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Sea como fuere, las minas fueron el detonante de la invasión española, y la pequeña historia de su origen una buena muestra de cómo se desenvolvió el colonialismo español en Marruecos. Los yacimientos de mineral, de una riqueza cercana al 75 por ciento, afloraban en superficie. Los primeros viajeros referían los crestones de hierro que sobresalían en las laderas del Uixán. El negocio fue descubierto por un comerciante hebreo de Melilla llamado David Charbit, agente comercial de Mulay Mohammed el Roghi, un pretendiente a sultán que estableció su corte en Zeluán y que durante los primeros años del siglo fue el amo del Rif: El mineral era fácil de extraer y de arrastrar y había una costa cerca. El Roghi vio la oportunidad y ofreció la concesión a los europeos. De la puja entre los franceses y los españoles salieron triunfantes los segundos porque llegaron antes con el dinero para el cabecilla marroquí. Aquellos españoles eran unas cuantas familias acaudaladas de la época: los Figueroa, los Güell, un grupo madrileño representado por un tal Clemente Fernández y otro andaluz cuyo representante se llamaba Macpherson. Entre todos formaron el Sindicato Español de Minas del Rif, que inició la explotación, construyó el ferrocarril y apuntaló económicamente al Roghi durante los años siguientes. No está de más recordar que uno de aquellos Figueroa era don Álvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones, jefe del Partido Liberal y futuro presidente del Gobierno tras el asesinato de Canalejas. Alguien que pudo influir, y no poco, en la intervención española en Marruecos. En 1922, cuando más penosa, desesperada y sangrienta era la guerra del Rif, todavía el conde se atrevía a defender en las Cortes que España debía continuar la lucha, para que su lugar no lo ocupara otra potencia. Quizá una que no amparase igual sus intereses mineros. Incluso llegó a decir que los moros disparaban "con balas de algodón". Cuando una de esas "balas de algodón" mató al hijo del conde, corrió a litros el alcohol entre los soldados, según el testimonio de mi abuelo, entonces sargento en África.

Pero a principios de siglo, cuando se podía tratar con el Roghi, la situación no era tan ardua. El pretendiente mantenía también buenas relaciones con los franceses, a quienes había permitido instalar una factoría a orillas de la Mar Chica. Cuando en 1907 el sultán de Fez organizó una harka (contingente de hombres armados) para acabar con la insolencia de aquel astuto negociante, se encontró con que su adversario obtenía de los franceses todos los suministros necesarios para hacerle frente y derrotaba estrepitosamente a sus soldados. Las tropas del sultán, unos 15.000 hombres mal equipados (y por lo demás, bastante abandonados a su suerte en el lejano extremo oriental del imperio), tuvieron que pedir vergonzante refugio en Melilla. La estrategia española en aquellos años, puramente especulativa y contemporizadora, se resumía en la frase de Maura: "Nada de aventuras: ni un paso, ni un gesto, ni solos ni acompañados". El statu quo se mantuvo satisfactoriamente para todos hasta 1908, cuando los Beni-Urriaguel, una belicosa cábila asentada en la zona de Alhucemas, de la que saldría poco después el caudillo Abd el-Krim, se sublevaron contra el Roghi. Si los políticos españoles habían respaldado pragmáticamente a aquel individuo, de cuyo poder dependía la concesión minera, los militares le odiaban y apoyaron a los beniurriagueles, que terminaron venciendo al pretendiente. Cuando el Roghi huyó, se brindó con champaña en el casino militar de Melilla. Una alegría efímera, porque una vez derrumbado el pequeño reino del Roghi, no tardarían en producirse los primeros incidentes entre rifeños y españoles. En 1909, el ataque a cuatro obreros españoles de las minas desencadenó la guerra que daría lugar al descalabro del Barranco del Lobo y a la Semana Trágica de Barcelona. Desde ese momento, las maniobras españolas, resueltamente belicistas y conquistadoras, se alternaron con la intriga diplomática hasta la instauración en 1912 del Protectorado, que entre otras cosas bendecía nada menos que con la autoridad del sultán la explotación minera que había comenzado merced a la concesión otorgada por un usurpador y rebelde a esa misma autoridad.

Un poco antes, en 1911, el rey Alfonso Xiii había venido a visitar esta zona. Fue un viaje triunfal en el que recorrió las posiciones establecidas por el ejército sobre territorio rifeño en los dos años anteriores. El rey recibió la pleitesía de los caídes moros, y se dice que sobre esas mismas cimas que ahora se difuminan a nuestra izquierda con el reverbero del sol, un adulador le hizo notar que era el primer monarca desde Felipe Ii que ponía la planta en territorio conquistado por España (aunque parece que la alusión fue en realidad a Carlos V y se hizo durante un discurso en palacio). Desde aquel viaje los periódicos, unos en serio y otros de guasa, empezaron a llamarle "el Africano", y él se lo creyó. De nada sirvió la advertencia que en forma de romance lanzaron los críticos:

Nuevo sois el rey Alfonso,
nuevo sois en estas tierras,
antes que a guerra vayades,
sosegad las tierras vuestras .

Llegamos al fin a Zeluán. Desde la carretera el pueblo aparece en una semihondonada, y nuestra llegada a él me evoca algo familiar y conocido. Podría ser uno de esos pueblos que hay en mitad de la provincia de Jaén, tranquilos y blancos. Nos internamos en sus calles en busca de las ruinas de la alcazaba o fortaleza, que es todo lo que hoy queda del antiguo palacio en que tenía su sede la corte del Roghi. Finalmente hemos de preguntar a los transeúntes. Hamdani habla con tres antes de obtener una información precisa, lo que nos resulta más bien sorprendente tratándose probablemente de la única atracción del lugar. La alcazaba está hacia las afueras, y actualmente no es más que un recinto rodeado de murallas, de forma más o menos cuadrada y unos cien metros de lado. Pasamos bajo una puerta almenada y caminamos hacia el centro del recinto. En su interior hay alguna palmera y otros árboles. En el suelo pedregoso y cubierto de matorrales bajos, se abre un camino que lleva hacia una especie de granja que se cobija al abrigo de las murallas. Un hombre se nos acerca y cambia unas palabras con Hamdani. Después se despide amablemente de todos nosotros y vuelve a la granja. Hamdani resume lacónicamente su conversación con el lugareño.

