Allí, recostado, sosegado, con las manos unidas en la nuca, me dije con toda sencillez que mi excitación -¿mi arrobo?- era natural. ¿No había sido intensa mi relación con la muchacha vecina? ¿No era, precisamente, el amor nunca consumado el más ardiente de todos, el más condenado, también, por los padres de la Iglesia porque inflamaba la pasión a temperaturas de pecado? Sabiduría eclesiástica, esta que pontificaban los jesuitas en mi escuela mexicana: el sexo consumado apacigua primero, luego se vuelve costumbre y la costumbre engendra el tedio… Sus razones tendrían.
Ningún razonamiento, empero, lograba apaciguar el acelerado latir de mi pecho o abatir mi decisión:
– Iré de nuevo al teatro, con serenidad, mañana mismo.
No. La obra era un éxito y tendría que esperarme diez días -hasta finales de octubre- para verla. Mi decisión fue temeraria. Compré boletos para cinco noches seguidas en la primera semana de noviembre.
Me salto los acontecimientos de las cuatro semanas que siguieron. Los omito porque no tienen el menor interés. Son la crónica de una rutina prevista (sí, soy lector de García Márquez). La rutina -casa, trabajo, comidas, sueño, aseo, miradas furtivas a la ventana vecina- no da cuenta de la turbulencia de mi ánimo.
Intentaba poner en orden mis pensamientos. Claro, Ofelia -ahora podía llamarla así- estaba encerrada ensayando su papel. Concentrada, no tenía tiempo ni ganas de distraerse. Si su propia ventana era un muro, ¿cómo no iba a serlo la mía? Yo había sido ya, sin sospecharlo, su cuarta pared. Y su primer espectador.
Como en el teatro, nos había separado la necesaria ilusión. Un intérprete (a menos que sea un cómico morcillero) no debe admitir que un público heterogéneo lo está mirando. El actor debe colgar una cortina invisible entre su presencia en la obra y la del público en las plateas.
Caí en la cuenta. Yo había sido el público invisible de Ofelia mientras ella ensayaba su papel en Hamlet. Ella sabía que yo la miraba, pero no podía admitirlo sin arruinar su propia distancia de actriz, destruyendo la ilusión escénica. Fui su perfecto conejillo de Indias. ¡De Indias! Mis mexicanísimos complejos de inferioridad salieron a borbotones, acompañados de una decisión. Regresaría al teatro en las fechas previstas. Vería con atención y respeto la actuación de Ofelia. Y sólo entonces, habiendo pagado este óbolo, decidiría qué hacer. Purgarme de ella, asimilarla como lo que era, actriz profesional. O ir, esta vez, a tocar a su camerino, presentándome:
– Soy su vecino. ¿Se acuerda?
Lo peor que podía sucederme es que me diera con la puerta en las narices. Eso mismo me curaría de mis amatorias ilusiones.
Así, regresé al Royal Haymarket el 4 de noviembre. Tenía lugar en la onceava fila. Lejos del escenario. Se levantó el telón azul. Sucedió lo que ya sabía. Apareció Ofelia, vestida toda ella de gasas blancas, calzada con sandalias doradas, peinada con el pelo rubio suelto pero trenzado, alternando, en un simbólico detalle de dirección, a la Ofelia inocente, fiel y sensata del principio, con la Ofelia loca del final.
Yo había leído con avidez las crónicas del estreno. En todas encontré elogios desmedidos a la actuación estelar de Peter Massey, pero ninguna mención de los demás actores.
Había llamado a uno de los diarios para preguntar, en la sección de espectáculos, la razón de este silencio. Mi pregunta fue recibida, una vez con una risa sarcástica, las otras dos con silencios taimados.
Sólo en la BBC un periodista boliviano de la rama en español me dijo:
– Parece que hay un acuerdo no dicho entre los empresarios y los cronistas.
– ¿Un acuerdo tácito? -me permití enriquecer el vocabulario del Alto Perú con cierta soberbia mexicana, lo admito.
– ¿De qué se trata?
– De la soberbia de Massey.
– No entiendo.
– ¿No conoces la vanidad, manito? -se vengó de mí el boliviano-. Massey sólo actúa si la prensa se compromete a no mencionar a nadie del reparto más que a él.
– ¡Qué arrogancia!
– Sí, es una diva…
Lo dijo con un toquecillo de envidia, como si le reprochase a Chile no darle a Bolivia acceso al mar…
Por eso, en el programa del teatro, no había más crédito de interpretación que
PETER MASSEY
es
HAMLET
Digo que sufrí con atención anhelante mi segunda visita al teatro y el paso de las dos primeras escenas -la aparición del fantasma, la corte de Elsinore y el monólogo de Hamlet- en espera del diálogo entre Laertes y su hermana Ofelia, así como la primera línea de ésta:
OFELIA: ¿Lo dudas?
Pero de la boca de la actriz no salió palabra. Sólo movió, en silencio, los labios. Laertes, como si la hubiese escuchado, continuó analizando la frivolidad sentimental de Hamlet y precaviendo a Ofelia. Hamlet es dulce pero pasajero, es el perfume de un minuto… Seguramente, Peter Massey se regocijaba con estas palabras. Al demonio.
Ofelia debe decir entonces: -¿Nada más que eso?
