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Crímenes

– No lo hice adrede.

Yo tampoco. Es todo lo que se le ocurrió repetir a aquella imbécil, frente al jarro, hecho añicos. ¡Y era el de mi santa madre, que en gloria esté! La hice pedazos. Lo juro que no que no pensé, un momento siquiera, en la ley del Talión. Fue más fuerte que yo.

Lo maté porque habló mal de Juan Álvarez, que es muy mi amigo y porque me consta que lo que decía era una gran mentira.

Lo maté porque era de Vinaroz.

– ¡Antes muerta! -me dijo. ¡Y lo único que yo quería era darle gusto!

Es tan sencillo: Dios es la creación, a cada momento es lo que nace, lo que continúa, y también lo que muere. Dios es la vida, lo que sigue, la energía y también la muerte, que es fuerza y continuación y continuidad. ¿Cristianos estos que dudan de la palabra de su Dios? ¿Cristianos esos que temen a la muerte cuando les prometen la resurrección? Lo mejor es acabar con ellos de una vez. ¡Que no quede rastro de creyentes tan miserables! Emponzoñan el aire. Los que temen morir no merecen vivir. Los que temen a la muerte no tienen fe. ¡Que aprendan, de una vez, que existe el otro mundo! ¡Sólo Alá es grande!

Se mondaba los dientes como si no supiese hacer otra cosa. Dejaba el palillo al lado del plato para, tan pronto como dejaba de masticar, volver al hurgo. Horas y horas, de arriba abajo, de abajo arriba, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, de adelante para atrás, de atrás para adelante. Levantándose el labio superior, leporinándose, enseñando sus incisivos -uno tras otro- amarillentos; bajándose el inferior hasta la encía carcomida: hasta que le sangró; un poco nada más. Le transformé la biznaga en bayoneta, clavándosela hasta los nudillos.

Se atragantó hasta el juicio final. No temo verle entonces la cara. Lo gorrino quita lo valiente.

Soy peluquero. Es cosa que le sucede a cualquiera. Hasta me atrevo a decir que soy buen peluquero. Cada uno tiene sus manías. A mí me molestan los granos.

Sucedió así: me puse a afeitar tranquilamente, enjaboné con destreza, afilé mi navaja en el asentador, la suavicé en la palma de mi mano. ¡Yo soy un buen barbero! ¡Nunca he desollado a nadie! Además aquel hombre no tenía la barba muy cerrada. Pero tenía granos. Reconozco que aquellos barritos no tenían nada de particular. Pero a mí me molestan, me ponen nervioso, me revuelven la sangre. Me llevé el primero por delante, sin mayor daño; el segundo sangró por la base. No sé qué me sucedió entonces, pero creo que fue cosa natural, agrandé la herida y luego, sin poderlo remediar, de un tajo, le cercené la cabeza.

Empezó a darle vuelta al café con leche con la cucharita. El líquido llegaba al borde, llevado por la violenta acción del utensilio de aluminio. (El vaso era ordinario, el lugar barato, la cucharilla usada, pastosa de pasado.) Se oía el ruido del metal contra el vidrio. Ris, ris, ris, ris. Y el café con leche dando vueltas y más vueltas, con un hoyo en su centro. Maelstrom. Yo estaba sentado enfrente. El café estaba lleno. El hombre seguía moviendo y removiendo, inmóvil, sonriente, mirándome. Algo se me levantaba de adentro. Le miré de tal manera que se creyó en la obligación de explicar:

– Todavía no se ha deshecho el azúcar.

Para probármelo dio unos golpecitos en el fondo del vaso. Volvió en seguida con redoblada energía a menear metódicamente el brebaje. Vueltas y más vueltas, sin descanso, y ruido de la cuchara en el borde del cristal. Ras, ras, ras. Seguido, seguido, seguido sin parar, eternamente. Vuelta y vuelta y vuelta y vuelta. Me miraba sonriendo. Entonces saqué la pistola y disparé.

Yo estoy seguro de que se rió. ¡Se río de lo que yo estaba aguantando! Era demasiado. Me metía y me volvía a meter la fresa sobre el nervio. Con toda intención. Nadie me quitará esa idea de la cabeza. Me tomaba el pelo: «Que si eso lo aguantaba un niño.» ¿Acaso a ustedes no les han metido nunca esas ruedecillas del demonio en una muela careada? Debieran felicitarme. Yo les aseguro que de aquí en adelante tendrán más cuidado. Quizá apreté demasiado. Pero tampoco soy responsable de que tuviese tan frágil el gaznate. Y de que se me pusiera tan a mano, tan seguro de sí, tan superior. Tan feliz.

La hendí de abajo a arriba, como si fuese una res, porque miraba indiferente al techo mientras hacía el amor.

