se convirtió en estampida. Cada uno trataba de salvar su pellejo mientras los rifeños disparaban a discreción desde las alturas, casi siempre alcanzando carne con sus balas. Los hombres tiraban los fusiles, peleaban por apoderarse de los caballos de los oficiales, arrojaban a la cuneta los pertrechos de las mulas para utilizarlas como monturas. Los oficiales que trataban de contener el caos unas veces abatían a los desertores y otras eran abatidos por ellos. La disciplina se disolvió como un azucarillo en agua hirviendo y aquel ejército que estaba llamado a apoderarse del corazón del Rif se convirtió en un rebaño espantado. Silvestre no llegó a salir. Algunos dicen que le mataron los moros que irrumpieron en el campamento, otros que se saltó la tapa de los sesos con su pistola.
Años después, el propio Abd el-Krim respaldaría la segunda versión. Lo cierto es que tras dar la orden de retirada ya era como si estuviera muerto.
Por estos mismos desfiladeros sobre los que hoy avanza sin prisa nuestro coche corrieron los fugitivos camino de Dríus, deshaciendo en ignominiosa traza la fulgurante ofensiva victoriosa que muchos de ellos todavía tenían fresca en el recuerdo. Desde estas alturas los estuvieron cazando como conejos los hombres de Abd el-Krim, hasta quedar hartos. Aun así, todavía llegaron miles de españoles a Dríus, y miles siguieron corriendo hasta el hundimiento definitivo en Monte Arruit. Algunos llegaron incluso hasta Melilla. Después de cien kilómetros de horror, esquivando a los tiradores y a las mujeres rifeñas que merodeaban por los campos para rematar a los heridos, los supervivientes venían con los ojos desorbitados, sin habla, "como pobres locos", escribiría el entonces comandante Franco. Algunos llevaban el cierre de su fusil, para impedir que el enemigo pudiera utilizarlo. A éstos se les consideró héroes y, dadas las circunstancias, lo eran.
Silvestre tenía un ejército de cerca de 15.000 hombres, aviones, artillería; Abd el-Krim, poco más de 4.000 combatientes fijos, armados con fusiles. Del lado español murieron, según las estimaciones más fiables, unos 10.000; los rifeños sufrieron sólo unos centenares de bajas. La potencia europea había sucumbido ante un enemigo inferior en número pero muy superior moral, intelectual y tácticamente. Tamaña humillación asombró al mundo, y muchos años después sigue asombrando. Personajes tan diversos y distantes como Ho-Chi-Minh, Mao, Tito o Ben Bella reivindicaron la hazaña y reconocieron la deuda que tenían con Mohammed ben Abd el-Krim el Jatabi por haberles enseñado cómo llevar adelante una guerra de liberación. Ho-Chi-Minh llegó a asegurar que se había inspirado directamente en Annual para obtener sobre los franceses la victoria de Dien-Bien-Fu. No es de extrañar que el episodio de Annual y los que vinieron después hayan atraído el interés de muchos estudiosos de las más diversas nacionalidades, y quizá tampoco haya que sorprenderse de que los españoles prefiramos desconocerlos.
Tras un recodo del camino, aparece al fin ante nuestros ojos la llanura de Annual. Buscamos un lugar en el que detener el coche y encontramos un apartadero cercano a un promontorio desde el que se domina toda la extensión del valle. El sol está muy alto en el horizonte. A lo lejos, la calina desdibuja los contornos de los montes que se suceden por las zonas de Beni-Tuzín y Tensamán hacia Midar y Alhucemas. Uno de ellos debe de ser Igueriben, otro Abarrán. El calor es verdaderamente insoportable, como lo esperábamos. El fuego que nos abrasa la piel es el mismo fuego que abrasaba aquel lejano julio a nuestros abuelos, mientras empleaban todas sus fuerzas en tratar de salvarse, y a sus ejecutores, mientras aplicaban toda su astucia y toda su habilidad a la tarea de exterminarlos. Los primeros estaban allí abajo y los segundos aquí, eligiendo blanco desde sus apostaderos. La ventaja es total. No hay un solo metro de la llanura que no se domine a la perfección, y a nuestro alrededor vemos sin dificultad otros veinte o treinta lugares desde los que los sitiados pudieron ser machacados sin misericordia.
