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El gendarme tarda un buen rato en ficharnos. Somos los únicos peatones que cruzan la frontera hacia Marruecos. Nuestros compatriotas pasan casi todos confortablemente arrellanados en sus 4*4 climatizados. Desde ellos nos compadecen por nuestra condición pedestre, que nos asimila a los desharrapados que cruzan en sentido inverso. Oímos el tecleo de una máquina de escribir, con la que hacen nuestras fichas (porque nos hacen una ficha, literalmente). Una vez terminadas acertamos a ver que las archivan en cajoncitos marcados con las letras del alfabeto, cada una en el cajoncito correspondiente a la inicial del apellido. Tras eso nos devuelven al fin (han podido pasar veinte minutos) nuestros pasaportes con el sello de entrada. En él, bajo unos finos arabescos, figura el rótulo "POLICE PF Beni-Enzar". Causa una sensación extraña saber que nuestras fichas quedan allí archivadas, en la caseta prefabricada del puesto fronterizo de Beni-Enzar, atestiguando quizá para siempre que el 27 de julio de 1997 pasamos por aquí.

Sólo nos queda un trámite fronterizo, el examen de nuestro equipaje por los aduaneros. Nos indican que vayamos a otra dependencia. Entramos en ella y ponemos nuestros macutos, abiertos, sobre un banco gris. El aduanero los revuelve sin miramientos y sin especial interés, aunque se preocupa de llegar hasta el fondo. Con eso estamos listos y entramos al fin en Beni-Enzar. Es un pueblo o una pequeña ciudad de aspecto bastante miserable. Los bloques cercanos a la raya fronteriza se ven descuidados y precarios. Además no hay aceras, sólo la deteriorada calzada y a ambos lados la tierra reseca e irregular. En conjunto, la entrada de Beni-Enzar nos produce una sensación de desastre. Tras la retención del puesto fronterizo, los coches aceleran ruidosamente, esquivando (como nosotros mismos hemos de esquivar) a los muchos transeúntes que vagan por los terraplenes y las cunetas. Todos nos miran fijamente. Con esas miradas empezamos a hacernos una idea de hasta qué punto vamos a tener que estar preparados para sobrellevar el peso de nuestra diferencia. Los tres somos morenos, pero no tanto como ellos, y sospechamos que eso, nuestra apariencia física, no es por cierto lo principal.

Con todo, siempre me han seducido las fronteras. Uno recorre unos pocos metros, y aunque el aire y el sol y hasta la tierra son los mismos, de pronto es otro mundo. Sobre todo aquí, en Beni-Enzar. Son tan de otra manera los edificios, la traza de las calles, el ritmo de la vida. Al fondo hay carteles con la imagen del rey Hassan 2 , que forma parte de la rutina de estas gentes, pero que para nosotros es un icono exótico. Sorteando como podemos a los chavales que se nos acercan, buscamos el coche que en teoría nos debe estar esperando. El coche y su conductor vienen de Rabat, de donde han partido muy de madrugada, y es un buen trecho de carretera no siempre buena el que hay entre medias. La idea de alquilar el coche con conductor es la menos mala que se nos ha ocurrido para hacer la primera parte de nuestro viaje con cierta garantía y cierta posibilidad de entendimiento. Podemos defendernos en francés, pero nos hemos informado de que en el Rif no siempre es posible arreglarse en ese idioma, y en algunas zonas ni siquiera en árabe. Si bien el hecho de llevar conductor supone un exceso de confort para nuestro gusto, hay que saber ser práctico. Y no nos arrepentiremos de haberlo planeado así.

Al fin aparece el coche, un Seat Córdoba rojo. Se detiene a cierta distancia, porque no se permite acercarse demasiado a la frontera. Se queda a un lado de la carretera y el conductor baja al instante. Es un hombre de poca estatura, 1,60 como mucho, muy moreno de tez. Tiene el pelo ralo y muy negro y una barba bien dibujada. Sus rasgos son agradables, y en su rostro se adivina viveza mental y destaca una singular nobleza en la mirada. Es una mirada penetrante y lejana, como la de quienes tienen el hábito de mirar en el desierto. Pesan en mi imaginación, al hacer esta asociación de ideas, un par de novelas escritas por oficiales españoles de los Grupos Nómadas en el Sáhara, leídas recientemente. Según esos oficiales, medianos novelistas, pero protagonistas de una experiencia única, los saharauis son capaces de ver a distancias imposibles para los europeos, porque a esas distancias han de advertir a sus enemigos o avistar las gacelas que cazan. Más adelante sabremos (casualidad o no) que a nuestro conductor no le es del todo ajeno el Sáhara.

Cuando llegamos a la altura del coche, el conductor, que viste traje azul, camisa blanca y corbata negra, ya ha abierto el maletero y nos espera muy tieso junto a la máquina. Le tiendo la mano mientras pregunto:

– Monsieur L .? Debe de extrañarle mi respetuoso tratamiento, pero asiente. Me presento y le presento a mi hermano y a Eduardo. El nombre de pila de nuestro conductor es Hamdani, con el que le llamaremos entre nosotros en adelante.

Tras cargar el equipaje, Hamdani me ruega que le esperemos un momento.

Mi tío de Rabat, que ha sido quien se ha ocupado de contratarlo, le ha encargado saludar de su parte al jefe del puesto fronterizo, a quien al parecer mi tío conoce. Supongo que el encargo tenía la finalidad de facilitar nuestro paso por la frontera, si había algún contratiempo, por lo que ya no tiene mayor utilidad. Pero Hamdani ha recibido la instrucción y no puede dejar de cumplirla. Va a la carrera y vuelve a los diez minutos.

