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II BOQUITAS AZULES, VIOLÁCEAS, NEGRAS

NOVENA ENTREGA

…Si fui flojo, si fui ciego,

sólo quiero que comprendas

el valor que representa

el coraje de querer.

Alfredo Le Pera

RECAPITULACIÓN: A su regreso de Cosquín, Juan Carlos Etchepare en vano intentó ver a María Mabel Sáenz, pues la joven se ausentó, no sin antes pedir permiso al Consejo Escolar. La licencia le fue inmediatamente acordada, con goce de sueldo. Sus padres la despidieron en la estación ferroviaria y permanecieron en el andén hasta que el tren se perdió de vista, rumbo a Buenos Aires. Conversaciones entre el Dr. Malbrán y el Intendente Municipal decidieron poco después la suerte de Juan Carlos: el joven no estaba en condiciones de volver al trabajo y tampoco se le podía prolongar la licencia. Sin más fue dejado cesante y este hecho tuvo una rápida repercusión en el hogar de Nélida Enriqueta Fernández, donde se oyeron entre otras las siguientes acusaciones: «-¡Yo como padre de Nené tengo derecho a hacerle esas preguntas!», «-¡Si usted no puede volver a su trabajo es porque no está bien!», «-¡¿Cómo tiene el coraje de acercarse a mi hija si no está sano?!», «-¿No tiene conciencia usted? ¿y si me la contagia?» Juan Carlos se ofendió, convencido de que un jardinero no era quién para increparlo. Pero las jornadas pasadas en el bar se hacían largas y no animándose a confiar sus pesares a nadie, echaba de menos a Pancho. Juan Carlos deseaba que su amigo abandonase el curso dictado en la capital de la provincia, para que volviese a hacerle compañía, y hablando con el comisario durante un partido de póker involuntariamente hizo alusión al embarazo de la sirvienta de los Sáenz.

Día 27 de enero de 1938

Haciendo un alto en el trajín del día, a las 12:48 Nélida Enriqueta Fernández se secó los labios con la servilleta, la dobló y dejó la mesa con el propósito de dormir una hora de siesta. En su cuarto se quitó los zapatos y el uniforme azul de algodón. Retiró el cubrecama y se echó sobre la sábana. La temperatura era de 39 grados a la sombra. Buscó una posición cómoda, de costado. La almohada le molestó y la empujó a un lado. Se colocó boca abajo. A pesar de haberse quitado los zapatos los pies seguían doloridos, con los entrededos irritados y en parte lastimados por el sudor ácido; debajo del pulgar del pie derecho el ardor de un principio de ampolla empezaba a ceder. Con una mano reacomodó las horquillas para liberar el cuello del calor aprisionado en su mata de pelo, llevándola hacia arriba. El cuello estaba humedecido por una capa de transpiración casi imperceptible, del cuero cabelludo le bajó una gota redonda de sudor, y luego otra. Los breteles del corpiño y la enagua, humedecidos también, se hundían en la piel, los corrió hasta debajo del hombro. Debió juntar los brazos contra el cuerpo para no forzar las costuras. Las gotas brotadas bajo los hombros se expandieron, brotaron otras. Volvió los breteles a su lugar y se colocó boca arriba con los brazos separados del cuerpo. Se había afeitado el vello de las axilas y la piel estaba enrojecida por la aplicación de líquidos antisudorales. La espalda, en contacto con la cama, calentaba las sábanas y el colchón. Se corrió hacia el borde de la cama buscando una franja más fresca de sábana y colchón. Un escozor incómodo, de piel sudada, le empezó a atacar. La respiración era pesada, el aire le empujaba el diafragma con lentitud y fuerza hacia abajo. La garganta tensa registraba ráfagas nerviosas y dejaba pasar la saliva con dificultad. La opresión del cráneo en las sienes se acentuaba, posiblemente a causa de los dos vasos de vino con limón y hielo que había tomado durante el almuerzo. Alrededor de los ojos una vibración interna le inflamaba los párpados, pensó que toda una carga de lágrimas estaba lista para volcársele por la cara. Algo le pesaba cada vez más, a modo de una piedra, en el centro del pecho. ¿Cuál era en ese momento su mayor deseo?

