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Resultado: Nulo.

Observaciones: Caso único. Recalcitrante. Sin precedentes.

Desde el decimoquinto día me abrumó. El diagnóstico era clarísimo. Sin que cupiese duda alguna. Al fracasar la penicilina ensayé desesperadamente toda clase de otros remedios: no sabía por dónde salir. Me trajo de cabeza, de día y de noche, semanas y semanas, hasta que le administré una dosis de cianuro potásico. La paciencia -aun con los pacientes- tiene un límite.

Soy maestro. Hace diez años que soy maestro de la Escuela Primaria de Tenancingo, Zac. Han pasado muchos niños por los pupitres de mi escuela. Creo que soy un buen maestro. Lo creía hasta que salió aquel Panchito Contreras. No me hacía ningún caso, ni aprendía absolutamente nada: porque no quería. Ninguno de los castigos surtía efecto. Ni los morales, ni los corporales. Me miraba, insolente. Le rogué, le pegué. No hubo modo. Los demás niños empezaron a burlarse de mí. Perdí toda autoridad, el sueño, el apetito, hasta que un día ya no lo pude aguantar, y, para que sirviera de precedente, lo colgué del árbol del patio.

Salimos a cazar patos silvestres. Me agazapé en el tollo. ¿Qué me empujó a apuntar a aquel hombre rechonchito y ridículo, con sombrero tirolés, con pluma y todo?

El Oficial Mayor de la Unión de Autores Cinematográficos me devolvió amablemente mi manuscrito:

– Lo siento mucho, señor, pero la comisión de registro ha dictaminado que su argumento no se puede aceptar porque su historia es idéntica a otra que registró hace un mes el señor Julio Ortega.

– No es posible. ¡Esta historia se me ha ocurrido a mí! ¡Es mía!

– Según dicen, sólo varía el título y unos pequeños detalles.

Era imposible. Era una historia muy buena, completamente original. Seguramente le habría gustado a alguno de los componentes de esa misteriosa comisión, y decidió apropiársela. Apuré mi paciencia:

– ¿Puedo ver el argumento del señor Ortega?

Me lo tendió y lo hojee. Efectivamente, los dos asuntos eran muy semejantes. ¡Pero era imposible que se le hubiese ocurrido a él! ¡Aunque lo hubiera registrado antes que yo! ¡Así lo escribiese antes que yo! ¡La idea era mía y nada más que mía! ¡Era un robo!

Así lo dije, así lo grité. No lo quisieron comprender. No acertaron a darse cuenta de que el tiempo no importa absolutamente nada para las ideas. Muy pocas gentes saben lo que es poesía: la confunden con la historia, con la historia falsa que inventan para satisfacer sus mezquinas necesidades. Yo vi cómo cuchicheaban, sonreían. ¡Botarates! ¡Hasta me sonrojé! No me pongo colorado más que cuando me achacan algo falso. Se me revolvieron las tripas.

Entonces entró el señor Ortega. Era un hombre completamente vulgar, a quien evidentemente no se le podía haber ocurrido aquella idea: la frente estrecha, la panza grande; con tipo de carnicero. Lo hice con la plegadera, pero lo mismo hubiera podido ser el pisapapeles. Sangró como un cochino.

Soy un hombre exacto, nunca llego tarde a una cita. Es mi hobby. Y tenía una cita. Tenía una cita y tenía hambre. La cita era muy importante. Pero aquel camarero tardó tanto, tanto en servirme, y yo tenía tanta, tanta prisa y me contestó de una manera tan lánguida, tan sin querer comprender la prisa que me reconcomía, que no tuve más remedio que darle en la cabeza. Ustedes dirán que fue desproporcionado. Pero, hagan la prueba: entre plato y plato tardó exactamente diecisiete minutos. ¿Ustedes se dan cuenta lo que son, uno tras otro, diecisiete minutos de espera, viendo correr la aguja del reloj, viendo cómo el minutero da vueltas y más vueltas? Y la cita, haciéndose imposible. Lo malo, desde luego, que no se defendió. No quiero recordarlo.

Era imbécil. Le di y expliqué la dirección tres veces, con toda claridad. Era sencillísimo: no tenía sino cruzar la Reforma a la altura de la quinta cuadra. Y las tres veces se embrolló al repetirla. Le hice un plano clarísimo. Se me quedó mirando, interrogante:

– Pos no sé.

Y se alzó de hombros. Había para matarlo. Lo hice. Si lo siento o no, es otro problema.

Aquella señora sacaba a pasear su perro todas las mañanas y todas las tardes, a la misma hora. Era una mujer vieja y fea y evidentemente mala. Eso se notaba a primera vista. Yo no tengo gran cosa que hacer y me gusta aquella banca. Aquella banca, y ninguna otra. Evidentemente lo hacía adrede: aquel perrillo indecente era el animal más horrible que se haya podido inventar. Alargado, con pelos por todas partes. Me olía, reprobándome, cada día. Luego se ensuciaba en mis propias narices. La vieja le llamaba con todos los diminutivos posibles: cariñito, reyecito, emperadorcito, angelito, hijito.

Estuve pensándolo durante más de medio minuto. Al fin y al cabo el animal no tenía ninguna culpa. Estaban construyendo una casa a dos pasos de allí, y habían dejado un fierro al alcance de mi mano. Le di a la vieja con todas mis fuerzas, y si no es porque tropecé y caí, al atravesar la calle, nadie me hubiera alcanzado.

