A mamá le permiten deambular libremente, como a otros locos inofensivos. Es posible que con el tiempo llegue a diferenciar a los parkinsonianos de los Alzheimer: por el momento todos me parecen igualmente aterradores. Ni siquiera es necesario verles los ojos: a los enfermos mentales se los reconoce desde lejos, por la postura del cuerpo.
Mamá sonríe con un gesto de felicidad que me compromete. Pero enseguida mira a su alrededor más furiosa que asustada.
– Se creen que mi casa es un hotel -me dice en secreto-. ¡Pero en un hotel se paga! Toda esta gente está aquí sin darme nada, ni un centavo. Comen y duermen completamente gratis.
Entramos a la habitación donde está mi padre, separado de los demás porque sigue necesitando cuidados médicos. Las heridas de la segunda operación se cierran lentamente. Lo veo desmejorado, con un color feo en la piel, triste. Por primera vez tiene miedo en los ojos. Aunque su voz fuerte y dura como siempre lo quiera desmentir.
– Recién viniste y ya te querés escapar. Tenes preparada una buena excusa para irte rápido. Decímela ahora así no perdemos tiempo.
– No tengo apuro, me quedo -miento yo.
¿Por qué tiene que saberlo todo? Sobre todo, ¿por qué tiene que decirlo?
– Acércate, te quiero hablar.
– Pónete el audífono, no se puede hablar si no escuchas.
El audífono está sobre la mesa de luz, no quiero acercarme para gritarle en la oreja, no quiero respirar su olor a enfermedad, muerte, vejez, desinfectante y sangre seca.
– No creas que estoy tan sordo, dijiste pónete el audífono no se puede hablar si no escuchas.
– Papá, estás más sordo que una tapia, no quiero gritar.
– Dijiste papá estás más sordo que una tapia no quiero gritar. Te escucho perfectamente.
– Me remurcia el talido de las lacianas.
– Dijiste si no te pones el audífono me voy. Está bien, alcánzamelo.
En cierto modo, eso es exactamente lo que yo dije. Lo ayudo a ponerse el maldito audífono, que le molesta. Yo mismo estoy empezando a quedarme sordo con pocas ilusiones: los audífonos se acoplan, zumban, son incómodos.
– Eh, hijito, tengo mucho miedo, dame la mano, me duele.
– ¿Te duele la herida?
– No sé. Me duele. La columna, los huesos. Me duele todo. Acércate, quiero decirte algo importante. En el oído. Pero teneme fuerte la mano, eso alivia.
Mamá mira la escena con expresión de curiosidad. Obligarlo a usar el audífono no me sirvió de nada. Otra vez me está haciendo agacharme para acercarme a su boca. Mientras papá me habla al oído, mamá se acerca, le toma la otra mano y tironea para sacarle la alianza. Papá me dice que tiene un plan para salir de la Casa, que va a ser fácil, que Cora ya está al tanto. Me indica disimuladamente cuál es la enfermera a la que tengo que darle el dinero: una mujer joven, morocha, con un lunar peludo que le afea la cara. En cuanto me sienta un poco mejor, dice papá, en cuanto pueda caminar, nos vamos a escapar los dos, y no se refiere a mi madre sino a mí, como dando por sentado que también yo estoy encerrado con él.
Mamá ha logrado quitarle la alianza y me la entrega.
– Lee vos, que tenes buena vista.
Yo no tengo buena vista pero no necesito ponerme los anteojos para saber lo que dice desde siempre en el anillo.
– Es la alianza de papá -le digo-. Aquí dice los nombres de los dos y la fecha en que se casaron.
– Leíste mal: dice la fecha de compromiso. Pero no creas que estoy triste porque se fue, estoy contenta. Yo misma lo eché esta mañana, me cansé de aguantar, le dije que no vuelva nunca más.
Mamá me mira con su mejor sonrisa, por primera vez en mucho tiempo tiene una expresión de alegría. Debe ser la medicación.
Mi padre no está dispuesto a compartir el control de sus bienes mientras esté vivo. No pudo evitar que la Casa le incaute la vivienda, pero se cuida mucho de que sus hijos pongan las manos en el resto de la herencia. Hace bien, supongo. Por eso confía con tanta seguridad en nuestra ayuda para salir de aquí. Como suele suceder, la mayor parte de su dinero -esa fortuna que Cora y yo imaginamos, cuyo monto real desconocemos- está oculta a la voracidad del Estado: plata negra. Sólo su certificado de defunción en manos de cierto abogado nos abrirá las llaves del supuesto tesoro.
Un extraño grito de alegría interrumpe la escena familiar. Es una mujer baja, muy gorda de la cintura para abajo, sin el uniforme de las enfermeras, con la ropa ajustada. Usa una sonrisa que lleva puesta exactamente igual que los anteojos. Tiene la boca grande y los dientes achatados, todos de la misma altura, como si le hubieran limado los colmillos para evitar una forma benigna del prognatismo. Dentadura de rumiante, sonrisa de vaca, ojos inteligentes.
– ¡Qué divina!- vuelve a decir la mujer en tono más bajo-. ¡Es la abuelita de los cuentos! ¿Cómo está mi linda, mi preciosa, mi abuelita de los cuentos?
Y pasa una mano pesada por el pelo blanco de mamá. En efecto, no lo había notado antes, pero han peinado a mamá con un rodete alto que la hace parecer la abuela de Caperucita. La mujer es la gerenta de la Casa.
– ¿Y cómo está hoy mi quejoso preferido? -le dice a papá.
– Quiero café -dice papá.
La mujer me mira, sin abandonar la sonrisa ni por un momento.
– ¿No le dieron café de malta?
– ¡Quiero café! -insiste él.
– El café le hace mal a la gente mayor.
– En el hospital el médico me dejaba comer lo que se me daba la gana, lo que me traían mis hijos. Café, azúcar, carne, sal, comida de verdad.
– Aquí lo vamos a cuidar mucho mejor que en el hospital, mi amor. A ellos no les importaba nada de usted, a nosotros sí. Aquí no le vamos a dar nada que le haga mal.
El estado de mi padre me preocupa. En los pocos días que lleva en la Casa, parece haberse agravado. Salgo de la habitación con la gerenta. Quisiera hablar con alguno de los médicos. La mujer percibe que mi angustia es auténtica y se saca la sonrisa como sí se sacara los anteojos.
– No se preocupe, querido, quédese tranquilo -me asegura-. Aquí no vamos a dejar que su papá se muera.
Y se pone otra vez la sonrisa con montura de plástico imitación carey.