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Cazaril arqueó las cejas.

– Me he ocupado del adiestramiento de jóvenes soldados, lady. Nunca del de jóvenes doncellas. Esto escapa a mis conocimientos. -Vaciló, antes de decir, casi a su pesar-: A mí me parece que ya es demasiado tarde para enseñar a Iselle a ser una cobarde. Pero podrías llamarle la atención sobre las escasas evidencias en que ha basado su actuación. ¿Cómo podía estar tan convencida de que el juez era culpable por un rumor? ¿Una habladuría, un cotilleo? A veces, incluso las pruebas más sólidas pueden mentir. -Pensó contrito en el hombre de los baños y en lo que le habían sugerido las cicatrices de su espalda-. Ya es demasiado tarde para arreglar lo de hoy, pero quizá le dé que pensar en el futuro. -Con voz más seca, añadió-: Y quizá queráis tener más cuidado con lo que discutís delante de ella.

De Ferrej frunció el ceño.

– Delante de cualquiera de ellas -matizó la provincara-. Cuatro oídos, una mente… o una conspiración. -Frunció los labios y lo miró con ojos entornados-. Cazaril… vos habláis y sabéis escribir darthaco, ¿no es así?

Cazaril parpadeó ante el brusco giro de la conversación.

– Sí, mi lady…

– ¿Y roknari?

– Mi, ah, roknari de la corte está algo oxidado. Eso sí, hablo roknari vulgar con fluidez.

– ¿Y geografía? ¿Conocéis la geografía de Chalion, de Ibra, de los principados roknari?

– Cinco dioses, sí, mi lady. Lo que no ha hollado mi caballo, lo han pisado mis botas, y por donde no he pasado es que me han arrastrado. O enterrado. Tengo la geografía de estas tierras impresa en la piel. Y he costeado al menos medio archipiélago remando.

– Y escribís, cifráis, leéis libros… habéis redactado cartas, informes, tratados, órdenes logísticas…

– Quizá ahora me tiemble un poco la mano, pero sí, he hecho todo eso -admitió, con creciente recelo. ¿Dónde desembocaría ese interrogatorio?

– ¡Sí, sí! -La provincara dio una palmada; el ruido sobresaltó a Cazaril-. Los dioses han querido que os poséis en mi brazo. Que me lleven los demonios del Bastardo si soy tan necia como para no domesticaros.

Cazaril sonrió, perplejo y curioso.

– Cazaril, dijisteis que buscabais trabajo. Tengo uno para vos. -Se reclinó contra el respaldo, triunfal-. ¡Secretario tutor de la rósea Iselle!

Cazaril sintió que se le desencajaba la mandíbula. Parpadeó con gesto estúpido.

– ¿Qué?

– Teidez ya tiene su propio secretario, que ordena los libros de sus aposentos, redacta sus cartas, cosas así… va siendo hora de que Iselle disponga de su propio custodio, en el umbral entre el mundo de las mujeres y el mayor al que tendrá que enfrentarse. Además, ninguna de esas estúpidas institutrices ha sido capaz de bregar con ella. Necesita la autoridad de un hombre, eso es. Tenéis el rango, tenéis la experiencia… -La provincara… sonrió, eso era lo único que podría decirse de su sobrecogedora expresión de regocijo-. ¿Qué me decís, mi lord castelar?

Cazaril tragó saliva.

– Creo… creo que si me prestarais una navaja ahora, con la que poder cortarme el cuello, nos ahorraríamos tiempo. Por favor, vuestra gracia.

La provincara bufó.

– Bien, Cazaril, bien. Eso me gusta en un hombre, que no subestime su situación.

De Ferrej, que al principio había parecido sobresaltado y alarmado, miró a Cazaril con renovado interés.

– Apostaría a que podríais dirigir su atención hacia las declinaciones darthacas. Habéis estado allí, a fin de cuentas, lo que no puede decirse de ninguna de estas cotorras -prosiguió la provincara, cada vez más entusiasmada-. El roknari, también, aunque recemos para que nunca le haga falta. Leedle poesía brajarana, recuerdo que os gustaba. Modales… saben los dioses que habéis servido en la corte del roya. Vamos, vamos, Cazaril, no me miréis con ojos de cordero degollado. Os resultará tarea sencilla, durante vuestra convalecencia. Eh, no penséis que no me doy cuenta de la enfermedad que habéis sufrido -añadió ante su débil gesto de negación-. Sólo tendrías que escribir, como mucho, un par de cartas a la semana. Menos. Y habéis trabajado de correo… cuando salgáis a montar con las muchachas, no tendré que escuchar después los resoplidos y los resuellos de esas pazguatas de muslos de miga de pan. En cuanto a lo de cuidar de los libros de su cuarto… bah, después de haber gobernado una fortaleza, eso debería de ser un juego de niños para vos. ¿Qué decís, estimado Cazaril?

La visión era a un tiempo tentadora y abrumadora.

– ¿No podrías darme mejor una fortaleza sitiada?

El humor desapareció de la faz de la provincara. Se inclinó hacia delante y le dio una palmada en la rodilla; bajó la voz, y exhaló:

– Lo estará, dentro de poco. -Hizo una pausa, lo estudió-. Me preguntasteis si había algo que pudierais hacer para aliviar mi carga. A grandes rasgos, la respuesta es no. No podéis devolverme la juventud, no podéis… mejorar muchas cosas. -Cazaril se preguntó de nuevo hasta qué punto pesaba sobre ella la frágil salud de su hija-. Pero este pequeño favor sí que podéis hacérmelo, ¿verdad?

Le estaba suplicando. Ella le estaba suplicando a él . El mundo se había vuelto del revés.

– Estoy a vuestras órdenes, desde luego, lady, desde luego. Es sólo que… es que… ¿estáis segura?

– No sois ningún desconocido aquí, Cazaril. Y siento la desesperada necesidad de encontrar un hombre en el que confiar.

Se le derritió el corazón. O la sesera. Inclinó la cabeza.

– En ese caso, soy todo vuestro.

– De Iselle.

Cazaril, con los codos en las rodillas, la miró a ella y a un lado, al ceñudo y pensativo de Ferrej, y de nuevo a la anciana de rostro obstinado.

– Lo… entiendo.

– Sé que lo entendéis. Por eso Cazaril, os quiero para ella.

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