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Así era Lilian, así era la mujer a la que me puse a seguir desde el sueño de Remedios Varo, la gran pintora catalana, hasta el sueño de las calles terminales del DF en donde siempre pasaban cosas que parecían susurrar o gritar o escupirte que allí nunca pasaba nada.

Y así me vi otra vez en el café Quito en 1973 o tal vez en los primeros meses de 1974 y vi llegar a Lilian a través del humo y de las luces trazadoras del café a las once de la noche, y ella llega, como siempre, envuelta en humo, y su humo y el humo del interior del café se contemplan como arañas antes de fundirse en un solo humo, un humo en donde prima el olor a café pues en el Quito hay una tostadora de café y además es uno de los escasos lugares de la avenida Bucareli en donde tienen una máquina italiana para hacer café express.

Y entonces mis amigos, los poetas jóvenes de México, sin levantarse de la mesa la saludan, dicen buenas noches, Lilian Serpas, qué hubo, Lilian Serpas, incluso los más atontados dicen buenas noches, Lilian Serpas, como si mediante el acto de saludarla una diosa bajara de las alturas del café Quito (en donde dos jóvenes obreros intrépidos se afanan en un equilibrio que no puedo sino considerar precario) y les colgara del pecho la medalla de honor de la poesía, cuando lo que en realidad sucede (pero esto yo sólo lo pienso, no lo digo) es que al saludarla así, de esa manera, lo único que están haciendo es poner sus jóvenes y atontadas cabezas en la mesa del verdugo.

Y Lilian se detiene, como si oyera mal, y busca la mesa en donde están ellos (y en donde estoy yo) y al vernos se acerca a saludar y de paso a tratar de vender alguna de sus reproducciones y yo miro para otro lado.

¿Por qué miro para otro lado?

Porque conozco su historia.

Así que miro para otro lado mientras Lilian, de pie o ya sentada, saluda a todo el mundo, generalmente más de cinco poetas jóvenes abigarrados alrededor de una mesa, y cuando me saluda a mí yo dejo de mirar el suelo y vuelvo la cabeza con una lentitud exasperante (pero es que no puedo hacerlo más rápido) y le doy, obediente, las buenas noches yo también.

Y así pasa el tiempo (Lilian no intenta vendernos ningún dibujo porque sabe que nosotros no tenemos dinero ni ganas de comprar, pero le permite a quien lo desea echarles una mirada a las reproducciones, curiosas reproducciones, hechas no de cualquier manera sino en una imprenta y en papel satinado, lo que dice algo, al menos, respecto a la singular disposición mercantil de Carlos Coffeen Serpas o de su madre, ermitaños o mendigos, pero que en un momento de inspiración que prefiero no imaginármelo deciden vivir exclusivamente de su arte) y poco a poco la gente comienza a marcharse o a cambiarse de mesa, pues en el Quito, a cierta hora de la noche, quien más, quien menos, todo el mundo se conoce y todos desean hablar, al menos unas palabras, con sus conocidos. Y así, náufraga en medio de una rotación incesante, en determinado momento me quedo sola mirando mi taza de café medio llena y al momento siguiente (pero casi sin transición) una sombra esquiva, que de tan esquiva parece concitar sobre sí todas las sombras del café, como si su campo gravitatorio sólo atrajera a los objetos inertes, se desplaza hasta mi mesa y se sienta junto a mí.

¿Cómo estás, Auxilio?, dice el fantasma de Lilian Serpas.

Aquí no más, le digo yo.

Y es entonces cuando el tiempo vuelve a detenerse, imagen trillada donde las haya pues el tiempo o no se detiene nunca o está detenido desde siempre, digamos entonces que el contínuum del tiempo sufre un escalofrío, o digamos que el tiempo abre las patotas y se agacha y mete la cabeza entre las ingles y me mira al revés, unos centímetros tan sólo más abajo del culo, y me guiña un ojo loco, o digamos que la luna llena o creciente o la oscura luna menguante del DF vuelve a deslizarse por las baldosas del lavabo de mujeres de la cuarta planta de la Facultad de Filosofía y Letras, o digamos que se levanta un silencio de velatorio en el café Quito y que sólo escucho los murmullos de los fantasmas de la corte de Lilian Serpas y que no sé, una vez más, si estoy en el 68 o en el 74 o en el 80 o si de una vez por todas me estoy aproximando como la sombra de un barco naufragado al dichoso año 2000 que no veré.

Sea lo que sea, algo pasa con el tiempo. Yo sé que algo pasa con el tiempo y no digamos con el espacio.

Yo presiento que algo pasa y que además no es la primera vez que pasa, aunque tratándose del tiempo todo pasa por primera vez y aquí no hay experiencia que valga, lo que en el fondo es mejor, porque la experiencia generalmente es un fraude.

Y entonces Lilian (que es la única indemne en esta historia, porque ella ya lo ha sufrido todo) me pide, una vez más, el primer y el último favor que me va a pedir en toda su vida.

Dice: es tarde. Dice: qué linda estás, Auxilio. Dice: a menudo pienso en ti, Auxilio. Y yo la observo y observo el techo del café Quito en donde los dos jóvenes soñolientos siguen trabajando o haciendo como que trabajan subidos en un andamio pésimamente construido y luego la vuelvo a observar a ella, que habla no mirándome a la cara sino mirando su vaso grande y grueso de café con leche, mientras escucho por un oído sus palabras y por el otro los gritos que los habituales del café Quito dirigen a los jóvenes del andamio, frases que constituyen un ritual de iniciación masculina, colijo, o frases que pretenden ser cariñosas pero que sólo son premonitorias de un desastre que no sólo arrastrará a la pareja de pintores de brocha gorda (o fontaneros o electricistas, no lo sé, yo sólo los vi, yo todavía los veo mientras la luna cruza enloquecida cada una de las baldosas del lavabo de mujeres como si esa singladura contuviera toda la subversión posible, y eso me espanta) sino también a ellos, los vociferantes, los que aconsejan, nosotros.

Y entonces Lilian dice: tienes que ir a mi casa. Dice: yo no puedo ir esta noche a mi casa. Dice: tienes que ir tú por mí y decirle a Carlos que mañana volveré temprano. Y lo primero que se me ocurre es negarme de plano. Pero entonces Lilian me mira a la cara y me sonríe (ella no se tapa la boca cuando habla, como yo, ni cuando sonríe, aunque debería hacerlo) y yo me quedo sin palabras, porque estoy delante de la madre de la poesía mexicana, la peor madre que la poesía mexicana podía tener, pero la única y auténtica al fin y al cabo. Entonces digo que sí, que iré a su casa si me da la dirección y si no es muy lejos y que le diré a Carlos Coffeen Serpas, el pintor, que su madre aquella noche la pasará afuera.

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