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Así es como refiere Tadeo Requena su entrada en la casa presidencial. Cuenta a continuación que, después de tanta espera, esa noche cenó -como un bárbaro, dice- y durmió -como un tronco- en el cuerpo de guardia; y sólo bien entrada la mañana siguiente, reanudándose el lúcido sueño del nuevo Segismundo cuyo papel había comenzado a representar [26] , fue introducido otra vez en el Palacio y llevado por fin a la augusta presencia de Bocanegra. ¿En qué circunstancias? Más valdrá reproducir las palabras exactas del interesado. Su naturalidad ingenua describe las maneras y estilos del inmundo dictador que hemos padecido, con elocuencia mayor que los indignados dicterios y apostrofes de sus peores detractores.

«El comandante Cortina en persona -continúa relatando Tadeo Requena- acudió a buscarme al otro día, y de nuevo me hizo subir las escaleras de mármol. ¡Venga conmigo, por favor, joven!, me dijo. Y yo lo seguí a través de galerías y corredores [27] , ensuciando con mis alpargatas las lustrosas maderas del piso, hasta un lugar del todo extraño para mí entonces, una pieza que yo, pobre ignorante, ni siquiera barruntaba; pues era aquélla, por cierto, la primera vez en mi vida que me asomaba a un cuarto de baño, con sus mosaicos rutilantes y sus curiosísimas instalaciones. Más grande y mejor, tampoco lo he visto nunca después, la verdad. Era lo que se dice un salón; y, en efecto, allí se encontraban reunidas en aquel momento un montón de ilustres personalidades entre las cuales descubrí, con asombro y cierta sensación de alivio, a alguien que yo conocía: al doctor don Luisito Rosales, el hermano de nuestro difunto senador. Lo conocía, digo. Sí, igual que los perros realengos [28] pueden conocer al dueño de la mansión. ¿No había de conocerlo? Pero mi alivio era tonto, porque él, en cambio, jamás había reparado en mí ni sabría de mi existencia más que de la de cualquier otro hijo de lavandera que, acaso, una vez que otra, ayuda a entregar la ropa y aprovecha la ocasión para admirar furtivamente el interior de la casa grande. Ahora, la casa de los señores, o de los Rosales, como también la llamábamos, estaba cerrada desde hacía algún tiempo: desde la muerte violenta del senador. Entonces se dispersó la familia: la viuda se fue para Nueva York con los hijos, y el otro hermano, este don Luisito, se instaló poco después en la Capital, y raramente iba a San Cosme; sobre todo, desde que lo nombraron ministro del gobierno… Pues ahora, de sopetón, me lo veo en aquella sala de baño, entre otros caballeros que, al entrar yo a la zaga del comandante, dardearon miradas de reojo sobre mi encogida presencia, sin distraer no obstante su atención de otro, hacia el que, con ansiosa deferencia, se volcaban todos. Medio oculto por la concurrencia, ese otro era -casi me muero del susto cuando lo reconocí- el mismísimo Presidente Bocanegra, Bocanegra en cuerpo y alma, con los ojos obsesionantes y los bigotazos caídos que yo tanto conocía por el retrato de la cantina; aunque, claro está, sin la banda cruzada al pecho; pues Su Excelencia, único personaje sentado en medio de aquella distinguida sociedad, posaba sobre la letrina (o, como pronto aprendí a decir, en el inodoro), y desde ese sitial estaba presidiendo a sus dignatarios [29] .

»No podía sospechar yo a la sazón que se me había introducido así, de golpe y porrazo, en el círculo íntimo de los privilegiados, en un santuario cuyo acceso implicaba el honor supremo en el Estado, ni que centenares y miles de sujetos habrían envidiado, de haberla conocido, mi casi fabulosa fortuna. Todo esto lo aprendería después, y sería el propio doctor Rosales quien me lo enseñara, como tantas y tantas otras cosas que tan útil me ha sido saber en lo sucesivo. Al doctor debo agradecérselo, y no sería de hombre bien nacido negarle el reconocimiento que le debo, por más que me administrara sus enseñanzas con bastante pesadez y, en lugar de irse al grano, se regodeara cansándome con innecesarias prolijidades. Así, por ejemplo, a propósito siempre de esta confianza y familiaridad que nuestro caudillo solía cicatear tanto y que a mí me otorgó desde el primer instante, el doctor se creyó en el caso de aburrirme en su día con una larga conferencia atiborrada de datos (quién sabe si, a lo mejor, hasta inventados por el) sobre el lever (o «levantada», como enseguida me aclaró) de los reyes de Francia, disertación trufada todavía de anécdotas escasamente relacionadas con el tema, como un cuento de la muerte de Sancho no sé cuántos de Castilla, a quien el traidor Bellido alanceó cuando su indefenso rey exoneraba el vientre junto a una tapia [30] ; y dilatada aun, por si fuera poco, mediante latosísimas digresiones político-morales sobre los arcana imperii [31] , como él se escuchaba declinar, y acerca de las antecámaras que, si protegen al poderoso, lo aíslan al mismo tiempo y enrarecen su atmósfera. De toda aquella palabrería procuraba yo siempre desechar la hojarasca y obtener algún fruto. Creo que lo obtuve, y esto, en verdad -modestia aparte-, es mayor mérito acaso del alumno que del propio preceptor.

