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Era, sí, bien imprudente el pobre Camarasa, y los hechos han venido a demostrarlo. La verdad es que no podía tener otro final que el que ha tenido, por muy lamentable que ello sea. Cada cual es el autor de su propia suerte; cada uno es el primer y principal responsable de lo que venga a sucederle. No se puede ser impunemente tan desatentado como él era… Respecto a sus interpretaciones y presagios sobre el curso de la política nacional, es innegable que el hombre tenía olfato; y hasta, considerados ciertos detalles, puede afirmarse que veía debajo del agua; si bien en lo que concierne a la muerte del senador Rosales no hacía falta ser un lince para darse cuenta de las consecuencias políticas de un crimen que nadie había dejado de imputar, por acción o por omisión, al Presidente Bocanegra. Lucas Rosales llevaba adelante una campaña de oposición violentísima, no sólo desde su banca del Senado, sino también por todos los caminos disponibles, que no eran demasiados, y de modo muy especial mediante la cooperación del clero, que prestaba a su causa los recursos sutiles y tan poderosos del púlpito y el confesonario. Detrás de esa campaña era fácil adivinar la trampa de alguna conjura, la preparación de algún golpe de fuerza, para el que evidentemente estaba trabajándose el ánimo y la voluntad de los cuadros superiores del ejército. Así, pues, cuando, bajo grandes titulares en rojo sensacional, publicaron los periódicos la noticia de que el senador por la provincia de Tucaití, don Lucas Rosales, había sido abatido a tiros en ocasión que remontaba la escalinata del Capitolio para asistir a la sesión del Senado, nadie dejó de pensar en el «impulso soberano» [40] al que, sin duda, obedecieron los agresores. En relación con este hecho, voy a dejar extractada aquí desde ahora la copia del informe reservado que en la oportunidad envió a su jefe en Madrid el ministro de España acreditado ante nuestra Capital. Pertenece al legajo de documentos que, gracias a mi tenacidad, favorecida esta vez por una verdadera conjunción de casualidades, he conseguido a raíz del asalto a la Legación, y que conservo muy bien ordenaditos en su archivador. Estos informes diplomáticos me resultan inapreciables para reconstruir el desarrollo de la situación, pues -como se comprenderá- me ofrecen la perspectiva de un observador extranjero que, aun viciado por un montón de prejuicios, disfruta las ventajas de una posición muy excepcional y ve las cosas desde afuera.

El texto relativo al asesinato de Rosales es particularmente extenso y serio. Dice así, copiado a la letra:

«Excmo. Sr.: Me cumple hoy informar a V. E. de acontecimientos hasta cierto punto graves y que, si no me engaño, pueden marcar un punto crítico en el proceso de descomposición (o, si se quiere, como algunos pretenden, de transformación social revolucionaria) a que se encuentra sometido este país. El senador don Lucas Rosales, jefe indiscutible de las fuerzas oposicionistas, fue acribillado a balazos cuando, ayer, hacia las tres de la tarde, se encaminaba a la puerta del Senado. Ocultos a uno de los costados de la escalinata que da acceso al Palacio Legislativo, los desconocidos pistoleros pudieron descargar a mansalva sobre él sus armas y escapar luego en busca de seguro refugio. El lugar del atentado estaba muy bien elegido, pues las amplias escaleras que, después de haber dejado al pie su automóvil, debía subir el senador para acudir al salón de sesiones, eran un cazadero sin posible falla. Sólo se pregunta la gente cómo pudieron llegar a tal sitio los criminales, apostarse tranquilamente allí y, una vez cumplida su fechoría, desaparecer sin dejar rastro. La muerte del Sr. Rosales ha ocasionado enseguida enorme conmoción, provocando un estado de general ansiedad, y poniendo en movimiento a todo el mundo, presa del pánico los unos, envalentonados, arrogantes, amenazadores los otros, y todos excitadísimos. Ninguno de los desmanes de los últimos meses ha tenido las repercusiones que éste promete, que ya está en vías de producir, tanto por la personalidad de la víctima como por las circunstancias que rodean al hecho.

»Don Lucas Rosales, el senador asesinado, era en efecto la esperanza y guía de las fuerzas del orden, tan castigadas por la acción del actual régimen; lo había llegado a ser en poquísimo tiempo, destacándose en la emergencia por virtud de sus notables condiciones de carácter, unidas a su relieve social. Él dominaba, por así decirlo, no sólo su pueblo y toda la circunscripción de San Cosme, sino la provincia entera de Tucaití, único sector del país, como tal vez recordará V. E., que fue capaz de resistir victoriosamente en las elecciones últimas a los asaltos de loca demagogia dirigidos por Antón Bocanegra, el actual Presidente de la República y entonces famoso y temido Padre de los Pelados, como gustaba de titularse él mismo antes de saborear los honores que corresponden a un Jefe de Estado.

