Seguimos buscando la entrada a Melilla la Vieja y nos colamos en un cuartel de la Policía Nacional que han habilitado en uno de los baluartes exteriores. Un policía al que sacamos de su siesta nos indica que la única manera que tenemos de entrar es dirigirnos hacia el este y pasar por una de las entradas normales. Obedecemos sus indicaciones y al fin conseguimos atravesar los muros que llevamos un rato contorneando estúpidamente. Una sombra fresca nos acoge. Acabamos de conseguir con un pequeño rodeo lo que en quinientos años de sangre y pólvora no consiguió el infiel. Estamos dentro de la ciudadela.
Toda la geografía de Melilla la Vieja está condicionada por su finalidad militar. Es una ciudad levantada entre murallas y a base de murallas, diseñada a menudo sobre la marcha por ingenieros militares que poco sabían de urbanismo y menos les interesaba, preocupados como andaban constantemente de salvar ángulos descubiertos y acumular posibles ventajas defensivas. Su trazado ha sido hecho y rehecho una y otra vez, a medida que unos baluartes se ampliaban, otros se venían abajo y otros cambiaban de uso. Los ejércitos que sitiaron la ciudad fortificada nunca tuvieron buena artillería (ése es uno de los secretos de su prolongada resistencia), pero quinientos años dan para muchos avatares y no pocas reconstrucciones. Mientras uno camina por las empinadas callejas tiene con frecuencia la sensación de andar entre fosos, y se puede representar el valor que sus antiguos habitantes darían a la tranquilidad de moverse por aquí, donde ningún tirador (los moros siempre han tenido una puntería legendaria) podía alcanzarles.
Desde antes de que llegaran los españoles, Melilla se ha venido haciendo a base de superposiciones sucesivas. Sobre este señalado pedazo de África se vienen levantando fortalezas desde tiempos inmemoriales. Ya debió de haber aquí algún bastión defensivo en tiempos de la fenicia Rusadir, sobre el que se edificaron más tarde muros romanos y bizantinos. En aquellos remotos tiempos, Melilla era sobre todo una colonia pesquera y comercial. Después, durante siglos, el peñón perteneció al Islam, y sobre sus murallas los vigías quizá soñaban con Al-Ándalus, la mítica tierra fértil del Norte que había al otro lado del mar. Al-Ándalus, donde ya se gestaba el pueblo osado y codicioso que habría de guardar finalmente para sí la presa.
Recorremos los baluartes exteriores tratando de imaginar la vida cotidiana de los soldados de todos los imperios que aquí gastaron enormes trozos de su existencia, en tardes de verano como ésta o en tibias noches silenciosas. Pocos humanos saben de la soledad y la belleza de la noche tanto como los soldados, que han de pasar largas horas de vigilia mirándola y que la ven una y otra vez morirse en la lentitud del alba. Seguimos avanzando y diríase que no vamos a salir de este paisaje castrense, donde los edificios, antiguos acuartelamientos y hoy museos y salas de exposiciones, tienen el nombre de las unidades que en ellos se guarecían: Compañía de Mar, Batería de San Felipe, etcétera. Sin embargo, una vez que conseguimos abrirnos paso hacia la zona alta, la parte de Melilla la Vieja que se asoma al mar dando la espalda al continente, nos encontramos súbitamente en una ciudad distinta, en la que empiezan a predominar elementos civiles. Las calles se abren al horizonte, se hacen más rectas y pierden pendiente. Apenas hay fortificaciones, porque aquí siempre se estuvo a resguardo del enemigo.
Reconforta pasear entre las casitas que parecen de pescadores, por las calles de poéticos y sugerentes nombres, como si estuviéramos en un apartado pueblo andaluz. Es especialmente placentera la esquina del faro, desde la que nos asomamos, en la tarde de julio, a un Mediterráneo intensamente azul y quieto como un plato. Asombra la limpieza y el despejo de la perspectiva, tras atravesar el laberinto de los baluartes. La vieja Melilla, que en la zona limítrofe con el continente se muestra precavida y recelosa, se relaja en su fachada marina, en la cara que enseñaba franca y seductora a los barcos que llegaban con las ansiadas noticias de España.
Por las inmediaciones del faro pasean ahora jóvenes veinteañeros, que van a aliviar en la estampa marina la nostalgia de casa. Son los soldados españoles de hoy, que ya no sirven a ningún imperio pero también sueñan con regresar al lado de los suyos. Junto a nosotros pasa un grupo de ellos hablando en catalán. Por la forma en que se mueven y lo reciente de su rapado, deben de llevar sólo semanas de mili. Es sábado y tienen permiso para pasear, pero en sus caras se ve la tristeza de quienes piensan en las otras muchas cosas que podrían estar haciendo un sábado de julio en su tierra. Los soldados españoles de hoy no se resignan con facilidad al aislamiento de la plaza norteafricana, acostumbrados como están desde temprana edad a ir y venir gozando de las relumbrantes diversiones del fin de siglo. Las expansiones que les ofrece Melilla son muy pocas, y eso explica que una tarde de sábado los reclutas catalanes, a quienes seguimos, vayan a visitar el museo militar, recientemente inaugurado en uno de los baluartes altos de la ciudadela.
