– Salaam aleicum.
El gendarme responde a su saludo, nos observa con detenimiento y pide explicaciones, que Hamdani le da en árabe. Habla con prudencia pero esa lengua es en sí misma áspera y decidida, y todos parecen tutearse en ella. Rápidamente el gendarme afloja y sonríe e intercambian un par de bromas. A continuación nos deja marchar, saludándonos especialmente a nosotros, los españoles, con alegre deferencia. No todos los gendarmes que nos encontraremos serán tan fáciles de convencer como éste, pero con todos, siempre con una mezcla habilidosa de sumisión y confianza, se las arreglará nuestro conductor para evitarnos el menor contratiempo; y aunque la escena del control policial siempre se desarrollará con una cierta tensión (se percibe que éste es un país donde todavía el común de la población teme más que aprecia a la policía), en más de una ocasión terminará con un "buen viaje" chapurreado en español por el gendarme.
Tenemos ya Nador a la vista, y dominando la ciudad las dos lomas gemelas que los españoles, con burda pero eficaz inventiva, bautizaron con el inevitable nombre de las Tetas de Nador . La carretera se dirige recta hacia el centro de la ciudad, relativamente populosa y con mucho movimiento. Se nota que ha sido una ciudad española hasta hace poco más de cuatro décadas, porque su trazado no es muy diferente del de ciertas ciudades andaluzas de mediano tamaño. Pero la mayoría de los adelantos urbanísticos de los que se han ido beneficiando éstas brillan por su ausencia en Nador. Salvo en la parte más céntrica, formada por edificios de cinco o seis alturas, tampoco abundan las aceras. De todos modos, es una ciudad que merece el nombre de tal; no en vano se trata de la capital de la provincia. Damos una vuelta por sus calles sin bajar del coche. Como sentencia duramente una de nuestras guías, no tienen demasiado atractivo. Únicamente merece algo la pena la plaza principal, presidida por un pintoresco mercado.
Completando el recorrido, nos asomamos a la orilla de la Mar Chica, junto a la que han hecho una especie de paseo bastante aparente. Aquí se sitúan los edificios más destacados de la ciudad, algunos hoteles y el consulado de España. Nos detenemos un instante a disfrutar de la vista. Al parecer la laguna está fuertemente contaminada, pero su imagen quieta y azul, a la altura misma de nuestros ojos (como si el lugar desde el que la miramos estuviera un poco por debajo de su nivel), resulta muy relajante. No habría imaginado que tuviera este aspecto casi voluptuoso, que disfrutarán por la mañana los huéspedes de los hoteles. En los primeros tiempos del Protectorado, la Mar Chica era ante todo objeto de especulaciones bélicas, en torno a la posibilidad de ensanchar su boca y dragarla para que pudieran entrar los barcos de la Armada. Las lanchas artilladas que en alguna ocasión surcaron las aguas de la laguna no eran garantía bastante. La idea, naturalmente, era asegurar por vía marítima la defensa de Nador, por si la comunicación por tierra con Melilla quedaba interrumpida, como ocurrió a finales de julio de 1921. Puede que durante los días de aquel asedio los sitiados en Nador volvieran alguna vez la mirada a un horizonte tan luminoso como el que hoy se nos ofrece a nosotros, y puede que la Mar Chica estuviera tan tranquila como ahora. La naturaleza resulta a menudo paradójica, porque no se somete a los hechos ni a los sentimientos humanos.
La guarnición de Nador estaba por aquellos días bastante mermada. Por temor a que los soldados indígenas de Regulares desertaran con sus fusiles, se había tomado la decisión de desarmarlos, desoyendo sus protestas de lealtad. Aun así, los defensores aguantaron hasta el 2 de agosto, sin que los refuerzos de Melilla, pese a las propuestas temerarias de algunos jefes legionarios, llegaran a serles enviados. Melilla tenía bastante con consolidar su propia situación. Parece que por aquella época Nador era famosa por sus lupanares, en los que encontraban esparcimiento los soldados españoles. Uno se pregunta qué sería de todo aquello en el torbellino del desastre. Desde luego, cuando el Tercio reconquistó el pueblo, un par de meses después, no encontró más que ruinas y cadáveres. Algunas fuentes aseguran que los moros, en un gesto de clemencia inusual, dejaron ir a quienes se rindieron, pero los supervivientes no debían ser ya muchos.
Fue aquí, junto a esta laguna, a lo largo y a lo ancho de la llanura que desde Melilla acabamos de atravesar cómodamente en veinte minutos, por donde anduvo de operaciones el entonces sargento de ingenieros Arturo Barea, y donde empezó a cubrirse de gloria y a labrarse su propia convicción de ser un hombre providencial el entonces comandante Franco. El segundo, en su libro Diario de una bandera , dejó una minuciosa relación de operaciones militares, donde da parte detallado de las posiciones que se van ganando y de las sucesivas maniobras, haciendo en todo momento gala de una sobrecogedora frialdad. Barea prefirió reducir aquellos meses de horror a un relato escueto, de poco más de una página, en el que se leen, por ejemplo, estas palabras:
La lucha en sí era lo menos importante. Las marchas a través de los arenales de Melilla, heraldos del desierto, no importaban; ni la sed y el polvo, ni el agua sucia, escasa y salobre, ni los tiros, ni nuestros propios muertos calientes y flexibles, que poníamos en una camilla y cubríamos con una manta; ni los heridos que se quejaban monótonos o aullaban de dolor. Nada de esto era importante, porque todo había perdido su fuerza y sus proporciones. Pero ¡los otros muertos! Aquellos muertos que íbamos encontrando, después de días bajo el sol de África que vuelve la carne fresca en vivero de gusanos en dos horas; aquellos cuerpos mutilados, momias cuyos vientres explotaron. Sin ojos o sin lengua, sin testículos, violados con estacas de alambrada, las manos atadas con sus propios intestinos, sin cabeza, sin brazos, sin piernas, serrados en dos.!Oh, aquellos muertos!
