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Recordando la reacción del mozo de los baños, Cazaril preguntó tímidamente:

– ¿Hay una habitación en la que pueda cambiarme, señora? -En privado .

La mujer asintió con cordialidad y lo condujo a un modesto dormitorio en la parte trasera de la casa, donde lo dejó a solas. La luz entraba por el ventanuco procedente del oeste. Cazaril ordenó su ropa limpia y observó con aversión los harapos que había llevado encima durante semanas. Un espejo ovalado de pie en la esquina, el adorno más lujoso de la estancia, le ayudó a decidirse.

Tentativamente, con otra oración de gracias al espíritu del difunto en cuyo inesperado heredero se había convertido, se puso los limpios pantalones de tartán, la fina camisa con bordados, el abrigo de lana marrón -todavía caliente por la plancha, aunque las costuras conservaban una cierta humedad- y por último la capa chaleco negra, que cayó con rica profusión de tela y destellos plateados hasta sus tobillos. Las ropas del muerto eran lo bastante largas, si bien holgadas sobre la enjuta percha de Cazaril. Se sentó en la cama y se calzó las botas, deformados los tacones y desgastadas las suelas hasta ser poco más que una rugosidad de tejido. No se había mirado en ningún espejo mayor o mejor que un trozo de acero bruñido desde hacía… ¿tres años? Éste era de cristal, y se podía ladear para verse la mitad del cuerpo cada vez, de los pies a la cabeza.

Un desconocido le devolvió la mirada. Por los cinco dioses, ¿cuándo me han salido canas en la barba? Tanteó el pulcro recorte con una mano temblorosa. Al menos el pelo recién cortado no había comenzado a alejarse de su frente, no mucho. Si Cazaril hubiera tenido que calificarse de mercader, lord o erudito así ataviado, habría optado por la última opción; uno de los más fanáticos, con los ojos hundidos y algo chiflado. Su atuendo necesitaba cadenas de oro o plata, sellos, un buen cinturón con remaches o joyas, gruesos anillos con piedras refulgentes, para proclamarlo de una categoría superior. Aunque las líneas vaporosas le favorecían, pensó. Se enderezó un poco más.

En cualquier caso, el vagabundo había desaparecido. En cualquier caso… no era éste un hombre que fuera a solicitar un puesto de pinche al cocinero de un castillo.

Había planeado alquilar una cama esa noche en una posada con el resto de sus vaidas y presentarse ante la provincara por la mañana. Intranquilo, se preguntó si se habría propagado mucho el rumor del propietario de los baños. Y si le negarían la entrada en cualquier casa segura y respetable…

Ahora, esta noche. Adelante . Subiría hasta el castillo y saldría de dudas sobre si podía solicitar refugio o no. No puedo soportar otra noche de inquietud . Antes de que faltara la luz. Antes de que me falten las fuerzas .

Volvió a guardar el cuaderno de notas en el bolsillo interior de la capa chaleco negra que aparentemente lo había ocultado antes. Olvidándose del atuendo del vagabundo, apilado encima de la cama, dio media vuelta y salió de la habitación.

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