Volví a recordar el aspecto del cadáver: había sentido miedo y asco cuando era solamente un vecino asesinado por los vándalos. Ahora, convertido en una imagen fotográfica en el archivo de mi memoria, me pareció casi atractivo: un interesante desafío profesional.
Romaris parecía mareado, descompuesto. Margot le ofreció compartir nuestra cena en penumbras pero no quiso. Usaba el mismo traje azul con que lo había visto esa mañana, todavía con el arma en la mano, pero ahora estaba manchado y arrugado. Me ofreció una cifra demasiado alta. Pensé que después de una noche de buen sueño se iba a arrepentir. Preferí dejar el trato para el día siguiente y quise acompañarlo hasta la puerta de su departamento, que había hecho blindar y colocar otra vez en sus goznes enseguida después del ataque.
– Ernesto lo acompaña, vaya tranquilo que se lo presto. Usted se siente mal. Tiene que dormir -le dijo Margot, con esa afectuosa solicitud que usamos para sacarnos de encima el dolor ajeno.
De golpe el hombre se dio vuelta y se aferró a mi hombro.
– Usaba ortodoncia -me dijo-. Le molestaba mucho para comer y a la noche le dolía, pero yo lo obligaba a usar el aparato. Quería que tuviera los dientes parejos.
A continuación vomitó sobre mi camisa.
Eran una pareja, después de todo, en eso no te habías equivocado. No tendría que haberlo dejado dormir en casa, pero el pobre hombre tenía miedo y yo también. Sobre todo me dio pena y prometió lavarme la camisa. Le pedí a Margot que se fuera, quería encerrarme en mi pieza y dormir.
Saqué el colchón de las visitas y lo instalé a Romaris, Alberto, en el living, con una lámpara a pilas. Le dejé el televisor, por si volvía la electricidad pero no el sueño. Pensé en usar el chip de censura para el Canal de los Suicidas pero no lo hice, un hombre adulto tiene derecho a mirar cómo se suicida el prójimo y hasta a imitarlo si se le da la gana.
Yo nunca pensé en matarme. En cambio, en momentos en que el dolor era tan fuerte que nada me importaba mucho, hice algo con lo que había fantaseado desde chico. Una madrugada bajé los seis pisos desde mi departamento descolgándome con cuidado, atado a una soga, de un balcón al otro. Al día siguiente tenía inflamadas y doloridas las articulaciones de los brazos, las palmas desolladas y un derrame cerca de la axila derecha, por un desgarro muscular que en el momento, en la pasión del riesgo y el vértigo, casi no me había dolido.
Así festejé tu partida. En la confusión de mi pena se abría paso una sensación de halago; la elección, la decisión imposible era entre ese otro hombre y yo. Tu marido ya no existía, no contaba. Siempre consideré ese descenso salvaje -sentía el viento pero no el miedo- como un acto de vida, un relámpago en la niebla que me aturdía.