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Hoy Ben-Tieb, como antes Nador, Zeluán, Monte Arruit o Dríus, es por completo ajeno a aquellas lejanas ambiciones. Pero ellas influyeron más que significativamente en la historia del pueblo al que los tres pertenecemos y dieron por resultado el país en que nacimos, cuando todavía aquel antiguo jefe legionario nos miraba desde la cara de todas las monedas. En Ben-Tieb cae a plomo el sol del mediodía y la gente y los perros buscan el cobijo de los soportales. Es uno de los pueblos más muertos que hemos visto hoy. Quizá sean mayoría los que emigraron, y quizá este año no hayan vuelto aún muchos de los que se fueron. Sus casas a medio hacer componen el paisaje fantasmal de un lugar en el que hoy no parece que pueda ambicionarse demasiado.

Subimos al coche y tomamos el camino de Annual.

4. Annual

Desde Ben-Tieb parten dos carreteras. La de la derecha hacia Tuguntz, y la de la izquierda hacia Annual. Las dos son bastante peores que la carretera por la que vinimos desde Dríus y se encaraman bruscamente a los montes. En poco tiempo nos encontramos serpenteando por las laderas y trepando a una considerable altura, desde la que puede contemplarse una buena vista de la amarilla llanura de Dríus, y más allá todavía, del remoto confin septentrional del Atlas. En las laderas de algunos de estos montes hay almendros y olivos cuidadosamente alineados, pero nunca ocupan demasiada superficie. Salvo por ellos, el paisaje que en este julio de fuego se ofrece a nuestros ojos es casi desértico. La tierra es a trozos amarilla, a trozos de un gris blanquecino y a trozos roja de herrumbre. Sobre ella se sujetan como garras retorcidas pequeños matorrales de color pardo amarillento, muy olorosos. Llevamos las ventanillas del coche abiertas, para evitar el aire acondicionado, y este aroma rotundo que transmite la poca vida que en estos parajes resiste me trae recuerdos de otras tierras meridionales, los montes de Málaga por los que corrí aventuras en mi niñez. Alguna de las plantas de aquí, la que tiene el olor más fuerte, también vive allí. Al menos, pienso, ese olor era algo familiar para una parte de los españoles a los que obligaron a padecer en Marruecos. Por ejemplo lo era para mi abuelo, que desde niño había cazado por aquellos otros montes malagueños y casi hasta su muerte siguió haciéndolo. Estoy seguro de que al trepar entre las jaras andaluzas recordaba cuando había tenido que trepar por estos montes más hostiles de Africa, llevando el máuser en lugar de la escopeta y manteniéndose alerta para que no le pegaran un tiro en lugar de andar tranquilamente al acecho de conejos y perdices.

Hamdani va esquivando los socavones y adelantando a los Mercedes viejos y sobrecargados que sirven oficiosamente de taxi y a la vez de autobús entre estos pueblos. En algunos van ocho o nueve personas. También hay que tener el cuidado de dejar pasar a otros Mercedes, más nuevos o vacíos, que remontan la carretera a todo lo que les permite el motor. Eduardo dice haber oído en la televisión que en Marruecos hay más Mercedes que en Alemania. Desde luego lo que parece claro es que nadie en Marruecos se deshace de un Mercedes, y que el mismo hecho de que modelos de hace treinta años sigan circulando por estas carreteras acredita la formidable calidad de las máquinas. Muchos de los coches con matrícula holandesa, belga o francesa que traen los emigrantes son también Mercedes. Es de suponer que los compran de segunda mano en los países donde trabajan y que en gran medida los acaban revendiendo aquí, donde gozan de un prestigio absoluto. Es perceptible el orgullo que sienten los conductores de Mercedes de modelos más o menos recientes. Tan perceptible como la envidia del resto.

A medida que nos alejamos de BenTieb, sin embargo, va disminuyendo el tráfico. La carretera que nos lleva a Annual discurre, una vez salvada la primera barrera montañosa, sobre valles profundos a los que se asoman algunas casas colgadas en las laderas. Alrededor de las casas la vegetación es un poco más abundante y hay que reconocer que algunos de estos valles llegan a resultar bastante atrayentes. Puede imaginarse que en primavera experimentarán momentos de cierto esplendor, porque los desniveles y los perfiles de las montañas ofrecen de cuando en cuando estampas magníficas.