Pero, volviendo ahora a mi relato: como decía, para desconcierto de aquel infeliz patán que era yo por entonces, descubro de pronto, en medio de tan empingorotada reunión, nada menos que a Bocanegra; y vengo a descubrirlo cuando ya él tenía clavados sus ojos en mí. Casi pego un salto; pero por suerte no me faltó el aplomo, y conseguí mostrarme de lo más tranquilo, con una tranquilidad -pienso- que debía de parecer ya hasta insolente. Me interpeló desde su trono (y fue la primera vez que oí su voz áspera, curiosamente matizada de inflexiones tiernas, casi quebradizas): -Así que éste es el Tadeo -exclamó-. Acércate, muchacho, acércate… [32] -me dijo. Ahora, y no antes de ahora, se dieron por notificados los demás de mi presencia, y vertieron sobre mi cabeza humilde el bálsamo de sus miradas de simpatía; incluso me empujaron suavemente hacia el caudillo… Con desconfianza, con incredulidad, le oí entonces hablar, en forma un tanto sibilina, sobre planes, proyectos y designios relacionados conmigo, de entre cuya nebulosa pude sacar en limpio tan sólo que me confiaba por lo pronto a los buenos oficios de su ministro de Instrucción Pública (es decir, el doctor Rosales, allí presente), así como a los del comandante Pancho Cortina, que hasta allí me había conducido, para que ambos velaran, respectivamente, por mi bienestar físico y mi formación espiritual, preparándome -y en el más breve plazo posible, ¿entendido?- para desempeñar cualquier misión o puesto que se me asignara. -Quiero verlo sin tardanza hecho un doctorcito en Leyes, ¿eh?; pero ¡sin tardanza!»

[26] nuevo Segismundo cuyo papel… representar: según R A. Molina (18-20) y R. Hiriart (76-77), tanto Segismundo como Tadeo se encuentran llevados a la Corte inesperadamente, uno y otro se comportan allí como bestias humanas, uno y otro conocen al soberano, su padre, por primera vez en palacio, y uno y otro aprenden de la vida de preceptores nombrados por ese ilustre padre. Pero las similitudes terminan cuando Segismundo, al final de la Segunda Jornada, supera su condición animal, utilizando la razón y la voluntad, mientras que Tadeo se hunde en su bestialidad (en el sentido ayaliano: véase la nota 2 de pág. 71) hasta el final (cfr. J. R. Marra-López, 279).


[27] y yo le seguía través de galerías y corredores: Tadeo aprenderá de su tutor Luis Rosales que las antecámaras «protegen al poderoso, lo aíslan al mismo tiempo y enrarecen su atmósfera». Además, en Ayala las antecámaras que separan al protagonista del poderoso simbolizan en una manera arquitectónica el formalismo hueco del poder. En «El Hechizado», el Indio Gonzáles Lobo, llevado por la enana de Carlos II, «atraviesa patios, cancelas, portales, guardias, corredores, antecámaras» para ver, por fin, al rey idiota (412).


[28] realengos: la expresión se aplica a los animales sin dueño (D. Real Acad., 1229); el texto insinúa que, al ver al doctor Rosales, Tadeo reconoce a un dueño.


[29] desde ese sitial estaba presidiendo a sus dignatarios: en el ensayo «Sobre el trono», recogido en El tiempo y yo (303-304), Ayala relaciona la escena del dictador en el inodoro con «la ceremonia del lever de los príncipes en el Antiguo Régimen, a la que era un gran honor ser invitado». Luis Rosales, doctorado por la Sorbona, enseña a Tadeo esta lección de historia. El ensayista Ayala alude a las Memoires du compte Alexandre de Tilly pour servir a l'historie des Moeurs de la fin du 18e. siécle (París, 1828), con su mención del lever del entonces Príncipe de Gales, a cuyo toilette varios aristócratas franceses no tenían el deseado acceso.


[30] como un cuento de la muerte de Sancho… una tapia: Se alude a la muerte alevosa de Sancho II, el Fuerte (m. 1072), rey de Castilla y León, a manos del traidor Bellido Dolfos. La traición se narra en un romance viejo que comienza, «- Rey Don Sancho, rey Don Sancho, / No digas que no te aviso, / Que del cerco de Zamora / Un traidor había salido». Refiere el poema cómo, tras rondar el postigo de la ciudad sitiada de Zamora, el rey «saliérase cabe el río, / Do se hubo de apear / Por necesidad que ha habido. / Encomendóle un venablo / A ese malo de Bellido»: Duran, I, 504-505.


[31] arcana imperii: los secretos de Estado. La versión castellana de esta expresión aparece en El fondo del vaso, 229, donde el protagonista alude a los secretos de su propio imperio comercial.


[32] Acércate, muchacho, acércate: quizá parodia de Mt., 19, 14: «Dejad a los niños y no les estorbéis de acercarse a mí, porque de los tales es el reino de los cielos.» Cfr. Me, 10, 14 y Le, 18, 16.


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