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Empecé a escuchar músicas, campanas dentro de mi cabeza, seguro de que lo mismo le pasaba a Ofelia.

¡Ofelia era el fantasma de Hamlet! ¡Su doble femenino!

Me incorporé bruscamente y grité:

– ¡Ofelia! ¡Canta!

Las voces del público me acallaron con irritación violenta. Un shhhhh! veloz y cortante como una navaja -el puñal desnudo de Hamlet, sí- me acalló.

Abrumado, abochornado, atarantado, abandoné el teatro. Sólo me quedaba una función. La de mañana.

Ahora, en la prepresentación del quinto día, ocupaba butaca de primera fila. Concentré mi atención, mi mirada, mi repetición en silencio de las palabras robadas a Ofelia hasta llegar a la escena de la locura.

Entonces ocurrió el milagro.

Cantando en silencio.

Este momento nunca regresará.

Se fue, se fue. ¡Dios tenga piedad de mi alma!

Ofelia me miró, directamente a los ojos. Yo estaba, digo, en primera fila. Quizás, todas las noches, Ofelia decía adiós de esta manera, seleccionando a un espectador para imprimir sobre una sola persona del público todo el horror de su locura.

Esta noche yo fui ese espectador privilegiado. Pero enseguida me di cuenta de que la mirada de Ofelia no estaba prevista en la dirección escénica. Ofelia me sostuvo la mirada que yo le correspondí. En ella iba el mensaje de toda mi pasión por ella, toda la melancolía de nunca habernos amado físicamente.

El público se dio cuenta. Hubo un movimiento nervioso en la sala. Murmullos desconcertados. Cayó el misericordioso telón del intermedio. Regresé a casa. No quería saber que Ofelia moriría en el siguiente acto. No lo quería saber porque imaginé, enloquecido, que Peter Massey era capaz de matarla en verdad esta noche porque la actriz quebró el pacto escénico y se dirigió a un espectador.

A mí. Sólo a mí.

6

Esa noche soñé que violaba a una mujer que no podía gritar. Y si no podía gritar, ¿por qué no matarla en vez de poseerla?

Mi verdadero terror era saber que las representaciones terminarían y Ofelia desaparecería para siempre de mi vida. El tiránico Massey limitaba el número de representaciones -nunca más de dos meses- a fin de mantener al rojo vivo el interés de la obra. No toleraba, prejuzgué, una lenta extinción del fuego teatral. Era, perversamente, un entusiasta -es decir, un hombre poseído por los Dioses… Cada profesión tiene los suyos, pero los manes del teatro son los más exigentes porque son los más generosos. Lo dan todo o no dan nada. En el teatro no hay términos medios.

Yo tenía que ver la obra por última vez. No había boletos. ¿Podía al menos sentarme en el teatro vacío antes de la representación? Era un estudiante latinoamericano (huerfanito tercermundista, pues…). Lo que me interesaba era explorar el teatro como espacio, precisamente, vacío, sin público ni representación. Adivinar sus vibraciones solitarias. Como dicen que los rieles de ferrocarril se encogen y recogen físicamente para recibir el impacto de un tren.

Mi antiguo profesor de Cambridge, Stephen Boldy, llamó al teatro para acreditar mi bona fides y yo mismo me comporté, durante los tres días que quedaban, sentándome muy quietecito con un cuaderno de notas y el texto Penguin de Hamlet.

En verdad, esperaba sin esperanza -I hoped against hope- que algún ensayo imprevisto, un afinamiento de última hora, trajese al escenario vacío al director, a los actores.

A Ofelia.

No fue así y la última representación se iniciaba. Hice lo que se acostumbra. Adquirí boleto para ver la obra de pie y desde el tercer piso. Desde allí, noté los asientos vacíos durante el primer acto. Jamás se presentaban al segundo. Por fortuna, había un lugar vacío en la primera fila. Lo ocupé. Se levantó el telón.

No lo sabía. Pero lo sospeché. En vez de referir la muerte de Ofelia a su hermano Laertes por voz del rey Claudio, Peter Massey, a medida que los actores hablaban, abrió un espacio en la fosa de orquesta. Era un río dentro del teatro y el cadáver de Ofelia pasó flotando, acompañada por las flores de la muerte; margaritas y ortigas, aciano y dedos-de-muerto, púrpuras largas; las amplias faldas flotando; Ofelia semejante a una sirena que se hunde bajo el peso del légamo…

En ese instante quise saltar de mi butaca al escenario para salvar a mi amada, rescatar a Ofelia de su muerte por agua, abrazarla, besarla, devolverle su aliento fugitivo con el mío desesperado, empaparme con ella, darme cuenta de que era cierto, Ofelia estaba muerta, ahogada. Había muerto esa noche de la representación final.

Juro que no era mi intención. Sólo que Ofelia, flotando en el agua agitada de stage down cantando "viejas canciones" (como le informase la Reina a Laertes) pero ahora sin voz, alargó la mano fuera de la fluyente piscina teatral y me arrojó una flor de aciano que se arrancó del pelo y que fue a dar a mi mano, pues era tal mi concentración en lo que ocurría que no podía faltar al deber de recibir la ofrenda de mi Ninfa antes de verla irse, flotando en el llanto del arroyo, con su ropa de sirena, hacia su tumba de agua y lodo…

Yo sólo prestaba atención a la flor que sostenía entre mis dedos. Al levantar la vista al escenario, me encontré con la mirada arrogante, detestable, de este joven Júpiter de la escena, Peter Massey, su insolente belleza rubia, su figura de adolescente maldito, su estrecha cintura y piernas fuertes y camisa abierta, mirándome con furia, pretendiendo enseguida que lo ocurrido era parte de su puesta en escena originalísima, pero revelando en su mirada de diabólico tirano que esto no estaba previsto, que Ofelia era su ninfa, no la mía, y que la entrega de la flor no formaba parte de un proyecto escénico de verdadera posesión del alma de Ofelia.