«Comprendo, Excmo. Sr., que la atención de V. E., solicitada por tan altos y diversos asuntos, no puede tener presentes los pormenores de la situación local de cada pequeño país centroamericano, y voy a permitirme por eso recordarle que la mayoría de los escaños, tanto en la Cámara de Representantes como en el Senado, se encuentran controlados por el Presidente Bocanegra, tras unas elecciones que ganó mediante el terror, bajo la presión de las hordas que no había vacilado en desencadenar sobre su desdichado país para tal propósito, y que al grito grotesco y ominoso de ¡Viva el PP! (Padre de los Pelados, en abreviatura), arrasaban con todo. En tales circunstancias, el senador Rosales, que hasta entonces y a lo largo de su vida se había venido ocupando tan sólo de administrar su patrimonio como tantos otros grandes hacendados, sin más contactos con la política y el gobierno que los propios y normales en un hombre de su posición, se creyó obligado a entrar en la liza, tomando parte activa en los negocios públicos. Y, por natural gravitación, se convirtió enseguida en líder. Durante los últimos tiempos, su talla había crecido enormemente; pues mientras los demás propietarios se sentían irritados, perdidos y en pleno desconcierto, él conservaba la sangre fría y, sobre todo, había sabido montar la estrategia contra el bocanegrismo, con vistas a sacar de la anarquía a su patria. Según se lee en uno de los recortes de prensa que, como apéndice, tuve el honor de elevar a V. E. con uno de mis pasados informes (y se trataba, por cierto, de un artículo donde la inspiración oficiosa era transparente), al senador Rosales se le imputaba, en efecto, ante la opinión pública (y no sin motivo, a mi parecer, cualquiera fuese la verdadera entidad del asunto), ser el alma del abortado complot militar descubierto meses atrás. Con todo esto, puede calcularse cómo ha caído la noticia de su asesinato entre unos y otros. Baste decir (y V. E. perdonará que a título de ilustración aduzca estas trivialidades) que el locutor de radio a quien le oí la noticia recién ocurrido el crimen la difundía con la voz temblona y trabucando las palabras.

»Al presente informe agrego, para que V. E. se forme un mejor juicio, muestrario de las actitudes, menos vivas ya, pero más meditadas, de la prensa. De esos recortes se desprende la generalizada convicción de que este hecho de sangre reviste carácter decisivo. A partir de él, la tensión existente habrá de resolverse de un modo u otro. Y, salvo mejor opinión, yo temo que, a menos de producirse una reacción sana, por ahora muy improbable, lo ocurrido sólo sirva para acentuar los males presentes y hacerlos irreparables. Comparten conmigo esta impresión los más sensatos y experimentados miembros del cuerpo diplomático. Es más: se piensa que la supresión del senador Rosales no ha sido decretada sin cuidadoso examen previo de los pros y los contras. En todo caso, no se trata de un hecho esporádico, a cargo de irresponsables. Interesa señalar al respecto que, desde hace ya bastantes días, venían circulando rumores extraños acerca de la supuesta atrocidad que un grupo de campesinos, colonos o braceros suyos, habrían intentado perpetrar sobre el Sr. Rosales, sometiéndolo en pleno descampado a una brutal operación quirúrgica con el obvio propósito de privarlo de toda base para ulteriores alardes de masculinidad. Cosas tales -debo advertir entre paréntesis a V. E.- no son impensables en este medio social bárbaro del agro americano. Yo creo, sin embargo, que el rumor fue puesto en circulación con el mero propósito de desacreditar ante el vulgo la hombría de un poderoso y temible enemigo político. Pero de todas maneras indica ya designios agresivos en vista de los cuales no sería temerario calificar de muy premeditado el atentado de ayer. Falta ver ahora cuáles sean los resultados de la investigación abierta por orden del Presidente del Senado, quien, considerando el asunto incluido en el fuero parlamentario, ha encargado de las diligencias al capitán de la Guardia. Hasta el momento, que yo sepa, no ha habido detención alguna.

»En sucesivos informes tendré a V. E. al corriente de cuanto vaya ocurriendo.»

[40] impulso soberano: R. Hiriart (78-79) rastrea la expresión en una décima atribuida a Góngora o a Lope sobre el misterioso asesinato en 1622 de Juan de Tarsis, conde de Villamediana (n. 1582): «Mentidero de Madrid, / decidnos: ¿quién mató al conde? / Ni se dice, ni se esconde. / Sin discurso discurrid. / Unos dicen que fue el Cid, / por ser el conde lozano; / ¡disparate chabacano!, / pues lo cierto de ello ha sido / que el matador fue Bellido, / y el impulso soberano.» Para defender el honor paterno, el Cid mató al conde de Lozano (padre de Doña Jimena) (Martínez Martín, I, 53); sobre Bellido Dolfos, véase nota anterior. En el texto de Ayala, el «impulso soberano» se refiere a la voluntad de Bocanegra.


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