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No quería ni una probada. Cuando empezó a llorar, no me aguanté. Si se murió de la paliza, él tuvo la culpa. Ya sé que el que fuera hijo mío no es una atenuante. Pero un plato de menudo, bien en su punto, casi de puro libro, con ese color tan sabroso, y aquel niño imbécil, que no y que no, por pura tozudez…

Me la devolvió rota, señor. Y me dio una penada… Y se lo había advertido. Y me la quería pagar, la muy… Eso, sólo con la vida.

¡Y aquel jijo cerró a seises, cuando estaba tan claro como el día que yo tenía la última blanca! No lo volverá a hacer. Y se decía campeón de Tulancingo. ¿Para qué hablamos?

¡Si el gol estaba hecho! No había más que empujar el balón, con el portero descolocado… ¡Y lo envió por encima del larguero! ¡Y aquel gol era decisivo! Les dábamos en toditita la madre a esos chingones de la Nopalera. Si de la patada que le di se fue al otro mundo, que aprenda allí a chutar como Dios manda.

¡Era safe, señor! Se lo digo por la salud de mi madrecita, que en gloria esté… Lo que pasa es que aquel ampáyer la tenía tomada con nosotros. En mi vida he pegado un batazo con más ganas. Le volaron los sesos como atole con fresa…

Desde que nació aquel escuincle no hacía más que llorar, a mañana, tarde y noche. Cuando mamaba, cuando no mamaba, cuando le daban su botella, cuando no le daban su botella; cuando lo paseaban y cuando no, cuando lo dormían, cuando lo bañaban, cuando lo cambiaban, cuando lo sacaban de la casa, cuando lo volvían a meter. Y yo tenía que acabar ese artículo. Había prometido entregarlo a las doce. Era un compromiso ineludible con mi compadre Ríos. Y yo soy cumplidor. Y ese escuincle llora, y llora, y llora. Y su mamá… Bueno, de su mama mejor no hablamos. Lo tiré por la ventana. Les aseguro que no había otro remedio.

Había terminado la tarea, no crean que fue cosa fácil: ocho días para poner en limpio aquel plano. A la mañana siguiente eran las pruebas semestrales. Y aquel pendejo, que va, y viene a llenar su grafio en mi botella de tinta china y la deja caer sobre mi plano… Fue natural: le planté el compás en el estómago.

Era la séptima vez que me mandaba copiar aquella carta. Yo tengo mi diploma, soy una mecanógrafa de primera. Y una vez por un punto y seguido, que él dijo que era aparte, otra porque cambió un «quizás» por un «tal vez», otra porque se fue una v por una b, otra porque se le ocurrió añadir un párrafo, otras no sé por qué, la cosa es que la tuve que escribir siete veces. Y cuando se la llevé, me miró con esos ojos hipócritas de jefe de administración y empezó, otra vez. «Mire usted, señorita…» No lo dejé acabar. Hay que tener más respeto con los trabajadores.

Resbalé, caí. La corteza de una naranja tuvo la culpa. Había gente, y todos se rieron. Sobre todo aquella del puesto, que me gustaba. La piedra le dio en el meritito entrecejo: siempre tuve buena puntería. Cayó espatarrada, enseñando su flor.

Se le olvidó. Así por las buenas: se le olvidó. Era cuestión importante, tal vez no de vida o muerte. Lo fue para él.

– Hermano, se me olvidó.

¡Se le olvidó! Ahora ya no se le olvidará.

¿Para qué tratar de convencerle? Era un sectario de lo peor, cerrado de mollera como si fuese Dios Padre. Se la abrí de un golpe, a ver si aprende a discutir. El que no sabe, que calle.

Lo maté porque no pensaba como yo.

La culpa: del pito. Yo trabajo en casa y oigo el silbido tres calles más allá, lo veo crecer, acercarse, engrosar llevando las esperanzas a su colmo. Entra en todas partes: en el 5, en el 7, en el 9, no en el 11 porque no existe, resuena en el 13. Todos los días. Hacia las 11 de la mañana y cerca de las 4 de la tarde. Suplicio que no deseo al peor de mis enemigos, si es que los tengo. Sigue lo insufrible: se va alejando, cambia de acera y empieza el pito a menguar, a irse, a desaparecer, del 18, que está frente a mi casa, frente a su casa de usted, al 16, al 14, al 10 -no hay 12- al 8, al 4 -tampoco hay 6- así, hasta que dobla por Artes. Si estoy en el baño, que da a la parte de atrás, lo sigo oyendo, si presto atención, hasta que llega a Sullivan. Claro, usted no está en casa a esas horas; además, no espera cartas. Ni las escribe ni las recibe. ¿O me equivoco? Los que reciben cartas tienen cierta sonrisa que no engaña. Dirá que yo tampoco tengo cara de recibir cartas. Acierta, pero debiera recibirlas. Mi hija debiera escribirme como tiene obligación, y no me escribe. No tiene idea de lo que es esperar una carta y oír llegar la marea… Me dirá ¿qué culpa tenía el cartero? ¿Quién tocaba el pito? ¿Dios?

Lo maté por idiota, por mal pensado, por tonto, por cerrado, por necio, por mentecato, por hipócrita, por guaje, por memo, por farsante, por jesuita, a escoger. Una cosa es verdad: no dos.