– Si Dios ha muerto -me decía en silencio la mirada asesina de Massey-, sólo quedan en su lugar el Demonio y el Ángel. Yo soy ambos. ¿Quién eres tú?

Concluyó la obra. Tronaron los aplausos. Sólo Peter Massey salió a recibirlos. Los demás actores, como si no existieran. Lo que existía era la inconmensurable vanidad de este hombre, este cuasi-adolescente cruel y prepotente, enamorado de sí y dueño de los demás sólo para engrandecer su propio poder. No había amor en su mirada. Había el odio del tirano hacia el rebelde anónimo e imprevisto. Insospechado.

Salí del teatro con mi flor en la mano, dándole la espalda a Peter Massey, su vanagloria, sus revoluciones teatrales.

Quise imaginarlo viejo, solitario, maniático. Olvidado. No pude. Massey era demasiado joven, bello, poderoso. ¿Qué sería de Ofelia después de esta representación final en el Royal Haymarket? Mañana -no, esta misma noche- la escenografía sería desmontada, los ropajes colgados en la guardarropía para otra, improbable ocasión. La ilusión teatral era eso. Espejismo, engaño, fantasma de sí misma.

Sentí la tentación de abrirme paso a los camerinos. Me detuve a tiempo. Me arredró la idea de que Ofelia hubiese realmente muerto. Sacrificada al realismo revolucionario de Peter Massey. ¿Se atrevería él mismo, un día, a morir arañado por la daga envenenada del feroz sargento, La Muerte? Entretanto, ¿mataría a sus anónimas heroínas, escondidas durante meses enteros de ensayos solitarios?

Recordé a mi Ninfa paseándose por su apartamento, memorizando un papel sin palabras, ajena a la idea de que la representación teatral y el destino personal fuesen idénticos.

No quise averiguar. Quizás debería esperar a que Peter Massey, el joven y perverso director que dirigía mi propia vida, repusiera algún día el Hamlet con una Ofelia que podía ser la mía u otra nueva. ¿Tendría yo el valor, en la siguiente ocasión, de acercarme al camerino de la actriz y verla, por así decirlo, en persona? ¿Me expondría a encontrar, al abrirse la puerta, con una mujer desconocida? La muchacha de la ventana tenía las cejas depiladas. La del escenario, cejas gruesas. ¿Me equivocaba identificándolas? ¿Aceptaría, más bien, que mi Ninfa permaneciese para siempre, a fin de ser realmente mía, en el misterio, parte de la hueste invisible de todas las actrices que durante cuatro siglos han interpretado el papel de Ofelia?

7

No den ustedes crédito a la noticia aparecida hoy en los diarios. No es cierto que cuando Ofelia pasó flotando entre ortigas y acianos un espectador desquiciado saltó de su butaca de primera fila al escenario para rescatar a la actriz intérprete de Ofelia de la muerte por agua, besándola, devolviéndole el aliento, empapado con ella, hasta darse cuenta de que Ofelia está ya realmente muerta, que él no había logrado devolverle a la heroína de Hamlet el aliento fugitivo con el suyo desesperado.

Que Ofelia realmente había muerto la noche de la representación final.

Tampoco es verídico que ese ser desquiciado que gritaba palabras en un idioma inventado (era el castellano) sacase a Ofelia del agua en medio de la conmoción del auditorio y la parálisis incrédula de los actores -Claudio y Laertes-. Como tampoco es cierto que mientras ese loco cargaba a Ofelia ahogada, de entre bambalinas surgió Hamlet, el Príncipe de Dinamarca, el símbolo oscuro de La Duda, despojado esta vez de toda incertidumbre, blandiendo el puñal desnudo del monólogo, levantando el brazo, hundiéndoselo al trastornado extranjero -pues no era británico, obviamente- en la espalda.

Ofelia y el extraño cayeron juntos sobre el tablado.

Se dice que la obra continuó como si nada. El público estaba tan acostumbrado a la originalidad de Peter Massey. Un espectador que en realidad era un actor no mencionado en el reparto -todos sabían que Massey sólo se daba crédito a sí mismo- salió a rescatar el cadáver de Ofelia, recibiendo -del actor imprevisto, el intruso?- el puñal en la espalda.

8 La flor

El lector sabrá, si algún día lee estos papeles que he venido garabateando desde la noche que regresé del Royal Haymarket a mi flat a la vuelta de Wardour Street, que subí lentamente las escaleras, entré al apartamento pero no encendí las luces.

Tampoco miré fuera de mi ventana a la estancia de enfrente. Para mí, está cerrada, a oscuras, deshabitada. Para siempre.

Tomé un pequeño florero de los de Talavera que me envió de regalo de cumpleaños mi mamá desde México.

Con ternura, introduje en él el tallo largo de la flor de aciano, prueba única de la existencia de Ofelia. Me senté a contemplarla.

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