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Mientras hablábamos y bebíamos me pregunté por qué me sentía cómodo con ese hombre tan distinto de mí, cómo era posible que una persona de mi edad descubriera un estilo de amistad que transitaba caminos distintos. Tengo conciencia de estar explorando ciertos límites y te aseguro que me investigué honestamente para tratar de descubrir en mí, inútilmente, algún tipo de interés sexual en el pobre Alberto. Quizás sólo buscaba una grieta en su conversación, una excusa, un refugio para hablar de vos, para preguntarle si te recordaba, si nos recordaba.

Nunca conociste a mis amigos, a nadie que tuviera que ver conmigo. Tus precauciones me volvían loco. Pero cómo saber si de otro modo te hubiera deseado tanto, durante tanto tiempo. Nuestra relación podría haber evolucionado hacia la ternura, hacia el hábito, hacia el amor, y en cambio, gracias a tu riguroso concepto de la clandestinidad, se mantuvo siempre igual a sí misma, sostenida milagrosamente en el deseo a través de los años.

Tengo costumbres de viejo solterón, ahora. Las reuniones de los lunes, por ejemplo: ese grupo heterogéneo de varones que se reúne a cenar una vez por semana en el Zeppelin. Unos se conocen por razones de trabajo, otros son amigos de los socios fundadores y se vieron por primera vez allí. Yo no pertenezco al elenco estable, es demasiado caro ir todas las semanas y me fatiga la necesidad de sostener los viejos juegos adolescentes, las bromas sexuales físicas, verbales, constantes, las jactancias, las soterradas luchas por el poder, esa necesidad de establecer jerarquías que suele darse entre los hombres.

A pesar del extraño episodio de Margot, ese estilo de enfrentamiento estaba ausente en la relación que empezaba a entablar con Romaris. Creo que se parece, en todo caso, a la amistad de un hombre con una mujer a la que no desea, aunque quizás sea deseado por ella.

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