En ese momento su mayor deseo era que Juan Carlos recuperase el empleo de la Intendencia.

¿Cuál era en ese momento su temor más grande?

En ese momento su temor más grande era que alguien se encargase de enterar al joven martillero público llegado poco antes a Vallejos -con quien tanto había bailado en la kermese navideña- de su pasada relación equívoca con el Dr. Aschero.

El ya mencionado 27 de enero de 1938, haciendo un alto en el trajín del día, a las 21:30 Juan Carlos Etchepare se dispuso a fumar el único cigarrillo diario, sentado en el jardín de su casa. Antes de la puesta del sol su madre había regado los canteros y los caminos de pedregullo, un aire fresco se desprendía con olor vigorizante a tierra mojada. El encendedor dio una llama pequeña, el tabaco se encendió y desprendió humo blanco caliente. El humo más oscuro que exhaló Juan Carlos formó una montaña transparente, detrás estaban los canteros con cerco de jacintos rodeando una palmera, cuatro canteros, cuatro palmeras, al fondo el gallinero y el tapial, pasado el tapial los eucaliptus de un corralón de hierros viejos, más allá no se veían sierras. La pampa chata, viento y tierra, detrás de la polvareda apenas si la había alcanzado a ver de lejos, subía al auto con el padre y la madre, el auto arrancó levantando a su vez otro remolino de tierra. El cigarrillo estaba reducido a un pucho, lo arrojó a un cantero. La mano derecha mecánicamente palpó el paquete en el bolsillo de la camisa. ¿Fumaría otro? Los sueldos de maestra variaban entre 125 y 200 pesos, una licencia con goce de sueldo era difícil de conseguir si no mediaba el Intendente Municipal, amigo del Sr. Sáenz. 250 pesos por mes bastaban para pagar el Hostal y cubrir pequeños gastos personales ¿ni siquiera una licencia sin goce de sueldo? El documento de cesantía del empleado Etchepare estaba firmado por el Intendente, el Pro-Secretario y el Tesorero de la Municipalidad; el humo caliente del segundo cigarrillo le llenaba el pecho de una agradable sensación.

¿Cuál era en ese momento su mayor deseo?

En ese momento su mayor deseo era conseguir de algún modo el dinero para dejar el pueblo y continuar la cura en el sanatorio más caro de Cosquín.

¿Cuál era en ese momento su temor más grande?

En ese momento su temor más grande era morirse.

El ya mencionado 27 de enero de 1938, haciendo un alto en el trajín del día, a las 17:30, de vuelta de la peluquería donde se había sometido a un fatigoso ondulado permanente, María Mabel Sáenz pidió a la tía el diario de la mañana y se retiró a su cuarto a descansar. Se quitó la ropa de calle y se cubrió con una fresca bata de casa. Colocó el ventilador eléctrico en la mesa de luz y entornó las persianas dejando la luz necesaria para leer la cartelera cinematográfica publicada en el diario. Nada mejor que elegir una sala con refrigeración para escapar con su tía, también aficionada al cine, del calor sofocante de la ciudad de Buenos Aires. El mayor sacrificio consistía en tomar el subterráneo, muy caluroso, que en diez minutos las depositaría en el centro mismo de la ciudad, donde se levantaban las principales salas cinematográficas con refrigeración. Buscó la sección especializada, empezando a abrir el diario por la primera página. En la segunda página no estaban los cines, tampoco en la tercera, tampoco en la cuarta, quinta, sexta, séptima, octava, sintió una creciente irritación nerviosa, decidió empezar a hojear el diario de atrás para adelante pero en la última página y en la penúltima había sólo avisos inmobiliarios, lo mismo en la precedente, y en la otra, y en la otra. La irritación hizo crisis, formó una bola con el diario y la arrojó con fuerza contra el ventilador. Atribuyó su alto grado de nerviosidad a las largas horas pasadas en la peluquería bajo el secador. Lloriqueó sin lágrimas, hundió la cara en la almohada y reflexionó. ¿Por qué estaba tan nerviosa, fuera o no a la peluquería? Culpó a los largos días de ocio y a las noches de insomnio, inerte en su cama. Cuando recobró la serenidad alisó las hojas del diario y reanudó la búsqueda de la página consabida. Había refrigeración en el cinematógrafo Ópera: El lancero espía con George Sanders y Dolores del Río; también refrigeración en el Gran Rex: Entre bastidores con dos actrices preferidas, Katherine Hepburn y Ginger Rogers ¿pero habría entradas siendo estreno?; en el Monumental Tres argentinos en París, películas nacionales sólo veía en Vallejos, cuando no había otra cosa que hacer, con Florencio Parravicini, Irma Córdoba y Hugo del Carril; en el Gran Cine Florida programa europeo, El secreto de la Pompadour con Kathe von Nagy y Willy Eicherberg, alemana, y La casta Susana con Henri Garat y Meg Lemonnier; otro programa doble en el Rose Mane: Saratoga con Jean Harlow «la rubia platinada en su éxito póstumo» y No se puede tener todo con Alice Faye, Don Ameche y los Hermanos Ritz. ¿Cuál era el cine que según su tía atraía la concurrencia más distinguida? El Ambassador: «refrigeración, Metro-Goldwyn-Mayer presenta una exquisita comedia de románticos enredos con Luise Rainer, William Powell y Maureen O' Sullivan, Los candelabros del emperador». ¿No había ningún estreno con Robert Taylor? No.

