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¡Me negó que le hubiera prestado aquel cuarto tomo…! Y el hueco en la hilera, como un nicho…

Era bizco y yo creí que me miraba feo. ¡Y me miraba feo! A poco aquí a cualquier desgraciado muertito lo llaman cadáver…

¡Tanta historia! ¿Qué más daba ése que otro? ¿A poco usted escoge su clientela?

De mí no se ríe nadie. Por lo menos ése ya no.

Yo no tengo voluntad. Ninguna. Me dejo influir por lo primero que veo. A mí me convencen en seguida. Basta que lo haga otro. El mató a su mujer, yo a la mía. La culpa, del periódico que lo contó con tantos detalles.

En el preciso momento, bueno, un momentito antes, se le ocurrió decir:

– No te olvides de pasar por la tienda, ya debe estar arreglado mi reloj.

Me dio tal rabia…

A mí me gusta mucho el cine. Yo llego siempre a la hora exacta en que empieza la función. Me siento, me arrellano, me fijo, procuro no perder palabra, primero porque he pagado el precio de mi entrada, segundo porque me gusta mucho instruirme. No quiero que me molesten, por eso procuro sentarme en el centro de la fila, para que no pasen delante de mí. Y no resisto que hablen. ¡No lo resisto! Y aquella pareja se pasó El Noticiero Universal cuchicheando. Demostré comedidamente mi desagrado. Estuvieron más o menos callados durante la película de dibujos, que no era buena y que además ya había visto. (Es una cosa a la que no hay derecho, en un cine de estreno.) Volvieron a hablar durante el documental. Me volví airado, con lo que se callaron durante medio minuto, pero cuando empezó la película ya no hubo quien los aguantara. Yo estaba seguro de contar con la simpatía de los que estaban sentados a mi alrededor. Empecé a sisear. Entonces se volvieron todos contra mí. Era una injusticia flagrante. Me revolví contra los habladores y grité en voz alta:

– ¡Van a callar ustedes de una vez!

Entonces aquel hombre me contestó una grosería. ¡A mí! Entonces saqué mi fierrito. A ése y los demás para que aprendieran a callar.

Le olía el aliento. Ella misma dijo que no tenía remedio…

¿Tengo la culpa de ser invertido? Y él no tenía derecho a no serlo.

¡Había empezado la lidia del primer toro! ¡Ya estaban los picadores en el ruedo! ¡Yo iba a ver torear a Armilla! ¡Los demás me tenían sin cuidado! ¡Aquel acomodador era un imbécil! ¿Voy a ser responsable de la idiotez de los demás? ¡A dónde íbamos a parar! Tenía el número veinticinco de la séptima fila y aquel asno con brazalete me llevó al doscientos veinticinco. ¡Del otro lado de la plaza! La gente empezó a chillarme. ¿Dónde me iba a sentar si aquel desgraciado se había equivocado y la plaza estaba llena a reventar? Reclamé, intenté explicarme. Se quiso escabullir. La gente me insultaba. ¡Y oí la ovación! ¡Y no había visto el quite! Me dio tal rabia que lo tiré tendido abajo. ¿Que se fracturó la base del cráneo? ¡Qué tengo yo que ver con eso! ¡Si cada uno cumpliera con su obligación! Bastante castigo tengo con no haber visto la corrida.

¡Yo quería un hijo, señor! A la cuarta hembra me la eché.

Fue por pura tozuda. No le costaba nada hacerlo. Pero que no, que no y que no. Ustedes no se pueden dar cuenta. Las hay así. Pero cuantas menos haya, mejor.

Entró en aquel preciso momento. Había esperado la ocasión desde hacía un mes. Ya la tenía acorralada, ya estaba vencida, dispuesta a entregarse. Me besó. Y aquel sombrío imbécil, con su cara de idiota, su sonrisa de pan dulce, su facultad de meter la pata cada día, entró en la recámara, preguntando con su voz de falsete, creyendo hacer gracia:

– ¿No hay nadie en la casa?

Para matarlo. El primer impulso es siempre el bueno.

Lo maté porque me lo dijo mi mamá.

La verdad es que me porté mal con él. Me dejé llevar por un arrebato y lo insulté. El tenía la razón, pero yo soy así. No hubo más. Nos seguimos viendo, sin hablarnos. Pero, para mí, era muy molesto. Claro está que podía haberle pedido perdón, y todo hubiese seguido como antes. Pero yo no soy de ésos. El no me hacía caso: como si no existiera. Pero estaba ahí. Había que acabar. Lo dejé seco. No dijo ni ¡ay! Estoy seguro de que ni siquiera le dolió. Los dos hemos quedado tranquilos.

Me insultó sin razón alguna. Así, porque se le subió la sangre a la cabeza. Estábamos jugando rommy, hizo una trampa, se lo advertí. Decidí no jugar más. Lo resintió como un bofetón. No nos volvimos a hablar. El era el culpable. Lo malo es que teníamos que vemos a diario en la oficina. Yo esperaba que me pidiese perdón. Pero ¡ca!, no era de ésos. Su presencia me molestaba cada vez más hasta que aquel día le vacié la pistola. Ni modo.

Lo maté sin darme cuenta. No creo que fuera la primera vez.

