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Durante siglos, Marruecos fue un país despiadado, y estas tierras un ejemplo extremo de ese carácter. Se atribuye al Roghi haber dicho que el Rif era como un caldero de aceite hirviendo, y que quien metiera la mano en él se quemaría siempre. La frase, que en involuntaria premonición valió para él mismo, también pudo aplicarse aquí, entre estas murallas hoy ajadas y solitarias, a quinientos soldados españoles. El 3 de agosto de 1921, en este mismo recinto de la alcazaba de Zeluán, los rifeños dieron muerte a esos quinientos hombres, todos los supervivientes de una desesperada resistencia que no pudo continuar porque los refuerzos nunca llegaron. Entre ellos se encontraban soldados de infantería y la guarnición del aeródromo, que había tenido que destruir los aviones sin poder volver a utilizarlos porque una noche los pilotos se fueron a dormir a Melilla y ya no vinieron más. Siempre me he preguntado qué sintieron aquellos pilotos que se salvaron del desastre, cuando supieron que sus hombres habían defendido inútilmente los aviones y al final se habían visto obligados a pegarles fuego. Se dijo que durante los dos días anteriores los pilotos habían combatido bravamente, volando con sus máquinas entre los desfiladeros mientras el enemigo les tiroteaba desde las cotas más altas. Uno de ellos ganó por eso la Medalla Militar, aunque hay que tener en cuenta que en esos momentos había necesidad de hacer héroes con el mínimo pretexto. Aquellos pilotos debieron de sospechar, como cualquiera, que la reacción de los rifeños pasando a todos sus hombres por las armas era una represalia por haber destruido un material tan valioso. Debieron de creer, aunque no haya ninguna razón para que nadie crea semejante cosa, que su obligación habría sido compartir la suerte de los dos oficiales que mandaban la posición, el capitán Carrasco y el teniente Fernández, que fueron amordazados y atados espalda con espalda y a quienes los moros tirotearon y quemaron vivos delante de sus compañeros.

Antes de morir, los españoles de Zeluán repetían una sola frase: ¡Ay, madre mía! Tal unanimidad, según le contó un prisionero a Indalecio Prieto, llegó a suscitar la curiosidad de uno de los exterminadores, que preguntó, intrigado: "¿Qué querer decir ¡Ay, madre mía! ? ¿Por qué todos los cristianos de Zeluán decir ¡Ay, madre mía! ?" Con intensa emoción, Prieto describe la imagen dolorosa de aquellas madres, venidas de la Península semanas después para tratar de identificar a sus hijos entre los cadáveres momificados. Madres que se inclinaban llorosas sobre los despojos irreconocibles y exclamaban ¡Ay, hijo de mi alma! , como si respondieran a la despedida del difunto.

Lo más impresionante del episodio, sin embargo, fue que nadie pensó nunca que aquello podía suceder, casi de la noche a la mañana. Como dijo Ruiz Albéniz, los españoles no conocían a aquella gente sobre la que pretendían mandar, y lo que menos se esperaban era un zarpazo tan irresistible: "Para los españoles todos -eternos imprevisores- el Atalayón, Nador y Zeluán eran poco menos que lugares tan seguros como Valdepeñas, Alcoy y Pastrana". Lo sucedido aquí mismo, aquel lejano y sangriento verano, fue un atroz escarmiento sufrido en sus carnes por los más inocentes, del que los más culpables se libraron y que hoy no perturba la conciencia de nadie. Pero mientras miro estos muros silenciosos me fuerzo a recordar que contra ellos rindieron el último aliento aquellos hombres infortunados, cuyo espíritu, sea lo que sea el espíritu, flotará para siempre entre las palmeras, sobre los míseros matorrales resecos.