¿Cuál era en ese momento su mayor deseo?

En ese momento su mayor deseo era ver entrar sigilosamente por la puerta de su cuarto a Robert Taylor, o en su defecto a Tyrone Power, con un ramo de rosas rojas en la mano y en los ojos un designio voluptuoso.

¿Cuál era en ese momento su temor más grande?

En ese momento su temor más grande era que su padre perdiera el proceso iniciado por su detestado ex prometido Cecil, lo cual acarrearía daños importantes para la situación económica y social de la familia Sáenz.

El ya mencionado 27 de enero de 1938, haciendo un alto en el trajín del día, a las 17:45 horas, Francisco Catalino Páez se dejó caer en el camastro del cuartel. Los ejercicios de instrucción de Tiro al Blanco estaban terminados por ese día, se había distinguido nuevamente, así como en las clases teóricas que tenían lugar de mañana. La gruesa tela sanforizada de la camisa de fajina estaba pegada al cuerpo mojado de sudor. Decidió darse un gusto y se dirigió al baño de la cuadra. El agua de la ducha salía fría pero no tanto como el agua de la bomba al fondo del rancho. Y no tenía que bombear, el agua salía sola, con sólo abrir una canilla, abundante, se la podía derrochar. Esa tarde estaba permitido salir, pero no podía perder la cena del cuartel ni gastar dinero en tranvía, y el centro de la ciudad de La Plata estaba lejos de allí. De todos modos sacó del armario el flamante uniforme de Suboficial de Policía y pasó la yema de los dedos por la gabardina de la chaqueta y los pantalones, por el cuero lustroso de las botas, por los hilos dorados de las charreteras, por los botones de metal, todos exactamente iguales, sin defectos de fabricación, bruñidos, cosidos a la gabardina con hilo doble. Se vistió con lentitud, temiendo desgarrar alguna costura, o rayar la superficie de las botas. Estaba solo en la cuadra, todos habían salido. Fue al baño y observó detenidamente al suboficial del espejo. La desaparición del bigote campero y el corte de pelo militar, rapado en los costados, cambiaba su fisonomía descubriendo rasgos casi adolescentes. Al ponerse la gorra se acentuaba en cambio la fuerza de la mirada, ojos de hombre, con alguna arruga: él solía crispar los párpados al recibir el chorro helado del agua de la bomba, y al barajar el par de ladrillos que se pasaban de mano en mano los albañiles descargando un camión, y al hundir el pico o la pala con todas sus fuerzas en la tosca, y al notar en un espejo ocasional de la calle que los pantalones regalados además de estar gastados le iban grandes o chicos. Se quitó la gorra de visera refulgente, se la volvió a poner, probándola más o menos requintada.

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