Papá abrió los ojos aterrados y empezó a jadear, como si estuviera en una crisis de dolor agudo. Cuando mi mujer iba a tener a nuestro primer hijo, asistió a un curso donde le enseñaban a jadear. Después del parto, se reía: como si jadear fuera voluntario, me decía. Como si cuando el dolor viene y te atrapa y te clava las uñas pudieras hacer otra cosa que jadear.
Pero el jadeo de mi padre pasó rápidamente y el cuerpo abandonado sobre la cama volvió a emitir esos lamentos largos, huecos, dolorosos.
Llamé a una enfermera y le pedí un calmante. Trajo una pastilla y un vaso de agua. Le hizo levantar la cabeza para ayudarlo a tragar. Mi padre seguía suplicando por una inyección con una angustia que escapaba a todo razonamiento.
– Voy a buscar a un médico -le dije a Cora. -Hace lo que se te dé la gana -me contestó Cora-. Cómo se ve que no venís todos los días.
Cuando entró el médico mi padre dejó por un momento de ser un pedazo de carne sufriente y su cara tomó una expresión humana.
– Déme algo, doctor. Soy un hombre viejo, no quiero sufrir. Usted es un hombre mayor también, sálveme. Sáqueme del dolor. Déme una inyección.
El médico parecía muy solvente, compenetrado con su papel, un actor que había representado la misma obra durante muchos años recibiendo siempre el aplauso de los públicos más variados.
– Señor Kollody -le dijo, mirando el apellido en la planilla-, le hemos dado un calmante fuerte. Por boca tarda algo más, pero resulta igualmente efectivo.
No supe si mi padre no lo había oído, o no quería escucharlo.
– Usted puede hacer que me den una inyección.
– Por Dios -le dije al médico en voz baja-. ¡Consígale una inyección de cualquier cosa, una inyección de agua, de suero, de lo que sea!
– No te metas -dijo Cora-. El doctor sabe lo que hace. ¡Confía una vez en alguien!
– Lo que tomó lo va a ayudar, señor Kollody -le dijo el médico a mi padre-. Usted tiene que creerme, eso es lo importante.
– Yo le creo, doctor. Póngame una mano sobre la frente. Así. Quédese un momento conmigo. Si usted está aquí, me siento mejor, lo necesito.
Papá desplegaba su seducción inútilmente. El médico parecía más apurado que conmovido. En cuanto consiguió desprenderse de mi padre, se despidió y se fue.
– Sáquenme, por favor, por lo que más quieran, sáquenme, todavía me puedo salvar si me sacan de aquí -dijo papá, antes de volver a sumergirse en el dolor.
– Después hablamos -dijo Cora-. Ahora vamos a tomar el té con mamá. Todavía no conoces el comedor, vas a ver qué lindo.