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Encontré café, azúcar y un tarro de leche en polvo. Cora se fue a lavar la cara y las manos. El polvo mugriento que se desprendía de todas las cosas nos hacía picar la nariz y se adhería a las yemas de los dedos incrustándose en las huellas digitales. Tomamos café con leche en la cocina. -Ahora se hace el que le duele -insistió Cora-. No aguanta que mamá se le acerque, pero las enfermeras la peinan, le ponen colorete y se la mandan igual, les da ternura pensar en dos viejitos unidos tantos años. Tenes que ver cómo la putea. Se hace todo el tiempo el que le duele pero a mí no me engaña más.

Cuando éramos adolescentes, papá solía robarle a Cora la billetera de la cartera para demostrarle que era una descuidada. Ella salía de casa con las monedas para el colectivo en la mano, sin fijarse si tenía la billetera o no, y de golpe, cuando quería volver, se encontraba en la calle, lejos, sin un centavo, sin documentos. Y sabía que había sido él: nadie más era capaz de robarle la billetera con tanta maña.

– ¿Qué le duele? -pregunté-. ¿Es la herida? -Qué sé yo si es la herida. La cintura, los huesos. No encuentra posición. -¿Le dan calmantes?

– Algo le darán, ¿no? Yo no creo que necesite calmantes. Lo que quiere es tenerme ahí, nada más, de noche y de día. Por suerte no dejan quedarse. -¿Pero estuviste yendo mucho? -No dejan, pero soborné a los guardias de la entrada y me arreglé con las enfermeras. Estuve yendo de noche y de día: no se lo puede dejar solo. Pero a mí no me engaña, no le duele, es mentira. Mira si no voy a reconocerle los quejidos, justo yo.

En la época en que Cora trabajaba y se fue a vivir sola, papá la llamaba por teléfono todos los días a las seis y media de la mañana para que no se quedara dormida. Cierta vez, cuando Cora atendió el teléfono, del otro lado se escucharon unos gemidos horrendos, entre llanto y grito, los espasmos de un bebé bajo tortura, la voz estrangulada de alguien que ha sido gravemente herido y trata de comunicar, con desesperación, un mensaje urgente que no está en condiciones de articular. La primera vez el despertar fue tan espantoso que Cora, aterrada, después de tratar de obtener una respuesta más clara, terminó uniendo su propio grito de horror a los que venían del otro lado de la línea. Al rato llamaba papá riéndose: ésa era su idea de una broma. Después de la primera vez, Cora no se asustó más. Dejaba el teléfono descolgado. Pero sabía que en cuanto colgara -no siempre, no a horas fijas, no todos los días, pero en cualquier momento, a cualquier hora del día o de la noche- estaría expuesta a las bromas de papá, que incluían, además de los gritos siempre distintos, jadeos y amenazas en voz susurrante y distorsionada. Era para recordarle los peligros de vivir sola, decía papá: para que estuviera siempre alerta, para que no le abriera la puerta a cualquiera así nomás.

– ¿Pero cómo sabes que finge? -le pregunté. Yo lo había visto a papá bastante mal la última vez que estuve con él. Ese color de la piel, ese sudor frío no eran fáciles de fingir.

– ¡A papá no le duele nada porque no le puede doler! ¿No te das cuenta de que no siente nada? -Entonces, está en condiciones de irse. -¿Estás loco? ¡Está grave! ¿Qué vamos a hacer con él? ¿Dónde lo vamos a esconder? Habría que montarle un hospital con tres turnos de enfermeras, gente fuerte que lo pueda mover, sigue siendo grande y pesado.

– ¿Hablaste o no hablaste con la enfermera? -Hablé con la gerenta de la Casa, es una persona muy inteligente, perceptiva. Ella tuvo a su propia madre internada, nos entiende. Y dice lo mismo que yo, que no le duele, enseguida se dio cuenta de cómo es papá.

Recordé los anteojos de carey y esa sonrisa de rumiante, las muelas chatas, la intolerable alegría.

– ¿Entonces no le dan calmantes?

– Pero sí, algo le dan igual, aunque todos sepan que está fingiendo. No se les puede dar cualquier cosa a los viejitos. La gerenta me estuvo explicando el problema de los efectos secundarios.

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