Ahí está lo malo: Que ustedes creen que yo no le hice caso al alto. Y sí. Me paré. Cierto que nadie lo puede probar. Pero yo frené y el coche se detuvo. En seguida la luz verde se encendió y yo seguí. El policía pitó y yo no me detuve porque no podía creer que fuera por mí. Me alcanzó en seguida con su motocicleta. Me habló de mala manera: «Que si por ser mujer creía que las leyes de tránsito se habían hecho para los que gastan pantalones.» Yo le aseguré que no me pasé el alto. Se lo dije. Se lo repetí. Y él que si quieres. Me solivianté: la mentira era tan flagrante que se me revolvió la sangre. Ya sé yo que no buscaba más que uno o dos pesos, o tres a lo sumo. Pero bien está pagar una mordida cuando se ha cometido una falta o se busca un favor. ¡Pero en aquel momento lo que él sostenía era una mentira monstruosa! ¡Yo había hecho caso a las luces! Además el tono: como sabía que no tenía razón se subió en seguida a la parra. Vio una mujer sola y estaba seguro de salirse con la suya. Yo seguí en mis trece. Estaba dispuesta a ir a Tránsito y a armar un escándalo. ¡Porque yo pasé con la luz verde! El me miró socarrón, se fue delante del coche e hizo intento de quitarme la placa. Se inclinó. No sé qué pasó entonces. ¡Aquel hombre no tenía ningún derecho a hacer lo que estaba haciendo! Yo tenía la razón. Furiosa, puse el coche en marcha, y arranqué…

Íbamos como sardinas y aquel hombre era un cochino. Olía mal. Todo le olía mal, pero sobre todo los pies. Le aseguro a usted que no había manera de aguantarlo. Además el cuello de la camisa, negro, y el cogote mugriento. Y me miraba. Algo asqueroso. Me quise cambiar de sitio. Y, aunque usted no se lo crea, ¡aquel individuo me siguió! Era un olor a demonios, me pareció ver correr bichos por su boca. Quizá lo empujé demasiado fuerte. Tampoco me van a echar la culpa de que las ruedas del camión le pasaran por encima.

Lo maté en sueños y luego no pude hacer nada hasta que lo despaché de verdad. Sin remedio.

Lo maté porque estaba seguro de que nadie me veía.

Lo maté porque me despertó. Me había acostado tardísimo y no podía con mi alma. «De un revés, zas, le derribé la cabeza en el suelo.» (Cervantes. Quijote I, 37).

– Un poquito más.

No podía decir que no. Y no puedo sufrir el arroz.

– Si no repite otra vez, creeré que no le gusta.

Yo no tenía ninguna confianza en aquella casa. Y quería conseguir un favor. Ya casi lo tenía en la mano. Pero aquel arroz…

– Un poco más.

– Un poquitín más.

Estaba empachado. Sentí que iba a vomitar. Entonces no tuve más remedio que hacerlo. La pobre señora se quedó con los ojos abiertos, para siempre.

¿Ustedes no han tenido nunca ganas de asesinar a un vendedor de lotería, cuando se ponen pesados, pegajosos, suplicantes? Yo lo hice en nombre de todos.

Hacía tres años que soñaba con ello: ¡estrenaba traje! Un traje clarito, como yo lo había deseado siempre. Había estado ahorrando, peso a peso, y, por fin, lo tenía. Con sus solapas nuevecitas, su pantalón bien planchado, sus valencianas sin deshilachar… Y aquel tío grande, sordo, asqueroso, quizá sin darse cuenta, dejó caer su colilla y me lo quemó: un agujero horrible, negro, con los bordes color café. Me lo eché con un tenedor. Tardó bastante en morirse.

Lo maté porque, en vez de comer, rumiaba.

No hice más que rozarla. Se revolvió hecha una fiera. ¡Total por un estregón de nada! Y, además, no valía la pena, blandengucha. Quizá por eso se indignó tanto. Yo no lo iba a consentir. Se agolpó la gente. Yo empecé a bofetadas. Si aquel pequeñito cayó bajo un camión que pasaba nada tengo que ver con eso.

Era tan feo el pobre, que cada vez que me lo encontraba, parecía un insulto. Todo tiene su límite.

Estábamos en el borde de la acera, esperando el paso. Los automóviles se seguían a toda marcha, el uno tras el otro, pegados por sus luces. No tuve más que empujar un poquito. Llevábamos doce años de casados. No valía nada.

Tenía un forúnculo muy feo. Con la cabeza gorda, llena de pus. El médico aquel -el mío estaba de vacaciones- me dijo:

– ¡Bah! Eso no es nada. Un apretón y listos. Ni siquiera lo notará.

Le dije que si no quería darme una inyección para mitigar el dolor.

– No vale la pena.

Lo malo es que al lado había un bisturí. Al segundo apretujen se lo clavé. De abajo arriba: según los cánones.

¿Usted no ha matado nunca a nadie por aburrimiento, por no saber qué hacer? Es divertido.

Estaba leyéndole el segundo acto. La escena entre Emilia y Fernando es la mejor: de eso no puede caber ninguna duda, todos los que conocen mi drama están de acuerdo. ¡Aquel imbécil se moría de sueño! No podía con su alma. A pierna suelta, se le iba la morra al pecho, como un badajo. En seguida volvía a levantar los ojos haciendo como que seguía la intriga con gran interés, para volver a transponerse, camino de quedar como un tronco. Para ayudarle lo descabecé de un puñetazo; como dicen que algún Hércules mató bueyes. De pronto me salió de adentro esa fuerza desconocida. Me asombró.

¡Que se declare en huelga ahora!

Lo maté porque me dieron veinte pesos para que lo hiciera.

Aquel actor era tan malo, tan malo que todos pensaban -de esto estoy seguro-: «que lo maten». Pero en el preciso momento en que yo lo deseaba cayó algo desde el telar y lo desnucó. Desde entonces ando con el remordimiento a cuestas de ser el responsable de su muerte.

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