Estaba tan furioso que cuando quise abalanzarme había desaparecido. Si la rematé con tanta saña fue por eso.

¿Qué culpa tengo, señor, de que el machete estuviese bien afilado? Fue casualidad. Por eso no se castiga a nadie. Le juro que no lo sabía. No fue por furia, ni como Julito, que destroncó a su papá de un golpe, la verdad es que estaba a su lado, de rodillas, arreglando no sé qué y el chamaco no había cumplido los nueve. No es más que por ver si cortaba -dijo-. Y como era verdad, lo creyeron. Y lo mandaron con su mamacita, y él bien que lo sabía. ¿Y yo que no estaba enterado voy a tener que pagar toda una vida porque el Nicho lo mandó amolar? El amolado, señor juez, un servidor. Bien dicen que la ignorancia es la madre de todos los males. Y no me malmodié.

¡Me aseguró que no había comprado aquel tomo III en su librería: y le faltaba de la página 161 a la 177!

– Sí, le falta un pliego.

– Menudo pliego le metí.

Sí, señor juez: no intento justificarme sino explicar, darle noticia. Soñé que mi socio me estafaba. Lo vi tan claro, tan evidente, que aunque al despertar me di cuenta de que era una imagen de la modorra, tuve que degollarle. Porque no podía deshacer nuestra sociedad sin razón valedera y no podía aguantar verle cada día teniendo presente la sombra del sueño que llegó a quitármelo.

¡Cómo iba a permitir que se acostara con una mujer a la que le habían trasplantado el corazón de María!

Lo maté porque bebí lo justo para hacerlo.

Llegó, echó un ojo, ganó. No se pueden hacer las cosas demasiado aprisa. No, señor, no fue con el as de espadas, con el siete del mismo palo para no perder -por lo menos- la tradición.

¡Tenía el cuello tan largo!

¡ La nuez!, señor juez, ¡la nuez tan sólida, tan mal afeitada, con esa piel de gallina vieja, desplumada y papandujante y ese cartílago -¿la nuez es un cartílago?- subiendo y bajando, deglutiendo, hablando, roncando! No me lo recuerde. No vale la pena; debió pasar muy malos ratos mirándose en el espejo aunque sólo fuera para rasurarse.

Es que ustedes no son mujeres, y, además, no viajan en camión, sobre todo en el Circunvalación, o en el amarillo cochino de Circuito Colonias, a la hora de la salida del trabajo. Y no saben lo que es que la metan a una mano. Que todos y cualquiera procuren aprovecharse de las apreturas para rozarle los muslos y las nalgas, haciéndose los desinteresados, mirando a otra parte, como si fuesen inocentes palomitas. Indecentes. Y una procura hurtarse a la presión y empuja hacia otro lado. Y ahí otro cerdo, con las manos en los bolsillos rozándola a una. ¡Qué asco! Pero ese tipo se pasó de la raya: dos días seguidos nos encontramos lado por lado. Yo no quería hacer un escándalo, porque me molestan, y son capaces de reírse de una. Por si acaso me lo volvía a encontrar me llevé un cuchillito, filoso, eso sí. Sólo quería pincharle. Pero entró como si fuera manteca, puritita manteca de cerdo. Era otro, pero se lo merecía igual que aquél.

Aquel maldito perrazo amarillo, cada vez que yo pasaba frente al portal de la casa, surgía para olerme los fondillos de una manera vergonzosa, como si oliese lo peor -o lo mejor- pegado su hocico húmedo a mi as de oro, y yo sintiendo en mi centro su morro caliente y pegajoso, empujándome, impidiéndome andar, haciéndome tropezar; ridículo.

Y no tenía más remedio que pasar por allí. No había otro camino, a menos de dar una vuelta tremenda. Y no fallaba. Tampoco yo, el día que me decidí a partirle la cabeza con una varilla de hierro, que, de lejos, podía parecer bastón.

Entonces surgió el dueño del animal y me atravesó. Perdónesele.

Subirse sobre un montón de cadáveres para ver el campo a través de una tronera, esperar con cuidado, mirar con atención para ver si se descubre al enemigo; disparar a mansalva, sin errar el tiro, resentir el golpe en el hombro derecho, el golpe que arma caballero. Acabar de una vez con los que molestan para no volvérselos a encontrar mañana estorbando el paso. ¿O es que mis enemigos no son enemigos de Dios?

Esta corriente de aire, ¿cómo matarla? Están cerradas las ventanas, atrancada la puerta. Y sin embargo, el aire corre, se arrastra y espía. Me envuelve. Se mete por los adentros y me hiela. ¿Desde dónde y adonde? Matarla. Como si fuera el pabilo de una vela y dejarla retorcida, negra, en el suelo, como una serpiente muerta, machucada la cabeza con su sangre fría en un charco menudo, inmundo y viscoso. Un soplo que matara ese soplar frío que me atraviesa la espalda, hálito de afuera, del mundo que me oye, ese frío fabricado contra mí. Ese aire: asesinarlo. Soplar, y que se quede sin soplo. ¡Qué buen decir: matar una vela! Pero esa corriente de aire ¿cómo matarla, ella que me está matando?

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