»Para qué decirlo: mi aparición tan inesperada en la sala donde habían tendido al muerto -tapado, por suerte, con una sábana- fue una bomba. Paralizó a todos los zaraguteros que, empezando por el capellán de las monjas, se habían adueñado allí de la situación. Todos me miraron con la boca abierta. El silencio y la expectativa duraron poco, sin embargo, pues el bobo de Ángelo, hecho un gamberro, pero siempre hilando baba, se me acercó riéndose a tirarme de la manga con gruñiditos de alegría. Yo, claro, lo rechacé. Acababa de descubrir en un rincón a María Elena, despeinada y ojerosa, desmadejada sobre una butaca, y -después de pensarlo un instante- me acerqué despacio a ella, me incliné respetuosamente, le tendí la mano y con suavidad, pero con enérgica decisión, la saqué de aquel ambiente.
«Nadie se atrevió a seguirnos, ni yo tenía la menor noción de lo que iría a hacer al minuto siguiente. Ya se vería. No le había dirigido una sola palabra; en verdad, no hubiera sabido qué decirle; y ahora, en la pequeña salita de al lado, oscurecida por las persianas en la resolana del mediodía, solos, parados en un rincón del cuarto, me quedé mirándola. Daba pena su aspecto; pero a mí no se me ocurría nada. Cuando de pronto ella, ¡zas!, va y se me cuelga del cuello y rompe a llorar convulsivamente.
»Esto ya me fastidió. ¿Qué hace uno en un caso semejante? Comencé a pasarle la mano por la cabeza (¿qué iba a hacer?); y ella, entonces, clavándome los dedos en el brazo, escondió la cara contra mi pecho. Estaba agotada, no había dormido, le olía el aliento, y tenía hinchados sus ojos preciosos. La llevé hasta el diván, y seguí acariciándola. No se resistía a nada; a pesar del calor, le castañeaban los dientes. En realidad estaba medio desnuda, con sólo una bata sobre la carne. Me miraba con estupor, pero no se resistió a nada… Bueno, así son las mujeres. Después de todo, eso calma los nervios.
»No sé si hice bien o mal, ni me importa. Le tapé los ojos con la mano para que no me mirara más de ese modo, la extendí bien sobre el diván a ver si se dormía, le compuse la bata, y después de arreglarme también yo, volví a la sala mortuoria, donde me aguardaban ahora las engorrosas tareas que pueden imaginarse.
»Hice salir también a Ángelo, que me sacaba de tino con sus majaderías, y comencé a dictar las cien mil providencias y disposiciones pertinentes, en las cuales me sirvió de gran ayuda el capellán y párroco de las monjas, que es un pobre gato, pero que, al fin y al cabo, estaba en su propia salsa. En realidad, no necesité sino seguir sus sugestiones (ellos, los curas, son profesionales de la muerte) [134] , y -una orden por acá, una llamada telefónica por allá- al poco rato ya estaba todo organizado para que trasladaran el cadáver a la Capital en una ambulancia de Sanidad Pública, y yo pude regresar, por mi lado, e informar al Presidente de que sus deseos habían quedado cumplidos. Ahora, el asunto pasaba ya a manos del subsecretario de Instrucción; bajo su jurisdicción tendría lugar aquella noche el velorio de su superior jerárquico en uno de los salones de la Secretaría, y el entierro con solemnes funerales al día siguiente, es decir, hoy.
»Del cementerio vengo ahora. Bocanegra no ha querido (él sabrá por qué) despedir al doctor Rosales hasta la que el Canciller ha denominado en su conceptuoso discurso, ¡imbécil!, la última morada. Y, sin duda alguna, esa ausencia del Jefe del Estado ha debido restar brillantez a la ceremonia. En efecto: más de uno, al darse cuenta, escurrió el bulto en lugar de seguir al cortejo, y se ahorró la molestia; así lo hicieron, por ejemplo, sin gran disimulo, Carmelo Zapata y Tuto Ramírez, quienes charlando, se quedaron rezagados, y ya no se los vio más» [135] .