Mientras observamos el espectáculo, desde nuestro coche que progresa ya por una carretera desierta, recuerdo que este mismo camino que ahora hacemos nosotros desde Ben-Tieb a Annual lo hicieron antes que ningún otro español las tropas mandadas por Silvestre. Ellos no podían disfrutar de nuestra perspectiva, porque iban avanzando por valles y hondonadas y conquistando una a una las cotas que necesitaban para proteger el avance. Pese a todo, fue una ofensiva relámpago, que asombró a propios y extraños y que llevó al rey a elogiar a Silvestre con un famoso telegrama. "Olé los hombres", dicen que dijo Alfonso Xiii, entusiasmado. En todo caso, lo que parece indudable es que el rey había influido para que nombraran a Silvestre, antiguo ayudante suyo y uno de sus generales favoritos, comandante general de Melilla. Hizo falta el empujón, porque el protegido había sido relevado de su mando anterior en el Yebala por sus sonados fracasos. Y Alfonso siguió amparándole después. Por lo pronto, evitó que el Alto Comisario Berenguer, a la sazón ocupado en complicadas operaciones por la zona de Xauen, desautorizase la inoportuna aventura rifeña de Silvestre, que abría un segundo frente sin las suficientes garantías. Poco antes del desastre, Silvestre viajó a la Península y allí, al salir de una fiesta a la que había asistido el rey, se jactó de que pronto daría que hablar. Algunos creen que había obtenido el respaldo directo del monarca para emprender el asalto de Alhucemas. Diez años después del desastre, ya en el exilio, el rey, tras dedicar un recuerdo emocionado al general ("un brevísimo soldado, al que yo sinceramente quería"), calificaría de "burda leyenda" esa versión. Lo cierto es que, con o sin la instigación real, en aquel envite Silvestre había de culminar su carrera, jalonada de temeridades que a otro le habrían deparado una muerte prematura y a las que él debía sus ascensos.

Sólo quince años antes Silvestre había desembarcado como comandante en Casablanca, formando parte de una misión internacional pactada con el sultán. Veterano de la guerra de Cuba, aquél había sido su primer destino en Marruecos, al que habían seguido otros en los que siempre se había mostrado conflictivo y despótico con los moros, incluso con los yebalíes, a quienes consideraba superiores a los piojosos rifeños. En 1921 ya era general de división, pero aspiraba a más. Estaba convencido de que los piojosos no podrían resistirle, aunque nunca había luchado seriamente contra ellos. A los caídes rifeños, cuando los recibía, los llamaba "hartos de ajos". Los notables pronto se negaron a ir a que los injuriase y perdió a todos los confidentes que tenía entre el potencial enemigo. Pero no se desanimó por eso. Con cuarenta y nueve años era aún un hombre lleno de fuerza, el héroe de las damas.

En Annual, Silvestre estableció el que debía ser el cuartel general de la ofensiva. Existen fotografías del campamento, pulcramente dispuesto entre unas colinas bajas frente a la llanura, con su parapeto y sus hileras de tiendas cónicas. Era una base avanzada, en pleno territorio de los Beni-Ulixek, frente a los dominios de los Tensamán y a un paso de la tierra de los Beni-Urriaguel, los irreductibles dueños de Alhucemas. Entre estos últimos había nacido el caudillo Mohammed ben Abd el-Krim El Jatabi. Era un rifeño de buena familia, que había cursado estudios coránicos en Fez y que durante varios años había colaborado en el Telegrama del Rif y había trabajado para la Oficina de Asuntos Indígenas de Melilla. Su padre, el jefe Abd elKrim El Jatabi, había sido durante muchos años amigo de los españoles, hasta que se había convencido de que no podía seguir apoyándolos en sus planes de conquista militar. Después de sufrir prisión en Melilla por sus ideas francófonas e independentistas, y de quedarse cojo a causa de un frustrado intento de fuga, Mohammed ben Abd el-Krim, junto a toda su familia, se había sublevado contra las autoridades del Protectorado. A la muerte de su padre, le había sucedido como jefe de los Beni-Urriaguel y había recorrido las montañas buscando apoyos para la rebelión. Junto a su hermano Mhamed, que hasta poco antes había estado viviendo en Madrid, donde preparaba el ingreso en la escuela de ingenieros de Minas, había organizado una "harka" que sería el embrión del futuro ejército rifeño. En julio de 1921 Mohammed tenía treinta y nueve años, y Mhamed veintinueve, diez y veinte menos que Silvestre, respectivamente.

