Литмир - Электронная Библиотека

Los legionarios bajaron al muelle cantando La Madelón , y el hombre al que representa la estatua, lo dejó escrito, sintió una viva emoción ante el entregado recibimiento de aquellos hombres y mujeres aterrorizados por la perspectiva de ser pasados a cuchillo por los rifeños. Hay un relato menos glorioso y lucido de la llegada de aquellas tropas, el que hace Arturo Barea en La ruta . Según Barea, después de pasarse toda la travesía mareados y vomitando, por lo mala que estaba la mar, aquellos soldados se desparramaron por las tabernas y burdeles de Melilla, y todos los moros de la ciudad tuvieron que esconderse porque un legionario le rebanó las orejas al primero que se tropezó. Para la conciencia de las gentes, que prefiere una historia sin ángulos oscuros, quedó sólo que la Legión salvó la ciudad (aunque los rifeños no tenían en realidad intención de asaltarla). Fue unos pocos días después de aquel desembarco cuando Lola Montes cantó en Melilla la canción El novio de la muerte , que acababa de estrenar en Málaga, y que la Legión tomaría en seguida como himno en sustitución de La Madelón . Todas estas circunstancias dan una idea de la estrecha relación existente entre la ciudad, la Legión y su más célebre jefe, y explica en parte por qué fracasó el intento de llevarse la estatua del embrión de dictador a un lugar menos eminente. Hay que reconocer, sin ninguna simpatía por lo que Franco acabó representando, que la imagen del comandante legionario (al contrario de lo que sucede con la del obeso general sublevado o con la del caudillo decrépito) posee un cierto atractivo, y que se contempla sin disgusto. El escultor ha sabido representar la audacia del joven oficial y ha silenciado la ambición del futuro déspota, convirtiéndolo en una especie de alegre aventurero colonial.

Volvemos al hotel, donde hemos decidido cenar por estricta comodidad. Pedimos hamburguesas, sin ninguna pretensión gastronómica. Nos las sirve una camarera bastante simpática, que parece empeñada en sostener, con nuestra colaboración espontánea, la ficción de que en realidad hemos puesto a prueba la habilidad del cocinero con una exquisita petición. Las hamburguesas son desde luego muy dignas, y así se lo confirmamos cuando se interesa por nuestra opinión al respecto. Alargamos un poco la sobremesa mirando la televisión. Como era de prever, en todo el rato que la miramos dista de aparecer en ella nada que tenga el más mínimo interés, pero atendemos sabiendo que durante varios días vamos a estar desprovistos de cualquier posibilidad de escuchar y ver todas esas tonterías familiares. También de ellas, al fin y al cabo, se construye el hogar.

Recuerdo que hay un aspecto organizativo que no tenemos solucionado: carecemos de moneda marroquí. En todo el día no hemos encontrado un solo banco abierto. Cuando le preguntamos al hombre triste de la recepción (que hemos sabido que es catalán, como la cadena a la que pertenece el hotel), se ríe fatigadamente y responde:

– Cambiad en la calle. Es donde cambiamos todos, aquí.

En la calle quiere decir, naturalmente, en el mercado negro. Nuestras guías sobre Marruecos, al hablar sobre el asunto de la moneda (el dirham, no convertible), advierten contra la tentación de conseguirla en el mercado negro. Los turistas alemanes y franceses para los que están escritas esas guías obedecerán ciegamente ese consejo, y lo mismo haremos nosotros cuando estemos en Marruecos, pero aquí en Melilla parece que la regla es otra.

El encargado catalán del hotel nos informa:

– Os lo deben dar a catorce y pico.

Si piden más, buscad otro cambista.

El encargado describe con cierto fatalismo estas pequeñas miserias de la intendencia cotidiana melillense. Sin duda lamenta que de todos los hoteles de la cadena, presente en Canarias, Mallorca y otros lugares apetecibles, hayan tenido que enviarle al de Melilla. Como los reclutas que vimos en Melilla la Vieja (también catalanes, casualmente), se resigna pero no lo asume. Ha relajado sus habilidades profesionales hasta el extremo de tutear a los clientes y de sestear manifiestamente ante el mostrador donde se pasa el día, como si le importase un bledo lo que piensen de él. A pesar de todo, colabora y nos da algunas otras informaciones útiles sobre el paso de la frontera. Diez años atrás, cuando aún no había empezado a caérsele el pelo ni sus superiores habían concebido la vejación de deportarle a Melilla, debió de ser un empleado modélico que halagaba educadamente a las clientas en francés y en inglés, en italiano y en alemán.