– Esto es la alcazaba. Lleva así desde siempre, que él recuerde.

El sol aprieta con fuerza. Nos quedamos un rato contemplando el paisaje desolado bajo el cielo limpio de nubes. Aquí vivió su gloria aquel antiguo funcionario, ex secretario del jalifa de Fez, según unas fuentes, antiguo topógrafo militar, según otras, que en realidad se llamaba Yilali ben Dris Zerhuni el Yussefi y que en otro tiempo, tras sufrir dos años de prisión por una oscura intriga cortesana, había tenido que huir del país. Tras una temporada en Argelia y en Túnez, volvió cargado de astucia y ambiciones. Orador brillante, taumaturgo y prestidigitador, su elocuencia y sus mañas le permitieron ganarse rápidamente a las tribus indómitas y levantiscas del Rif oriental, a las que convenció de que descendía del profeta y de que por sus venas corría sangre de sultanes. Sus presuntos milagros le permitieron hacerse jefe religioso y sus patrañas erigirse en pretendiente al sultanato. Por eso se le llamó precisamente el Roghi ("pretendiente"), aunque también le llamaban Bu Hamara ("el hombre que monta en una burra"). En la mitología marroquí, Bu Hamara era el nombre de un espíritu maligno que engañaba a la gente con obsequios y dinero. Puede que al principio la persuasión del pretendiente estuviera en sus habilidades embaucadoras y en el hechizo de su palabra, y es innegable que con los europeos mantuvo siempre el equilibrio a fuerza de sutilezas. Pero en seguida comprendió que el poder sobre su propia gente del Rif debía basarse en la crueldad más absoluta, y la ejerció sin contemplaciones. Las razzias de sus hombres se hicieron pronto famosas. Al que protestaba, se le enviaba sin demora a Zeluán. Aquí el Roghi daba orden de que al descontento se le "amputara la cabeza", que una vez salada se devolvía al aduar para que sirviera de ejemplo a sus vecinos. En cierta ocasión, a una delegación española que venía a tratar el asunto de las minas la recibió sentado sobre una alfombra, a la sombra de un árbol, y como respuesta a sus exigencias hizo extender sobre la alfombra doce cabezas recién cortadas. Los españoles hubieron de captar el mensaje.

Lo cierto es que el Roghi fue el primero que consiguió someter a alguna forma de orden a los rifeños, y hasta consiguió cobrarles los tributos que los recaudadores del sultán de Fez ni siquiera osaban acercarse a reclamarles. Aunque nominalmente todo Marruecos estaba bajo la autoridad del sultán, en realidad dentro del país había dos territorios bien delimitados: Bled el-Majzén (o territorio sujeto al gobierno) y Bled es-Siba (territorio disidente). El primero se reducía al triángulo comprendido entre Tánger, Fez y Rabat y al espacio igualmente triangular comprendido entre esta última ciudad, Marrakech y Essauira (o Mogador). Bled es-Siba, el territorio insumiso, era el resto, comprendido todo el Rif y gran parte del Yebala, las dos zonas que correspondieron a España en el reparto de 1912. Sus habitantes, especialmente los rifeños, se jactaban de "vivir en república", lo que primeramente significaba que no obedecían al sultán, pero en su fuero interno quería decir ante todo que podían hacer lo que les viniera en gana, sin otra ley que la fuerza ni otra organización que su vieja estructura tribal; una idea esencial en la psicología de aquellos montañeses que forzosamente les llevaría a chocar con el orden colonial que los españoles quisieron imponerles. Hay historiadores que discuten la insumisión del Rif al sultán y consideran que se ha exagerado su alcance; pero el hecho es que entre 1860 y 1900 el sultán hubo de mandar cinco expediciones de castigo a la zona (con no demasiado éxito) y que en 1880 una embajada rifeña pidió en Madrid el amparo de España para no pagarle tributos. Lo que da toda una idea de lo que era "vivir en república".

Con esa promesa, la de volver a vivir en república , levantó un caíd llamado el Chaldy a la tribu de Guelaya contra el Roghi. Casi a la vez, un antiguo caíd suyo, Filali, capturado por los feroces beniurriagueles de Alhucemas, se pasó a ellos y le hizo la guerra. Y los militares españoles, sedientos de aventuras y creyendo preferible la política de cábilas a la política "roghista" que habían venido practicando los civiles interesados en los negocios mineros, también le enfilaron. Así se le acabó la suerte, y en diciembre de 1908, tras un par de meses de asedio, los cabileños entraron al fin en su palacio de Zeluán, que estaba aquí donde ahora pisamos, y que el propio Roghi había incendiado antes de escapar hacia el sur. Al final fue capturado con engaños por los Beni-Mestara y entregado en Fez al sultán en agosto de 1909. Mulay Hafid no le trató mal al principio, porque andaba tras el millón de pesetas que el Roghi guardaba en bancos españoles. Pero cuando su paciencia se agotó lo mandó torturar e hizo que le pasearan en una jaula de hierro. Según se contaba, la muerte que dispuso para su antiguo y desleal funcionario fue bastante variada y completa: le apuñalaron, le echaron a un león y le quemaron vivo.

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