– No estaba hoy de servicio -explica-. Su tío me ha contado la ruta que desean hacer. Vamos primero a Nador, ¿no?

– Sí, a Nador -repito, un poco aturdido. Sé que hay quien puede reírse de que esto me emocione, pero me emociona. Cuando yo tenía doce años solía leer ese nombre en un libro que me fascinaba, y me parecía un sitio imposible y distante. Nador, donde soñaban guarecerse los fugitivos de Annual, creyendo que allí estarían a salvo del enemigo. Nador, que ardía cuando la vieron los pocos que hasta allí llegaron.

2. Nador y Zeluán

Maghrib al Aqsá , "el remoto occidente", así se llama Marruecos en árabe. El nombre que nosotros le ponemos proviene en realidad de una de sus ciudades más conocidas, Marrakech o Marrakus. Marruecos, el occidente lejano de los musulmanes, es también un sueño de adolescencia que ahora al fin pisamos. Mientras cubrimos los primeros kilómetros de nuestro viaje por su territorio, tratamos de familiarizarnos con el paisaje. Por el momento es una autovía en bastante mal estado, resquebrajada y despintada, por la que circulan los vehículos sin mucha prisa. Las cunetas están llenas de peatones y animales, algunos en movimiento hacia Melilla o hacia Nador, muchos parados sin más, viendo pasar el tráfico. En cuanto al paisaje en sí, por donde ahora avanzamos es llano y árido, apenas alterado por unos pocos relieves pelados o cubiertos de escasa vegetación. El sol reverbera sobre la tierra amarilla, que tampoco nos resulta excesivamente extraña. Ruiz Albéniz, en la descripción geográfica con que comienza su España en el Rif , describe estas tierras como semejantes a La Mancha y Ciudad Real, en lo que no anda del todo descaminado. Hacia el sur y el oeste se adivinan mayores alturas, que vienen a corroborar otra descripción, la de un ingeniero de montes comisionado tras las escaramuzas de 1911-1912 para valorar el potencial de la región: "El territorio ocupado no es más, en lo que a su suelo y vegetación se refiere, que la provincia de Almería prolongada a través del Mediterráneo". Las palabras del ingeniero tenían clara intención despectiva, pero a nosotros no nos desagrada la imagen que vemos. Personalmente, y podrá ser una perversión, he llegado a disfrutar incluso con los paisajes más desolados de la meseta castellana, de modo que estas primeras vistas del Rif no producen en mi ánimo la menor decepción ni desasosiego alguno.

Mientras bajamos hacia Nador por la autovía, dejamos a nuestra izquierda el Gurugú y a la derecha la Mar Chica, Bu Areg en la lengua del lugar. La laguna, sin embargo, no es visible hasta que llevamos recorridos unos kilómetros y el trazado de la carretera se acerca a su orilla. Durante este primer trecho de nuestro viaje, aprovechamos para ir tomando confianza con el conductor. Le preguntamos por su viaje nocturno, sobre cuyas penalidades no nos da detalles. Cuando sugiero que debe de estar cansado y que quizá el plan de este primer día de ruta resulte demasiado fatigoso para él, rechaza mi insinuación amable pero enérgicamente.

– Estoy acostumbrado a conducir -asegura.

Propongo que paremos un rato en Nador, para mirar tranquilamente la ruta sobre el mapa y tomar algo. Todavía es más o menos temprano y así aprovecharemos para planificar mejor la jornada.

– Como ustedes quieran -responde Hamdani-. Yo estoy a su disposición, para que su viaje sea lo mejor posible. He viajado mucho con otros extranjeros, americanos, alemanes, franceses. Mi único deseo es que luego, cuando vuelvan a su país, tengan un buen recuerdo del mío.

Hamdani se muestra servicial y suena convincente, sin un ápice de la hipocresía comercial que afea normalmente la disponibilidad que se puede obtener de un español a cambio de cierta remuneración. Uno sabe que debajo de la cortesía, en el caso de un español, se oculta siempre una buena dosis de orgullo, pero tampoco diría que nuestro conductor no es orgulloso. Todo lo contrario. Diría que se ofrece por algo más importante que el dinero que vamos a pagarle, aunque éste le sea necesario para mantener a su familia. Se huele de lejos que es un hombre serio, con un sentido de sus obligaciones y una responsabilidad para con lo que hace en la vida. Durante el viaje llegará a convencernos de que es ella, y no el jornal, lo que le impulsa al esmero, que no es un deber que tenga con nosotros o con mi tío, sino con su propia conciencia.

Antes de llegar a Nador nos tropezamos con el primer control policial. Hamdani nos explica que habrá muchos hasta Alhucemas, porque en esta zona andan muy pendientes del contrabando. En Marruecos los aranceles son desmesurados, y el contrabando una de sus más florecientes industrias, sin que se sepa a ciencia cierta si lo uno lleva a lo otro o lo otro a lo uno. Los gendarmes prestan especial atención a los coches de los emigrantes que regresan a casa cargados hasta los topes. No nos queda muy claro cómo se resuelven estas inspecciones, de las que veremos muchas durante nuestro viaje, porque revisar verdaderamente a conciencia la carga sólo es posible deshaciendo los enormes fardos que los vehículos llevan a cuestas, y se tardaría horas en rehacerlos. Hamdani, disciplinado, se para a unos veinte metros del control, baja la ventanilla por completo y no arranca hasta que el gendarme le indica que avance. Al llegar a su altura vuelve a detenerse, hace un saludo militar y le desea respetuosamente al gendarme:

2 Muerto en 1999, dos años después de este viaje


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