– Puedo añadir esas personas a la colección de las que creen que voy por ahí violando niñas. Supongo que me hace falta una tercera perversión, para terminar de poner las cosas en su sitio. -Bueno, ¿qué tal ser sospechoso de practicar la magia de la muerte? Eso sí que lo pondría directamente en su sitio: el patíbulo.
Betriz se arrellanó, con el entrecejo poblado de arrugas.
– Vale. No voy a presionarte. Pero me preguntaba… -Se abrazó, y miró a Cazaril intensamente-. Si dos, es una teoría, personas intentaran practicar la magia de la muerte contra la misma víctima al mismo tiempo, ¿es posible que las dos acabaran… medio muertas?
Cazaril la miró a su vez -no, ella no parecía enferma- y meneó la cabeza.
– No lo creo. Dada la cantidad de intentos fútiles que ha hecho la gente para invocar la magia de la muerte de los dioses, si pudiera suceder algo así, ya habría ocurrido antes de ahora. El demonio de la muerte del Bastardo se retrata siempre en las tallas del Templo con un yugo sobre los hombros y dos cubas idénticas, una para cada alma. No creo que el demonio pueda elegir otra cosa. -Recordó las palabras de Umegat, Me temo que es así como funciona -. Ni siquiera estoy seguro de que el dios pudiera elegir otra cosa.
Betriz entrecerró aún más los ojos.
– Fuiste tú el que dijiste que si no volvías esta mañana, no me preocupara por ti, ni te buscara. Dijiste que estarías bien. También has dicho que si no se queman los cuerpos como es debido, pueden ocurrirles cosas horribles.
Cazaril se revolvió, incómodo.
– Había tomado medidas. -Más o menos .
– ¿Qué tipo de medidas? ¡Te escabulliste sin dejar a nadie que te buscara o rezara siquiera por tu alma!
Cazaril se aclaró la garganta.
– Los cuervos de Fonsa. Subí al tejado de la Torre de Fonsa para, ah, decir mis oraciones anoche. Si, si las cosas, ah, hubieran salido de otro modo, supongo que ellos se habrían ocupado de dar cuenta del desaguisado, del mismo modo que limpian sus hermanos el campo de batalla, o los restos de una oveja extraviada que se despeña.
– ¡Cazaril! -exclamó Betriz, indignada, antes de apresurarse a bajar la voz hasta convertirla en un susurro-. Caz, eso es, eso es… me estás diciendo que trepaste ahí arriba tú solo, para morir abandonado, esperando que tu cuerpo sirviera de alimento para… ¡eso es espantoso!
A Cazaril le sorprendió ver lágrimas agolpándose en los ojos de Betriz.
– ¡Eh, vamos! No es para tanto. Pensé que sería un gesto caballeroso. -Hizo ademán de enjugarle las lágrimas de las mejillas, pero vaciló y volvió a descansar la mano sobre la colcha.
Betriz apretó los puños en el regazo.
– Si vuelves a hacer algo parecido sin avisarme… sin avisar a nadie… te, te… ¡te pego una bofetada por idiota! -Se frotó los ojos, la cara, y se sentó erguida, enhiesta la espalda. Su voz recuperó abruptamente un tono coloquial-. Se ha dispuesto que el funeral tenga lugar una hora antes del ocaso, en el templo. ¿Piensas asistir, o te vas a quedar acostado?
– Si puedo caminar, iré. No pienso perdérmelo. Hasta el último enemigo de Dondo estará allí, aunque sólo sea para demostrar que no han sido ellos . Va a ser un espectáculo digno de presenciar.
Los ritos funerarios por Dondo de Jironal en el Templo de Cardegoss recibieron la asistencia de mucha más gente que los del pobre y solitario de Sanda. El roya Orico en persona, sobriamente ataviado, condujo a los dolientes en una procesión a pie que partió del Zangre. La royina Sara fue transportada en un palanquín. Su semblante era tan inexpresivo que parecía esculpido en un bloque de hielo, pero su vestimenta era un derroche de color, ropas de tres días festivos distintos amalgamadas, prendidas y salpicadas de lo que daba la impresión de ser la mitad del contenido de su joyero. Todo el mundo fingió no darse cuenta.
Cazaril la miró discretamente, pero no a causa de su estrafalario atuendo. Era su otro revestimiento, la capa de sombras, gemela visible e invisible de la de Orico, lo que atraía su vista una y otra vez. Teidez exhibía otro halo similarmente oscuro, que se enturbiaba a cada paso que daba sobre el empedrado de las calles. Fuera lo que fuese aquel negro espejismo, parecía ser cosa de familia. Cazaril se preguntó qué vería si pudiera mirar ahora mismo a la viuda royina Ista.
El propio archidivino de Cardegoss, con sus túnicas de cinco colores, dirigió la ceremonia, tan concurrida que hubo de tener lugar en el patio principal del templo. La procesión desde el palacio de los Jironal depositó el féretro que alojaba el cuerpo de Dondo a escasos pasos del altar de los dioses, una plataforma de piedra redonda con una tienda de cobre agujereada y sostenida por cinco pilares delgados para proteger el fuego sagrado de los elementos. Una luz gris que no proyectaba sombra inundó la corte cuando el frío y lluvioso día comenzó a dar paso a la neblinosa tarde. El aire estaba teñido de un violeta difuso gracias a la chocante mezcolanza de inciensos que ardían acompañando a las oraciones y los ritos de purificación.