Pero lo principal, lo que casi qui ta el aliento, es la imagen desolada del valle semidesértico, tan distinto de la bucólica fotografía primaveral que habíamos visto publicada con ocasión del aniversario. Los colores son los mismos que en el resto de estos montes: amarillo, gris ceniza y rojo oxidado. Los matojos con los que tropiezan nuestros pies, casi derretidos bajo la solana, destilan frenéticos su aroma intenso, que entonces fue el último que tantos hombres respiraron y exhalaron. Me agacho y toco la tierra, las piedras, las plantas. Todo arde. Desde esa postura, acuclillado como se colocaban los tiradores rifeños envueltos en sus chilabas pardas, dejo que la mirada vague por la superficie de Annual, por sus ondulaciones, por los tajos y barrancadas que surcan serpenteando el llano, como cicatrices olvidadas de la estación de las lluvias. Allí se acurrucarían los más débiles, los heridos, y allí los rematarían con las temidas gumías, los cuchillos curvos, aquellas mujeres implacables de los guerreros implacables cuya tierra sagrada el rey Alfonso (que a esas horas se refrescaba en el Cantábrico) había ordenado profanar.
En ninguna otra estación del recorrido hemos sentido como aquí la presencia de los muertos. Quizá por el despejo y la profundidad del horizonte, quizá por el peso de metal fundido del mediodía. Los tres nos quedamos en silencio observando esta imagen del infierno, donde sin embargo se siente a la vez una especie de paz. Es una paz abrasada y densa, como el aire que entra en nuestros pulmones y como el plomo de las balas que terminaron con los sufrimientos de aquellos desdichados. Hamdani fuma junto al coche y respeta nuestro trance, cuyas razones no acierta a imaginarse y tampoco debe de tener el más mínimo interés en averiguar. Hacemos fotografías para no poder olvidarlo, pero a la vez dudamos de que en ellas quede una décima parte de la impresión que reciben nuestros corazones. Había que venir a Annual, lo intuíamos antes y estamos convencidos ahora, porque habrá pocos lugares en nuestras vidas donde podamos sentir como aquí, en medio del vacío y la soledad, la preciosa huella del alma de los hombres. Para bien o mal, éste es un lugar impregnado. La vergüenza, los errores, la crueldad, ya no importan. Todos están aquí, absueltos, alojados en este paisaje rifeño que hoy se apodera de nuestro espíritu. Hemos venido a buscarlos, y por eso ellos se dejan encontrar.
Antes de reanudar la marcha, me acerco al coche en busca de agua y una bolsa. Lo primero se hace indispensable al cabo de veinte minutos de recibir en las costillas el castigo de este sol. Uno puede hacerse una idea aproximada del tormento de la sed que constantemente referían los soldados que vivieron las campañas; para hacerse la idea completa, habría que comer lo que ellos comían, bacalao, judías y latas de sardinas, una dieta que ni el más sádico de los torturadores habría podido urdir. En cuanto a la bolsa, la destino a un propósito que traía decidido y que la visión de Annual ha confirmado. Me voy con ella a una cuneta de tierra roja y después de deshacer unos terrones guardo varios puñados para llevármelos a Madrid. Hay tierra fina mezclada con lajas de piedra, las mismas que debían clavárseles a los hombres a través del uniforme o la chilaba. La tierra parece pimentón y mancha la piel. He preferido coger tierra roja para que los españoles a quienes pueda enseñársela alguna vez se acuerden de la sangre vertida aquí. Toda sangre debe perdonarse, pero ninguna sangre puede ser olvidada.