Lo maté porque era más fuerte que yo.

Lo maté porque era más inerte que él.

Ella sabía que yo sabía que ella mentía. Pero juntaba lo verdadero con lo falso, encubriendo la intención:

– Eran las siete -repetía terca-. Eran las siete.

Había estado en la librería, pero no a las siete, lo sabía de la mejor tinta: la mía. Y ella:

– Eran las siete.

Pura patraña. La rabia me consumía. Algo me ataba los brazos: los bíceps por delante, los tríceps por detrás. Agarrotado. D e pronto estalló, se rompieron cadenas y me libré. No braveo ni hago locuras, pero fue como si hubiera salido de la cárcel, fuera de toda servidumbre, el alma en limpio, limados los grillos: tan ancho como la tierra. Le quité la mentira de la boca; agarrotada. Ahora, ahora sí, lo vi en mi reloj pulsera, eran las siete por casualidad, pero eran las siete. Lo que va de ayer a hoy.

La maté porque me dolía el estómago.

La maté porque le dolía el estómago.

Yo había encargado mis tacos mucho antes que ese desgraciado. La mesera, meneando las nalgas como si nadie más que ella tuviera, se los trajo antes que a mí, sonriendo.

La descristiané de un botellazo: yo había encargado mis tacos mucho antes que ese desgraciado, cojo y con acento del norte, para mayor inri.

Algún día los hombres descubrirán que el sueño vino después. Dios no duerme, ni Adán dormía. Los infusorios no duermen, ni el diplodocus podía. El elefante duerme dos horas y el perro todas las que puede. No digo más. Él hombre duerme para olvidar sus pecados; cada día más, a medida que ha conquistado la noche. No digo más. Los muertos no duermen. Yo, tampoco. Al que duerme, matarlo.

Me debía ese dinero. Prometió pagármelo hace dos meses, la semana pasada, ayer. De eso dependía que llevara a Irene a Alicante, sólo ahí podía acostarme con ella. Se lo había prestado para dos días, sólo para dos días…

Se enteró por casualidad:

– No se lo digas a nadie.

– ¡No me conoces!

Le faltó tiempo para irse de la lengua. Se la arranqué. Era larguísima, no acababa nunca de salir.

Lo hacía adrede: para darme en la cabeza. Le di en la ídem. Lo entierran dentro de un momento. Se pegó contra algo duro, al caer. Como hecho adrede: lo estaba deseando.

¿Por qué había de emperrarse así en negar la evidencia?

Matar, matar sin compasión para seguir adelante, para allanar el camino, para no cansarse. Un cadáver aunque esté blando es un buen escalón para sentirse más alto. Alza. Matar, acabar con lo que molesta para que sea otra cosa, para que pase más rápido el tiempo. Servicio a prestar hasta que me maten; a lo que tienen perfecto derecho.

Había jurado hacerlo con el próximo que volviera a pasarme un billete de lotería por la joroba.

La única duda que tuve fue a quién me cargaba: si al linotipista o al director. Escogí al segundo, por más sonado. Lo que va de una jota a un joto.

Cuando se emborrachaba lo rompía todo, a palos, dando vueltas. Aquella sopera era lo único que quedaba de mi mamá. ¡Que hubiese acabado con lo demás, pero con la sopera, no! No fue con un pica-hielo, señor: con la plancha.

No, si yo me iba a suicidar. Pero se me encasquilló la pistola. Juro que la última bala era para mí. ¿Qué más daba que me llevara a unos cuantos por delante? Allí, desde la ventana, no se me escapaba uno. Me recordaba mis buenos tiempos de cazador.

¡Si era un pobre imbécil! ¿Qué valía de él? Su dinero, exclusivamente su dinero. Y ahí está. ¿Entonces?

¿Me van a acusar de haber matado a ese troglodita que acaba de liquidar a sus padres y a su abuela? Si hubiésemos sido veinte, ni quien dijera nada. ¿O no? ¿Es un crimen porque lo hice solo? No, señor, no.

Matar a Dios sobre todas las cosas, y acabar con el prójimo a como haya lugar, con tal de dejar el mundo como la palma de la mano. Me cogieron con la mano en la masa. En aquel campo de fútbol: ¡tantos idiotas bien acomodados! Y con la ametralladora, segando, segando, segando. ¡Qué lástima que no me dejaran acabar!

No se pudo dormir hasta acabar de leer aquella novela policíaca. La solución era tan absurda, tan contraria a la lógica, que Roberto Muñoz se levantó. Salió a la calle, fue hasta la esquina a esperar el regreso de Florentino Borrego, que se firmaba Archibald MacLeish -para mayor inri y muestra de su ignaridad-; lo mató a las primeras de cambio: entre la sexta y séptima costilla.

Me salpicó de arriba abajo. Eso, todavía, pase. Pero me mojó toditos los calcetines. Y eso no lo puedo consentir. Es algo que no resisto. Y, por una vez que un peatón mata a un desgraciado chófer, no vamos a poner el grito en el cielo.

Lo maté porque no pude acordarme de cómo se llamaba. Usted no ha sido nunca subjefe de Ceremonial, en funciones de Jefe. Y el Presidente a mi lado, y aquel tipo, en la fila, avanzando, avanzando…

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