Para ayudar a la digestión, salimos a dar un paseo nocturno. La temperatura en la calle, con la brisa del mar, es simplemente perfecta. Esquivamos las desganadas invitaciones de quienes atienden los lúgubres bazares que siguen abiertos en la calle de nuestro hotel y subimos hacia la avenida principal. Está prácticamente vacía, lo mismo que las calles adyacentes. Atravesamos hasta el Parque Hernández, en el que a esta hora el ambiente resulta de lo más agradable. No serán más allá de las diez y media, pero tampoco queda apenas gente en el parque. Algunas parejas de marroquíes, una familia, también marroquí, que va de retirada, y algunos hombres jóvenes de diversos orígenes, incluidos algunos centroafricanos. Paseamos sin prisa bajo los árboles, entre los que merodea una legión de gatos. Un par de viejas mujeres les dan de comer en una esquina del parque. Llegamos hasta la verja frente a la Comandancia General y después desandamos sin prisa el camino. De todas las sensaciones llama mi atención el olor dulce y tibio de las plantas, que me recuerda el olor de otros jardines meridionales de mi infancia y de mi adolescencia. Es casi absoluta la quietud que reina en el parque, prolongación nocturna del relativo letargo que con pocas excepciones hemos advertido en la ciudad. Dudo si será porque ha hecho un día demasiado caluroso, o porque es sábado, o porque es julio y la gente está de vacaciones en otra parte. Pero la impresión que nos llevamos de la ciudad es la de un lugar medio abandonado, donde la poca vida que se percibe viene sobre todo de la fracción africana, legal o ilegal, de la población.

Y sin embargo, dicen que hace cuarenta o cincuenta años Melilla era un lugar magnífico para vivir. Recuerdo el testimonio de una amiga que entonces era niña en la ciudad norteafricana, y a la que todavía hoy se le empañan los ojos al recordar aquella existencia apacible bajo la luz incomparable de África, conviviendo con sus vecinos de origen marroquí (según ella, la gente más cálida y generosa que ha conocido nunca) y disfrutando de placeres que no ofrecía la Península. Cuenta la antigua niña melillense que su padre tenía una caseta enorme en la playa del Club Militar (aunque no era miembro del ejército ni especialmente adinerado) y que en los cálidos días del verano se pasaban allí las horas, como en una colonia de vacaciones. También existía entonces su porción de racismo, como lo probaron alguna vez los chavales moros que se atrevían a entrar en la playa acotada para los españoles y a los que se expulsaba inmediata y contundentemente. Pero en conjunto la vida transcurría suave, y el futuro parecía despejado. Bajo estos mismos árboles, los melillenses paseaban entonces llenos de orgullo y confianza. No es desde luego ésa la sensación que ahora, a finales de los noventa, transmite la ciudad.

Salimos del parque. La plaza de España está igualmente desierta, mientras la rodeamos de vuelta hacia el hotel. Nos detenemos durante un momento a mirar las murallas iluminadas de la ciudadela. Guardaremos en nuestra memoria esa imagen nocturna, despojándola piadosamente de los andamios que atestiguan la habitual precipitación de los fastos públicos (y es que se supone que la restauración de las murallas, cuyo retraso proclaman esos andamios, debía de servir para conmemorar el quinto centenario que ahora se cumple). En cualquier caso, Melilla la Vieja, en lo alto de la noche de julio, tiene ese aspecto privilegiado y sutil de las cosas soñadas. Así la recordaremos.

Antes de retirarnos, pasamos de nuevo junto al casino militar. La noche es espléndida y son muchos los que gozan de ella en las mesas que han sacado a la puerta del suntuoso centro recreativo castrense. Camareros con pulcra chaqueta blanca sirven a un público en el que abundan los jubilados, muy arreglados y enhiestos sobre sus asientos de mimbre. Hay alguna gente más joven, pero pocos por debajo de los cincuenta años. Al pasar entre ellos, notamos sus miradas indisimuladas y más bien reprobatorias. Debemos reconocer que nuestro aspecto no es de lo más distinguido, con nuestros pantalones cortos, nuestras botas y nuestras camisetas caqui, pero en esa manera desenvuelta de mirarnos y juzgarnos es perceptible un último y significativo rasgo de las personas que en gran medida han marcado los destinos de esta ciudad siempre sitiada. Ahí están, gastando el tiempo en la selecta terraza del casino militar, en mitad de la plaza de España, donde pueden proclamar sin oposición alguna que ellos son los más importantes, quienes simbolizan y sostienen la resistencia, quinientos años ya. En otras partes de España, en 1997, sería impensable esta exhibición, porque la milicia se ha visto desprovista de su aura de antaño para convertirse en algo más bien funcional, como todo. Pero aquí, en Melilla, estos ancianos altivos mantienen la llama. Aunque sólo queden ellos, en su terraza irreal, en la noche tan bella y tan silenciosa que nadie más habita.

11
{"b":"87725","o":1}