»-¡Ven acá, Ángelo! -le susurré ahora muy mansamente, pues de golpe, la tristitia vitae me había invadido. Sus ojillos astutos me estudiaban; pero yo no agregué nada más. Sentados el uno junto al otro en el banco de piedra, pasamos así todavía rato y rato; hacía tremendo calor, bajo las nubes cargadas, y yo no sabía qué hacer, ni me quedaban ánimos para decidir nada, para pensar en nada… Me dolía la cabeza: cuando regresara, o por el camino, al pasar delante de alguna farmacia, me tomaría una aspirina.
»Se acercó un perro, merodeando alrededor nuestro; y Ángelo, con notable presteza, se apoderó del animal, para mostrármelo, triunfante. A mí me desagradaba ver cómo se debatía entre sus brazos, en la desesperación de escaparse. -Suéltalo, asqueroso -conminé. Y él lo soltó, muerto de risa con el espectáculo de su fuga a través de la plaza polvorienta.
»-Vámonos, Ángelo -le dije por fin. Volvimos a caminar. En una confitería del barrio le compré dulces; le di un poco más de dinero [174] -. ¿Tú andas siempre por el mercado ése, Ángelo? -le pregunté al separarme de él. Y él me respondió con repetidos, demasiado insistentes, gestos afirmativos: que sí, que sí. ¡Cualquiera sabe!»
Otra vez se interrumpen aquí las memorias de Tadeo, y ahora queda el relato definitivamente cortado. El joven secretario no escribiría más hasta la noche en que murió Bocanegra, y en que él mismo iría enseguida a reunirse con su jefe en el otro mundo. Pero esa noche, todavía encontró tiempo, antes de abandonar éste, para dejar redactadas unas cuantas hojas más: las últimas.