7. Los dueños de la noche
Salimos de la ciudadela por la Puerta de la Marina, la que solía usarse en épocas de paz para introducir los suministros y siempre ofició de entrada más o menos principal. Alguien toca una trompeta que resuena estrepitosamente entre las piedras centenarias. Buscamos un sitio donde tomar algo. Lo hemos intentado dentro de Melilla la Vieja, pero sólo hemos encontrado un lugar bastante oscuro y desalentador, donde para mayor sordidez tenían un siniestro mono enjaulado. Los excrementos del animal impregnaban la atmósfera con su inmundo aroma. Finalmente escogemos una terraza al pie de la muralla. Cuenta con unas veinte mesas y sólo hay un grupo de cuatro parroquianos, dos hombres y dos mujeres que tienen ese aire impreciso pero infalible de constituir dos matrimonios. Las mujeres hablan entre sí y los hombres miran hacia el puerto. Pedimos bebidas frías al camarero que atiende la terraza y vaciamos tan rápido nuestros vasos que a los cinco minutos hemos de pedir otra ronda. La temperatura, sin embargo, empieza a resultar soportable. Nos echamos atrás en nuestras sillas y estiramos las piernas.
Poco después, un par de magrebíes de quince o dieciséis años toman asiento en la otra punta de la terraza, a bastante distancia de donde nos encontramos nosotros y los dos matrimonios. Visten pantalones tejanos gastados y camisas sueltas. Se acomodan en las sillas de plástico y contemplan pacíficamente el puerto. Me pregunto qué pedirán cuando el camarero se acerque a ellos. No hay ocasión de averiguarlo, porque antes de que el camarero salga, uno de los dos hombres que se sientan cerca de nosotros se pone en pie y se va derecho hacia ellos. Es un hombre moreno y rechoncho, ostensiblemente paticorto, y tan miope que ha de llevar unas gafas bastante gruesas. Se planta delante de los dos chicos moros, les enseña una identificación y les conmina a que ellos se identifiquen a su vez. Los dos chavales se echan la mano al bolsillo del pantalón y sacan sus carteras, que le muestran temerosa y dócilmente. El hombre paticorto las coge, las mira y se las tira a la cara. Apenas tienen tiempo de sujetar su documentación cuando el hombre ya los ha cogido por el cuello de la camisa y los levanta de las sillas. Los dos son más altos que él, pero eso no le arredra. Oigo cómo uno de los chavales protesta débilmente, como si no comprendiera aquel maltrato.
– Mais pourquoi ?
Toda la respuesta que consigue es que el paticorto los empuje destempladamente hacia la calle, pero el chaval sigue insistiendo, con voz lastimera.
– Pourquoi?
Esta vez el hombre recurre, para despedirlos y zanjar el asunto, a descargarle al que tanto pregunta una furiosa patada en el trasero. La escena sucede a unos quince o veinte metros, pero oímos perfectamente el ruido sordo que hace su pie al golpear el cuerpo del chaval. Y después, el exabrupto:
– Fuera de aquí, joder.
Los dos chicos se alejan rápidamente, sin pararse casi a mirar atrás.
En la cercana entrada del puerto un guardia civil, más bien ajeno y aburrido, cumple tareas de vigilancia. Mientras tanto, el paticorto regresa a su mesa. Se sube los pantalones, que le cuelgan bajo la barriga, y se sienta junto a su mujer. Ruidosamente, explica:
– No tenían papeles, los muy hijos de puta.
Y hace ver que esos dos moros le deben un gran favor por haberles dejado marchar. Su consorte, una mujer que tendrá unos cuarenta y tantos años, como él, afloja un poco su gesto más bien estragado y sonríe con suficiencia. Los integrantes del otro matrimonio sonríen también, y el paticorto disfruta así por partida triple del reconocimiento que se le dispensa a su heroica hazaña.