3. Monte Arruit-Tistutin -Dríus-Ben Tieb

Dejamos atrás la alcazaba de Zeluán y nos ponemos en marcha hacia Monte Arruit, el tercero de los nombres evocadores que hoy dejarán de ser una imágen inconcreta y un punto en un mapa para convertirse en un paisaje cierto bajo el inclemente sol africano. Monte Arruit, una posición intermedia entre Annual y Melilla, fue durante los días del desastre una esperanza de detener la retirada, y a ella se aferró el general Navarro, segundo jefe en funciones de primero tras la desaparición de Silvestre. En Monte Arruit había un fuerte sólido y una guarnición importante, y la relativa proximidad de Melilla permitía esperar que pudieran llegar refuerzos. Fiado a ese cálculo, Navarro trató de reunir y reorganizar allí a su maltrecho ejército de fugitivos, que se llegaban al abrigo del fuerte sin otro deseo que el de ser amparados y poder olvidarse del horror. En seguida se vio que el empeño era vano. Mientras los cazadores de caballería de Alcántara y pocos más trataban de mantener elevada la moral, los moros los sitiaron y comenzaron a bombardearlos con los cañones que habían ido capturando a los españoles durante la desbandada. Al principio su puntería no era buena, porque no estaban familiarizados con las piezas, pero poco a poco fueron afinando y se dedicaron a batir el interior de la fortificación con resultados devastadores. Ante la imposibilidad de acercarse a socorrer a la gente de Monte Arruit, porque entre medias había gran cantidad de moros en armas y las tropas recién llegadas a Melilla bastante tenían con asentarse y proteger la ciudad, el Alto Comisario Berenguer, teórico jefe supremo de la campaña, decidió enviar a Navarro suministros por vía aérea. Las municiones y los víveres cayeron en su mayor parte fuera del recinto, y los desesperados defensores españoles hubieron de ver cómo los rifeños se apoderaban de todo alegremente. Lo peor de todo era ver cómo se llevaban las barras de hielo que habían arrojado los aviones, porque el pozo más cercano al fuerte se encontraba nada menos que a quinientos metros, en poder del enemigo.

Al final, se impuso la evidencia. Había que rendir el fuerte. El 9 de agosto de 1921, tras una accidentada negociación, los españoles depusieron las armas. Se les había garantizado respetar sus vidas, pero no fue así. Los rifeños, en su mayor parte de las cábilas más cercanas a Melilla, deseosas de mostrar su ferocidad hacia los europeos a los que habían servido, quemaron todo y desencadenaron una matanza de la que sólo se libraron unos centenares de españoles, que con el general Navarro a la cabeza partieron a un largo cautiverio en Axdir. Durante dieciocho meses hubieron de vivir a merced de los verdugos de sus compañeros y en muy penosas condiciones. Las mismas, eso sí, que sufrían los propios rifeños, como reconocería años más tarde uno de los supervivientes.

Los españoles regresaron relativamente pronto a Monte Arruit. El de octubre de 1921, las tropas del Tercio avanzaron desde Zeluán y rebasaron el pueblo sin dificultades.

Una vez que hubieron asegurado sus posiciones, fueron a inspeccionar el fuerte. Lo que allí se encontraron superó todo el espanto, y no era poco, que habían visto hasta entonces. Sobre la explanada se pudrían, insepultos, los cadáveres de aproximadamente unos 2.600 españoles. En una de las pocas páginas de "Diario de una bandera" a las que asoma el sentimiento, el comandante Franco se vio obligado a anotar:

Renuncio a describir el horrendo cuadro que se presenta a nuestra vista. La mayoría de los cadáveres han sido profanados o bárbaramente mutilados. Los hermanos de la Doc trina Cristiana recogen en parihue las los momificados y esqueléticos cuerpos, y en camiones son traslada dos a la enorme fosa.

Algunos cadáveres parecen ser identificados, pero sólo el deseo de los deudos acepta muchas veces el piadoso engaño, ¡es tan difícil identificar estos cuerpos desnudos, con las cabezas machacadas!

Nos alejamos de aquellos lugares, sintiendo en nuestros corazones un anhelo de imponer a los criminales el castigo más ejemplar que hayan visto las generaciones.