El cuerpo tieso de Dondo, acomodado en el féretro y reposado sobre un colchón de flores y hierbas de buena fortuna y simbólica protección -demasiado tarde, pensó Cazaril-, había sido vestido con las túnicas blanquiazules de su santo generalato de la orden militar de la Hija. La espada de su rango yacía desenvainada sobre su pecho, cerradas ambas manos en torno a su empuñadura. El cuerpo no parecía particularmente hinchado ni deformado; de Rinal hizo circular el morboso rumor de que lo habían ceñido con bandas de lino antes de vestirlo. El rostro del cadáver apenas si parecía algo más abotargado que cualquiera de las mañanas de resaca que había padecido Dondo en vida. Pero habría de arder con todos los anillos encima. Sería imposible desprenderlos de aquellos dedos amorcillados sin recurrir al cuchillo de un carnicero.
Cazaril había conseguido desfilar desde el Zangre sin trastabillar, pero volvía a ser presa de los retortijones, y sentía el estómago desagradablemente constreñido por el cinturón. Ocupó lo que esperaba que fuera un lugar discreto detrás de Betriz y Nan, en medio de la multitud salida del castillo. Iselle fue emplazada entre el canciller y el roya Orico, en el lugar correspondiente a la plañidera mayor que le otorgaba su breve compromiso de boda. Seguía resplandeciendo igual que una aurora a los doloridos ojos de Cazaril. Tenía el rostro pálido e hierático. Parecía que la visión del cuerpo de Dondo la hubiera privado del impulso de dar muestras de un regocijo impropio.
Salieron al frente dos cortesanos para pronunciar sendos elogios aparentemente sinceros sobre Dondo, que Cazaril no consiguió relacionar con la errática vida real que había llevado el hombre allí truncado. El canciller de Jironal estaba demasiado emocionado para explayarse, aunque su acerada fachada no dejaba traslucir si era la pena o la rabia lo que le atenazaban la garganta, o ambas cosas. Sí que anunció que ofrecía una bolsa de mil reales como recompensa por cualquier información que pudiera conducir a la identificación del asesino de su hermano, siendo ésa la única mención abierta del día al abrupto cariz de la muerte de Dondo.
Era evidente que se había depositado ya un generoso monedero en el altar del templo. La que parecía ser la totalidad de dedicados, acólitos y divinos de Cardegoss estaba reunida en racimos de hábitos para entonar las oraciones y respuestas al unísono y en armonía, como si el volumen pudiera conceder algo de santidad añadida. Una de los cantantes, sita en el pelotón vestido de verde de voces altas, atrajo la vista interior de Cazaril. Se trataba de una mujer de mediana edad, rechoncha, y refulgía igual que una vela tras una pantalla de cristal verde. Miró directamente a Cazaril en una ocasión, para apresurarse a continuación a clavar la mirada en el atribulado divino que dirigía sus oraciones.
Cazaril dio un discreto codazo a Nan, y susurró:
– ¿Quién es esa acólita al final de la segunda fila del coro de la Madre, lo sabéis?
Nan miró de reojo.
– Una de las parteras de la Madre. Según dicen, es muy buena.
– Oh.
Cuando salieron los animales sagrados, la congregación prestó más atención. No estaba nada claro qué dios iba a acoger el alma de Dondo de Jironal. Su predecesor en el generalato de la Hija, pese a ser padre y abuelo, había sido llamado de inmediato por la Dama de la Primavera, a cuyo fiel servicio había fallecido. Dondo había servido en la orden militar del Hijo en calidad de oficial en su juventud. Y se sabía que había engendrado una caterva de bastardos, amén de dos hijas repudiadas fruto de su difunta primera esposa, que había entregado al cuidado de unos parientes del campo. Y, aunque no se hablara de ello, puesto que su alma había sido arrebatada por el demonio de la muerte del Bastardo, sin duda había pasado por las manos de este último dios. ¿Se habrían cerrado esas manos en torno a su espíritu?
La acólita que portaba el arrendajo de la Hija dio un paso al frente ante un gesto del archidivino Mendenal, y levantó la mano. El pájaro aleteó, pero se aferró tenazmente a su manga. Miró de soslayo al archidivino, que frunció el ceño y le indicó con un ademán que se acercara al féretro. La joven pareció arrugar la nariz en muda protesta, pero avanzó, obediente, sujetando al arrendajo con ambas manos, y lo posó firmemente sobre el pecho del cadáver.
Apartó las manos. El arrendajo levantó la cola, soltó un pegote de guano, y alzó el vuelo como una exhalación, arrastrando sus cintas de seda con brocados en medio de estridentes pitidos. Al menos tres hombres que oyera Cazaril resoplaron y sisearon pero, a la vista del severo semblante del canciller, contuvieron la risa. Los ojos de Iselle llameaban igual que fuegos cerúleos, y miró al suelo recatadamente; su aura parecía sulfurada. La acólita retrocedió, mirando al cielo, siguiendo con ansiedad el vuelo del ave. El arrendajo fue a posarse en los adornos que coronaban uno de los pilares de pórfido del anillo que rodeaba la corte, y pitó de nuevo. La acólita fulminó con la mirada al archidivino; éste la despidió con un ademán apremiante, y la joven hizo una reverencia y se retiró para intentar llamar de nuevo al pájaro a su mano.
El ave verde de la Madre también se negó a abandonar el brazo de su portadora. El archidivino optó por no repetir el desastroso experimento anterior, y se limitó a asentir con la cabeza para que la acólita recuperara su lugar en el círculo de criaturas.
El acólito del Hijo arrastró al zorro tirando de la cadena hasta el borde del féretro. El animal gañía y lanzaba mordiscos al aire, arañando ruidosamente las baldosas en su intento por resistirse. El archidivino le indicó que se retirara.