Cuando Abd el-Krim vio las intenciones de Silvestre, le advirtió. No le dejaría cruzar impunemente el río Amekrán, demasiado cerca ya de su territorio. Silvestre se rió del "pequeño caíd bereber" y cruzó el río, estableciendo la posición de Abarrán el día 1 de junio de 1921. Los moros empezaron a hostilizar la posición cuando todavía se estaban retirando los soldados de ingenieros que la habían fortificado. Las tropas indígenas desertaron para unirse al enemigo y los españoles fueron aniquilados antes de acabar el día. Era el primer aviso severo, y para colmo de males en Abarrán los rifeños se habían apoderado de una batería intacta. Pero Silvestre no se arrugó. Desoyendo los mensajes conciliadores de Abd el-Krim, que aun después de Abarrán intentó negociar con los españoles, asegurándoles que no podría contener a los suyos si seguían avanzando, el general volvió a maniobrar. El 7 de junio estableció una nueva posición de vanguardia, Igueriben, en una cota próxima a Annual. Trasladó a ella a un gran contingente de hombres y puso a su mando al comandante Benítez. La elección del emplazamiento no fue afortunada. Igueriben estaba a merced de otras cotas más altas, carecía de agua y dependía de la columna diaria de Annual para reponer sus víveres y municiones. Durante todo el mes de junio y los primeros días de julio, la nueva posición fue atacada repetidas veces.

Mientras tanto, Silvestre improvisaba continuos contraataques e incursiones, nunca con gran resultado. Los rifeños, animados por el éxito de Abarrán, aumentaban su moral día a día. Al fin, el día 17 de julio, pusieron cerco a Igueriben. Desde ese día no pudo pasar el convoy de suministros. Los de Igueriben se quedaron en seguida sin agua, y pronto escaseó todo lo demás. Silvestre, inflamado por el deber de salvar a aquellos cuatrocientos compatriotas, organizó una columna de socorro, a cuyo frente se puso personalmente. Con esta demostración de fuerza esperaba dispersar a los sitiadores y restablecer el orden, pero la columna ni siquiera pudo llegar y tuvo que retirarse con fortísimas bajas. Ahí fue donde Silvestre hubo de empezar a desconfiar del brillo de su estrella. Los de Igueriben seguían pidiendo ayuda con el heliógrafo (un medio de transmisión óptica de señales). La pedían desesperadamente, porque seguían sin agua y muchos de ellos heridos, pero Silvestre hubo de admitir que no podía dársela. Los asediados aguantaron lo indecible; bebieron sus orines, lamieron la humedad de las piedras, respiraban día y noche el hedor de los muertos y resistían acometida tras acometida sin poder creer que nadie iba a ayudarlos. La situación resultaba todo lo lamentable que se pueda imaginar. Igueriben, como Abarrán, era un recinto precario, con un parapeto de sacos terreros y alambradas de poco más de un metro de altura que obligaba a sus defensores a permanecer agachados bajo el fuego. Al final, tragando sapos y culebras, Silvestre autorizó a Benítez a evacuar la posición. Benítez comunicó por heliógrafo a Dríus que sólo le quedaban doce disparos de cañón. Que iba a gastarlos, y que los fueran contando. Cuando oyeran el último, podían bombardear la posición, porque los hombres de Igueriben no se rendían al enemigo. Benítez había llegado allí un mes antes, cuando Igueriben no era nada. Si el estado mayor de Silvestre hubiera seleccionado otra cota, habría seguido siendo nada, pero ahora era el lugar donde el comandante iba a morir. Cuando los rifeños saltaron el parapeto apenas quedaban españoles en pie. Unos pocos, no más de once, pudieron huir y llegar de puro milagro a Annual. Algunos de ellos murieron al volver a beber agua.

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