Los periódicos publicaron fotografías en las que podía verse la explanada del fuerte de Monte Arruit sembrada de cadáveres, o el arco de entrada del campamento medio deshecho a cañonazos. En otras, se veía a los militares que paseaban entre las ruinas con las narices tapadas con algodones para poder resistir el hedor. Aquellas fotografías excitaron en muchos corazones, como el del comandante Franco, los deseos de venganza, y en algunos otros la rabia contra quienes habían permitido que millares de compatriotas corrieran aquella miserable suerte. Pero fueron los primeros quienes siguieron escribiendo la historia y la guerra se alargó todavía seis años más, en los que habría ocasión de encontrar y enterrar todavía bastantes miles de cadáveres españoles suplementarios.

Llegamos al fin a Monte Arruit, y la impresión que nos produce inmediatamente es que no hay manera de reconocer en lo que aparece ante nuestra vista ningún rastro de aquellos lejanos acontecimientos. Monte Arruit es hoy un núcleo populoso, que se ha debido de extender mucho en los últimos años. Las edificaciones ocupan una superficie importante y cubren por entero el cerro que en otra época pudo dominar la población. Quizá si buscáramos daríamos con algún vestigio, pero tenemos la sospecha de que todo ha debido de desaparecer bajo el rápido crecimiento urbano que contemplamos, y es posible que sea mejor así. Atravesamos sin detenernos la ciudad, cuya ajetreada y ruidosa actividad cotidiana resulta también ajena a su significación histórica. Por el contrario, viene a ser un ejemplo singular de la vida en el Rif moderno.

Hacia las afueras vemos gran cantidad de edificios nuevos, algunos todavía a medio construir y muchos con ese aspecto impecable de lo recién pintado. Se alinean regularmente a lo largo de la carretera y todos tienen el mismo diseño y una prestancia bastante superior a la media del país. Constan de cuatro plantas, la baja constituida por tres cocheras iguales a las que se accede pasando bajo un pórtico apoyado en arcos de medio punto. Las fachadas y los arcos están pulcramente enfoscados y los detalles resaltados con colores vivos, sobre todo azules. Preguntamos a Hamdani por las razones de este furor constructivo, que contrasta con la idea que circula por ahí del Rif como una región donde la gente apenas tiene para comer.

– Son las casas de los emigrantes -responde Hamdani-. Por eso están muchas a medias. Las van haciendo de verano en verano, cuando regresan de Europa. Otras son las de los que andan con el hachís o con el contrabando. Ésas las terminan antes.

Hamdani nos explica algunas cosas más. Los rifeños siempre han tenido facilidad para abandonar su tierra y correr mundo en busca de fortuna. Los más emprendedores de los nacidos aquí han emigrado a Europa, a Holanda y Francia sobre todo, como en tiempos iban a Argelia a recoger las cosechas de los franceses. Éstos, por cierto, y según leí en algún sitio, les tenían en mucha mayor consideración como trabajadores que a los argelinos. Pero esta facilidad para la aventura la combinan con un apego indestructible a su tierra. Por eso vuelven todos los años, y por eso convierten en cemento y ladrillos adheridos a esa tierra sus ahorros. Ésta es una de las peculiaridades del carácter rifeño. Las gentes del Rif han sabido siempre que su tierra es mísera y difícil y han estado dispuestas a salir de ella para buscar fortuna. Pero por mala y árida que sea, esta tierra es suya y es lo primero para ellos, y por eso nunca vacilaron en saltarle al cuello a cualquiera que intentara disputársela. Lo comprobaron primero los soldados del sultán de Fez, que renunciaron a someterlos; después los españoles, que terminaron sometiéndolos al más alto precio que quizá haya pagado nunca una potencia colonial por una fracción tan exigua de territorio, y por último el actual rey de Rabat, que estuvo a punto de perder la vida en más de una conjura organizada por militares rifeños.

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