Junto a la Mar Chica, en esta mañana de julio de tanto tiempo después, el sol de África no pudre carne española; sólo empieza, como comprobaremos por la noche, a quemar nuestra piel.
Resplandece en paz bajo su luz la bandera rojigualda del consulado, que en estos tiempos se mantiene abierto principalmente para tramitar los visados de quienes quieren pasar a España (algunos dicen que hace años, después de la independencia, desde aquí se alentaban conspiraciones para una rebelión rifeña contra el gobierno de Rabat). Subimos al coche y le sugerimos a Hamdani que es el momento de buscar un lugar donde sentarnos a estudiar la ruta.
Volvemos a atravesar por el centro de Nador y nos detenemos en un cafetín de las afueras, ya en la carretera de Zeluán. Pedimos para todos té con hierbabuena, que teníamos ganas de probar desde nuestra llegada a Melilla. Hamdani observa que es una buena elección, porque el día va a ser muy caluroso y no hay nada mejor contra la sed. El rito del té, en el que dejamos que nuestro conductor nos guíe, comienza escanciando un primer vaso que hay que devolver a la tetera, para que se disuelva bien el azúcar. Después Hamdani sirve los cuatro vasos, alzando la tetera hasta que se produce un poco de espuma. Cuando el vaso está lleno, corta el chorro con un golpe de muñeca. El té está hirviendo y el vaso quema los dedos. Para impedirlo, hay que cogerlo entre el filo superior y la base, más gruesa. Tradicionalmente era importante aprender este truco, porque dejar el vaso en la mesa era de mala educación. Bebemos enviando rápidamente el contenido del vaso a la garganta, para no quemarnos la lengua. El líquido hirviente pasa por todo el tubo digestivo, abrasándolo, y cae en el estómago con una extraña sensación reconfortante. Los ingredientes de la infusión son hoy los mismos que refería Ruiz Albéniz en 1921: té verde, azúcar de pilón, menta, hierbabuena. Debe estar bien cargada y muy dulce. Según Ruiz Albéniz, por el ruido de los sorbos y el ja de las gargantas quemadas se sabía siempre dónde se estaba bebiendo té. Un ritual que se cumplía en silencio, hasta que cada uno había tomado cinco o seis vasos pequeños. Eduardo, que ha estado en Mauritania, lo compara con el té tuareg, un poco más fuerte y amargo. Hamdani asiente; ha cumplido el servicio militar en el Sáhara y también conoce el té del desierto.
Observados atentamente por los parroquianos que vegetan en la terraza del cafetín, sacamos nuestros mapas. Sobre ellos, trazamos la ruta hasta Alhucemas. Hacia la parte de Annual, el mejor de nuestros planos anuncia carreteras en mal estado, que Hamdani no conoce. Lo único que podemos hacer por ahí es acercarnos y ver. Propongo que el trecho final hacia Alhucemas lo hagamos por una carretera de montaña que atraviesa el territorio de la antigua cábila de Tensamán. Fue allí donde se estableció la posición avanzada de Abarrán, cuya caída marcó el fin del fulgurante avance del general Silvestre. Tampoco esta zona la conoce Hamdani y el mapa dibuja la ruta con una raya discontinua. No sabremos si podemos pasar hasta que no estemos allí. En todo caso, asegura Hamdani, debemos guardarnos de viajar de noche, tanto de aquí a Alhucemas como de Alhucemas a Xauen. Las carreteras, cuando se pone el sol, están llenas de individuos a quienes llama gravemente malfaiteurs , gente hostil preparada para sorprender a cualquier viajero desprevenido. En cierta ocasión, nos cuenta, fue perseguido por un par de motocicletas durante un buen rato, y sólo pudo librarse de ellas lanzándose a ciento cincuenta por las estrechas carreteras rifeñas. Nada que tenga muchas ganas de repetir, asegura.
Ya con nuestro plan trazado, reanudamos la marcha. Abandonamos Nador y recorremos bajo la incipiente canícula la breve distancia que la separa de Zeluán. A nuestra izquierda queda el macizo montañoso de Uixán, la antigua zona minera, donde todavía hoy sigue explotándose la riqueza del subsuelo que en su día sirviera para justificar ante la perpleja sociedad española la aventura marroquí. Hasta los más ignorantes en la Península sospechaban que el pedazo que nos había tocado del pastel africano era el peor: "el hueso del Yebala y el espinazo del Rif". Pocos llegaron a penetrar entonces las razones secretas del reparto (una componenda entre Francia y Gran Bretaña para que la primera pudiera explotar el Marruecos fértil y la segunda conservara, frente a una potencia débil como España, el control del Estrecho). Pero era difícil creer que las minas de hierro de Beni-Buifrur (que siguen ahí, en alguna parte al otro lado de esos montes) valieran toda la sangre que hubo que derramar por ellas. Alguien calculó maliciosamente que el Rif, sacado a pública subasta, no habría hallado postor por más de 200 millones de pesetas. Como bien pudo escribir Ruiz Albéniz, aquella España resultó ser un país "mucho más avaro de unas monedas de plata que de un río de sangre de sus hijos".