Nosotros tres asistimos a toda la escena en silencio. Durante su transcurso, pero sobre todo después, cuando salgo de mi estupor y puedo reflexionar sobre lo ocurrido, varios pensamientos pasan por mi cabeza. El primero es que la decencia impone levantarse y exigirle al paticorto que se identifique, para poder denunciarle por el vil abuso que acaba de cometer. Para ello podría servirnos el propio guardia civil del puerto, que debe de haberlo visto todo y tiene la obligación legal de sumarse a la denuncia. Pero si uno sopesa la situación, comprende en seguida que eso no va a ayudar mucho a los dos perjudicados, que nada tienen que ganar, como inmigrantes ilegales, de una posible intervención de la justicia en el incidente. Está claro, además, que nosotros nos meteremos en un lío, por intentar buscarle problemas a un policía, y que eso no es lo que más nos hace falta cuando tenemos la intención de cruzar mañana la frontera. Por otra parte, la posibilidad de que el paticorto llegue a ser siquiera amonestado es cuando menos remota, y tampoco nos consta, en fin, que sea del todo procedente la intervención de tres turistas madrileños en el episodio, como si viniéramos en plan de enseñarles a los lugareños cómo deben portarse. Todo esto me disuade, aunque no impide mi vergüenza por mi pasividad y por la degradación moral de mi país, al que este sujeto representa. Una degradación que no es nueva, y que seguramente pagaremos como ya hubimos de pagarla en el pasado. He podido cazar por una décima de segundo la mirada de dolor y odio que uno de los dos chavales se ha atrevido a dirigirle al paticorto mientras se marchaba. Imagino lo que pasaría si algún día el marroquí tuviera al español a su merced. Y me acuerdo de aquel otro español con un par de cojones, el ilustre general Silvestre, que aseguraba que al rifeño la mejor manera de tratarle era con la punta de su bota. De Abd elKrim, poco antes de desoír su ultimátum y cruzar el río Amekrán, opinaba: "Este hombre es un necio. No voy a tomarme en serio las amenazas de un pequeño caíd bereber a quien hasta hace poco había otorgado clemencia. Su insolencia merece un castigo". Dicen, aunque es difícil comprobarlo, que después de la toma de Annual, Abd el-Krim hizo que despedazaran el cadáver de Silvestre y que pasearan su cabeza por el Rif para que en todas las cábilas supieran de la derrota de los españoles. Pocos años antes, cuando todavía trabajaba para los españoles en Melilla, donde dirigió el suplemento árabe del Telegrama del Rif , el periódico local, el futuro caudillo rifeño había llegado a la convicción de que los europeos nunca considerarían a los suyos iguales a ellos; de que siempre los tratarían como a perros, y sólo se preocuparían de exprimirlos. Cuenta la leyenda que cuando Abd el-Krim era subinspector de asuntos indígenas, Silvestre lo llamó una vez a su despacho y tras una furibunda reprimenda lo sacó de él a empellones y sangrando. Aunque los historiadores han probado que la anécdota es pura invención (Abd el-Krim y el general no llegaron a coincidir en Melilla), simboliza algo real: la actitud despectiva de no pocos españoles, y sobre todo de Silvestre, hacia las gentes del Rif. Sin duda el descuartizamiento, si lo hubo, fue una respuesta excesiva. Pero la crueldad de la revuelta, precedida por numerosas afrentas de los conquistadores, no era imprevisible. Hay quien cree que siempre los mantendremos ahí, al otro lado de la alambrada, y que ellos se conformarán con el desprecio y la miseria. Es verdad que nuestros medios son muchos, que estamos organizados y que ellos no lo están, pero me pregunto qué pasará si falla el cálculo, si de una u otra forma entran en la fortaleza.?Con qué argumento les pediremos entonces urbanidad?
En 1921, poco después del desastre, un antiguo médico de la Compañía de Minas del Rif, Víctor Ruiz Albéniz, resumía así la aventura española en Marruecos: "Nosotros lo hemos hecho así: hemos ido al Rif, hemos luchado en el Rif, hemos vivido en paz en el Rif, y todavía no sabemos nada del Rif ni de los rifeños; así nos está saliendo la descabellada empresa en que nos vemos metidos". Ruiz Albéniz propugnaba que se desmontara la farsa del Protectorado (nominalmente, una especie de administración transitoria encomendada a España y Francia por cuenta del sultán) y se convirtiera a Marruecos en una colonia española, sin contemplaciones. Ahora que el belicismo y los sueños coloniales se pudren felizmente en el olvido, no hemos mejorado sin embargo en cuanto a tratar de conocer a quienes seguimos teniendo tan cerca. Ya no arriesgamos, verosímilmente, un desastre sangriento como el de 1921, pero tampoco parece que sea del todo bueno lo que en Melilla y en nuestra frontera africana se está cociendo. Ojalá no tengamos que lamentar algún día, como Ruiz Albéniz lamentaba entonces, el exceso de confianza y la ignorancia del problema que tenemos a la puerta.
Cae la noche y a la terraza empiezan a llegar familias. Son todos españoles, bien vestidos y alimentados, por lo que no suscitan las ansias de intervenir del policía paticorto. De hecho, más bien parecen cohibirle. Los hombres tienen aspecto atlético, con sus polos de manga corta ajustados al torso, y las mujeres son rubias y elegantes, mucho más que su desfondada mujer. Sospecho que me encuentro ante otra aparición de la respetada aristocracia militar de Melilla. Ellos son oficiales de academia, con toda seguridad. Conozco a los oficiales de academia; una vez fui reprendido por uno de ellos por no rendirle pleitesía de forma adecuadamente convincente, cuando yo me creía un brillante escéptico de diecinueve años y no supe percatarme de que a sus ojos no era más que una mierda de soldado. Los recién llegados se apoderan inmediatamente de la situación, de las atenciones del camarero y hasta del dueño, que sale a tomar nota de la comanda. El paticorto y sus acompañantes no tardan en despejar. También nosotros nos retiramos, dejando todo el terreno a los reyes del mambo. Es el suyo un reino restringido, y la comida que les traen con mucha ceremonia no parece gran cosa, pero su orgullo resulta patente. Tiene algo de triste la imagen de los hombres y mujeres de poco más de treinta años reducidos a aquel espacio donde esa simple cena en la terraza se convierte en un acontecimiento. Pero también es hermosa la noche que comienza y de la que son dueños indiscutidos.
De regreso hacia el hotel pasamos frente al puerto y junto a una estatua que muestra a un militar en uniforme de campaña. Lleva un sombrero y bajo él tardamos en reconocerle. También nos despista que el personaje está representado en su edad juvenil, que no es la que ha quedado en la memoria colectiva. Disipando nuestras dudas, la leyenda del pedestal le identifica como el comandante Franco. Un homenaje de la ciudad al hombre que con Millán Astray llegó en las horas más oscuras al frente de quienes venían a socorrerla. Justo enfrente de donde está la estatua desembarcó la Legión en julio de 1921, para reforzar la casi simbólica guarnición de Melilla.