Le pedí el Excélsior y me trajo El Popular. Le pedí Delicados y me trajo Chesterfield. Le pedí una cerveza clara y me la trajo negra. La sangre y la cerveza, revueltas, por el suelo, no son una buena combinación.

Hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba. Y venga hablar. Yo soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar. Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres meses. Además hubiese sido muy capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las palabras por dentro.

No me puedo cambiar de piso. No tengo dinero. Además allí falleció mi mamá y soy un sentimental. Pero ustedes no saben lo que es una sinfonola. Un monstruo que atraviesa las paredes desde las siete de la mañana hasta las cinco de la madrugada. Ustedes no saben lo que es eso. El mismo tango, la misma canción. Horas y horas, sin dejarlo a uno dormir, sin dejarlo a uno comer, sin dejarlo a uno de la mano. Comer tango, beber canción, y no dormir; o tener el sueño roto, atravesado, retorcido por una sinfonola. ¡Ay, monstruo verde, amarillo y rojo! Me quejé; escribí, envié instancias a todas las autoridades habidas y por haber. No me hicieron el menor caso. Compré una bomba de mano a un militar amigo mío. Siento mucho la suerte del cantinero, sobre todo ahora que sé que era huérfano de padre y madre. Yo espero que mi mamacita me lo perdone. Lo hice por ella: no me puedo mudar de casa.

Sucedió así: Estaban casados hacía cuarenta y seis años. Los hijos se les casaron, y se fueron; otros se quedaron a medio camino. Cayeron en los perros. Tuvieron siete, a lo largo de casi un cuarto de siglo. (Tenían una casa vieja, húmeda, larga y estrecha, con olor a albañal, que no percibían, oscura.) Ninguno de los canes les llegó tanto al corazón como Julio, un faldero blanco y sucio, cariñoso en extremo, que se pasaba el día lamiéndoles cuanto alcanzaba. Dormía a los pies de la cama y, tan pronto como asomaba la primera claridad descolorida, subía a despertarlos, a lengüetazos. Un día, le entraron celos a la vieja: creyó que el perro prefería a su cónyuge. Calló, padeció, trató de atraer al can con triquiñuelas y golosinas; pero Julio siguió lamiendo a su esposo en primer lugar y, sin duda, con predilección. La mujer envenenó, lentamente, a su marido. Se dijo que el perro murió el mismo día que el viejo, pero fue licencia poética: le sobrevivió tres años, para mayor felicidad de la buena señora.

Me sacó siete veces seguidas a bailar. Y no valían argucias: mis padres no me quitaban ojo. El imbécil no tenía la menor idea de lo que era el compás. Y le sudaban las manos. Y yo tenía un alfiler, largo, largo.

Lo maté porque tenía una pistola. ¡Y da tanto gusto tenerla en la mano!

Errata

Donde dice:

La maté porque era mía. Debe decir:

La maté porque no era mía.

Hacía un frío de mil demonios. Me había citado a las siete y cuarto en la esquina de Venustiano Carranza y San Juan de Letrán. No soy de esos hombres absurdos que adoran el reloj reverenciándolo como una deidad inalterable. Comprendo que el tiempo es elástico y que cuando le dicen a uno las siete y cuarto, lo mismo da que sean las siete y medía. Tengo un criterio amplio para todas las cosas. Siempre he sido un hombre muy tolerante: un liberal de la buena escuela. Pero hay cosas que no se pueden aguantar por muy liberal que uno sea. Que yo sea puntual a las citas no obliga a los demás sino hasta cierto punto; pero ustedes reconocerán conmigo que ese punto existe. Ya dije que hacía un frío espantoso. Y aquella condenada esquina está abierta a todos los vientos. Las siete y media, las ocho menos veinte, las ocho menos diez. Las ocho. Es natural que ustedes se pregunten que por qué no lo dejé plantado. La cosa es muy sencilla: yo soy un hombre respetuoso de mi palabra, un poco chapado a la antigua, si ustedes quieren, pero cuando digo una cosa, la cumplo. Héctor me había citado a las siete y cuarto y no me cabe en la cabeza el faltar a una cita. Las ocho y cuarto, las ocho y veinte, las ocho y veinticinco, las ocho y media, y Héctor sin venir. Yo estaba positivamente helado: me dolían los pies, me dolían las manos, me dolía el pecho, me dolía el pelo. La verdad es que si hubiese llevado mi abrigo café, lo más probable es que no hubiera sucedido nada. Pero esas son cosas del destino y les aseguro que a las tres de la tarde, hora en que salí de casa, nadie podía suponer que se levantara aquel viento. Las nueve menos veinticinco, las nueve menos veinte, las nueve menos cuarto. Transido, amoratado. Llegó a las nueve menos diez: tranquilo, sonriente y satisfecho. Con su grueso abrigo gris y sus guantes forrados:

– ¡Hola, mano!

Así, sin más. No lo pude remediar: lo empujé bajo el tren que pasaba. Triste casualidad.

Me gusta el menudo. Nada me gusta tanto como el menudo. ¿Hay algo más sabroso? ¿O no? A los nueve años ya se tiene conocimiento de eso. Y ese niño diciendo que no, y que no. Que no le gustaba. ¡Si ni siquiera lo había probado! Y molía, insistiendo, cerrada la boca, los labios apretados, penduleando la cabeza a derecha e izquierda.

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