La colección del museo es irregular y no está demasiado surtida. A la entrada llaman la atención una pieza de artillería Schneider de comienzos de siglo, excelentemente conservada, y un cañón alemán anticarro de 75 milímetros. En el interior hay una serie de uniformes y reliquias de militares que marcaron la historia de Melilla, entre ellos el casi santificado Fernando Primo de Rivera y el menos celebrado Manuel Fernández Silvestre. De los uniformes, los más interesantes son el de los célebres cazadores de Caballería de Alcántara y el de los soldados de la Compañía de Mar de fines del siglo Xviii, cuando el último gran asedio. Este último es un uniforme llamativo, de pantalones blancos y casaca roja y azul. El maniquí que lo viste lleva una peluca blanca con rizos afrancesados, y uno se pregunta si en realidad irían así ataviados aquellos soldados, durante los largos meses en que estuvieron resistiendo el cerco de las tropas del sultán Sidi Mohammed ben Abdalah. Nada se nos hace más extravagante que unos infantes cuidadosamente empelucados esquivando los balazos de los moros bajo el sol africano de Melilla. Precisamente en el antiguo baluarte donde se encuentra el museo hay una terraza con un mástil en el que se sujetan varios gallardetes de señales, en recuerdo de los que durante aquel asedio se usaban para comunicarse con la flota que abastecía a los sitiados.
En la planta superior hay algunas maquetas notables, entre ellas una del viejo portahidroaviones Dédalo , uno de los barcos más feos de la historia de la Armada española. También vemos un diorama que representa un par de aviones De Havilland, con sus tripulaciones y mecánicos, en el aeródromo de Zeluán en 1921. La pequeña historia de aquellos aviones, que el museo omite detallar a quien lo visita, ilustra sobre la organización del ejército español en la época del desastre. Por la noche los pilotos se retiraban a Melilla, donde iban todos a dormir, al parecer alegando falta de alojamiento (aunque quizá fuera, más bien, por estar cerca del casino militar). A partir del segundo día de operaciones, con la carretera entre Melilla y Zeluán cortada por los rifeños, ninguno de ellos llegó hasta el aeródromo y los aviones ya no pudieron ser utilizados. Fueron destruidos por los mecánicos (que sí estaban en el aeródromo y hubieron de defenderlo fusil en mano) poco antes de que los hombres de Abd el-Krim entrasen y los exterminaran.
Después de nuestro recorrido por el precario museo, en el que tan escuetamente se condensa la prolongada y compleja historia militar de Melilla, subimos a una terraza con excelentes vistas sobre la ciudad, a un lado, y sobre la rocosa costa que se pierde hacia el cabo Tres Forcas, al otro. Un viejo cañón apunta inútilmente hacia esta costa, y tres telescopios binoculares hacia la ciudad. Con no poco esfuerzo, porque son artefactos difíciles de manejar, conseguimos enfocarlos y con ellos recorremos toda la extensión del dominio español, apacible y recogido bajo el sol que empieza a descender. También aventuramos alguna ojeada al amenazante monte Gurugú, en el que distinguimos la columna de humo de un incendio y algunas edificaciones. Una tiene todo el aspecto de una fortaleza, quizá la llamada Torre de Basbel, antiguo reducto español. En el monte se alzan otros viejos fortines, el de Kolla y el de Taxuda. Donde estaba el de Taquigriat, uno de los picos del Gurugú, los marroquíes levantaron un radar. Seguramente hay otras instalaciones militares de observación, y quizá también artillería. En caso de que se produjera un enfrentamiento, esa hipótesis calenturienta que nadie se atreve sin embargo a descartar, la aviación tendría que emplearse a fondo para neutralizar la ventaja de los marroquíes. El temor que el Gurugú ha inspirado siempre a la ciudad es incuestionable. En el Barranco del Lobo, al otro lado de la gran montaña oscura, ocurrió la derrota de 1909, que daría lugar, entre otras muchas cosas, a la Semana Trágica de Barcelona. En aquellos funestos días, la población de Melilla contemplaba con terror las hogueras que por la noche encendían en las laderas del Gurugú los rifeños, para incitar a sus hermanos de las cábilas o tribus vecinas a la rebelión. Desde el monte se bombardeó Melilla en 1921, y sus alturas fueron justamente el último trozo de territorio marroquí que evacuó el ejército español. No lo hizo hasta el 31 de agosto de 1961, más de cinco años después de la independencia y cuarenta años justos después del desastre. Ese día se arrió la bandera española en el campamento Harddú y el último legionario se retiró del monte.
Abandonamos el puesto de observación y nos desplazamos hasta la plaza principal de la ciudadela. Es un espacio pequeño, delimitado por los vetustos edificios del antiguo gobierno de la ciudad. También aquí, bajo el resol, se respira la paz de la tarde, que en nuestro paseo por Melilla la Vieja sólo hemos visto turbada por la ruidosa música de}heavy metal} que una chica bailaba frenética en una casa con todas las ventanas abiertas de par en par. Una rara sensación, para experimentarla en las adustas calles de la antigua plaza fuerte. Un poco más allá está la estatua del intrépido Estopiñán, que alza su espada sobre un mirador desde el que se domina toda la extensión de Melilla, esa extraña y complicada consecuencia de su lejana locura. Por cierto que Estopiñán, después de correr tantos riesgos, halló una muerte ridícula y estrafalaria. Pereció en Guadalupe, envenenado por una tajada de melón. Nos quedamos un rato a los pies de su estatua, extasiados ante el quieto atardecer mediterráneo. Ningún atardecer vale la sangre ni el sufrimiento de un hombre, pero ya que tantos dieron la una y padecieron el otro por éste, quizá se les deba la gratitud de disfrutar detenidamente de su conquista.