La actriz -mi ninfa, mi Ofelia- movió los labios sin emitir sonido. Laertes se lanzó a un extenso soliloquio y yo, por segunda vez, huí del teatro atropelladamente, preguntándome ¿por qué nadie ha escrito que en esta versión Ofelia es muda? ¿Lo es la actriz? ¿O se trata de un capricho omnipotente, vanguardista o acaso perverso, del actor y director Massey? Seguramente el público comentaría el hecho insólito: la heroína de la tragedia no decía nada, sólo movía los labios.
De nuevo en la calle, me apoyé contra la columna y revisé el programa.
PETER MASSEY
es
HAMLET
y más abajo:
DIRIGIDA POR PETER MASSEY
y aún más abajo:
Se ruega al público no comentar las revolucionarias innovaciones de esta mise-en-scéne . Quienes lo hagan, serán juzgados traidores a las tradiciones del teatro británico.
¡Traidor! Y sin embargo, dada la pasión por el teatro en la Gran Bretaña, yo no dudaba de que, aunada a la pasión por las novelas de detectives, una buena porción del público -y la prensa, encantada con el misterio que vendía periódicos- jugaría el juego de este caprichoso, vanidoso y cruel director-actor, Peter Massey.
Aunque, pensé, otra parte no lo haría. En más de un pub, en más de una cena en The Boltons, se comentaría la audacia de Massey: silenciar a Ofelia.
Nadie en mi oficina había visto la obra. El boliviano ya me había contestado una vez con impaciencia. No lo volvería a importunar. Debía gozar el hecho de vivir en una isla con infinitas salidas al mar. ¡Titicaca!, lo maldije y me arrepentí. Bolivia me pone nervioso, claustrofóbico, pero de eso Bolivia no tiene la culpa… El nerviosismo me ganaba. Debía llegar sereno a mi tercera asistencia al Hamlet del Royal Haymarket.
Hamlet habla con el fantasma de su padre. No habla con Ofelia. Ofelia escucha consejos de su padre, Polonio. Pero ella sólo mueve los labios.
Me di cuenta. Ofelia no sólo habla poco en la obra. Es un personaje pasivo. Recibe lecciones de su padre y de su hermano y en vez de relatar la visita que Hamlet, a medio vestir, le hace en su clóset, ella actúa la escena. Hamlet medio desnudo -Massey se deleita exhibiendo su esbelta y juvenil figura- acaricia el rostro de mi amada, suspira y la suelta como una prenda indeseable. Donde puede, Massey sustituye el monólogo por la acción.
El odio y la envidia me desbordaron.
Ofelia no volvería a decir nada hasta el tercer acto, apenas una frase.
OFELIA: Ojalá.
Y ahora, ni esa frase le era permitida por el tirano que, segundos más tarde se luciría como un pavorreal, entonando el "Ser o no ser". Al término del monólogo, entra "la dulce Ofelia", se atreve a llamarla "ninfa", hasta eso me arrebata este divo vanidoso y prepotente, la llama "la ninfa" a cuyas oraciones encomienda Hamlet la memoria de sus pecados -pero este Hamlet le habla a mi Ofelia como si el verdadero fantasma de la obra fuese ella, da por sentadas sus preguntas y respuestas, sólo él se deja escuchar, ella mueve los labios en silencio, exactamente como lo hacía frente a mi ventana y él perora sin cesar, encimando sus palabras al silencio de mi Ofelia, hasta que entra la tropa de comediantes, es "capturada la conciencia del rey" Claudio, Hamlet visita y violenta a su madre y, de paso, atraviesa con una espada a Polonio el padre de Ofelia. Hamlet obedece las sugerencias de Rosencrantz y Guildenstern, parte a Francia y cae el telón sobre la primera parte.
Durante el intermedio pedí una copa de champaña en el bar y traté de escuchar los comentarios del relajado público. Hablaban de todo, menos de la obra. Hastiado, angustiado, abandoné otra vez el teatro, dispuesto a regresar la siguiente noche, pero sólo a partir del intermedio, acosado por preguntas sin respuesta. El silencio de Ofelia ¿era sólo un capricho del director? ¿Massey da por descontado que todos conocen el parlamento de Ofelia? ¡Y ella, en verdad, dice tan poco en la obra! Sonreí a pesar mío. ¡Traten de callar a Lady Macbeth! ¿Sería sorda mi Ofelia? ¿Escuchaba a los demás actores? ¿O sólo les leía los labios? ¿Cómo no aproveché para hablarle de ventana a ventana como mimo, sin decir palabra? Y si me hubiese contestado, ¿qué me habría dicho?
Me di cuenta de que Ofelia no usaba en escena el lenguaje de señas de los mudos porque no se dirigía a los mudos, sino al público en general. Pues ahora venía la gran escena de Ofelia, su locura por haber perdido al padre y acaso por saber que Hamlet lo mató. Ahora la Ofelia loca debería cantar y recitar enigmas:
– ¿Cómo distinguir el verdadero amor?
– Dicen que la lechuza era hija del panadero.
– Sabemos quiénes somos pero no quiénes podemos ser.
– Mañana es día de San Valentín.
Para terminar, conmovedoramente, pidiendo a todos que pasen buenas noches.
No, no pronunció palabra, pero yo no tuve más remedio que reconocer el genio de Peter Massey. El silencio era, desde siempre, la locura de Ofelia. Sus actos debían revelar sus palabras, pues éstas no eran más que sus pensamientos verbalizados y un pensamiento no necesita decirse para entenderse.