Ignoro cuánto tiempo transcurrió después, en la celda húmeda donde fui recluido en la sola compañía de una rata enorme que se pasaba el tiempo mirándome desde un oscuro sumidero que había en un ángulo de la estancia. Dormí, tuve pesadillas, cacé chinches en mis ropas para matar el tiempo, y por tres veces devoré el pan duro y la escudilla de nauseabundo potaje que un carcelero sombrío y mudo puso en el umbral de la celda con mucho estrépito de llaves y cerrojos. Estaba industriando el modo de acercarme a la rata y matarla, pues su presencia me llenaba de terror cada vez que sentía vencerme el sueño, cuando el esbirro bermejo y el grandullón -así le haya dado Dios como a mí me dio- vinieron en mi busca. Esta vez, tras recorrer varios corredores a cuál más siniestro, vime en una estancia parecida a la primera, con ciertas tenebrosas novedades en lo que se refiere a compañía y mobiliario. Tras la mesa, amén del individuo de barba y ropón negro, el escribano con cara de cuervo y los dominicos, había otro fraile de la misma orden a quien los demás trataban con mucho respeto y sumisión. Y verlo daba miedo. Tenía el cabello gris, corto, en forma de casquete alrededor de las sienes; y las mejillas hundidas, las manos descarnadas como garras que emergían de las mangas del hábito, y sobre todo el brillo fanático de unos ojos que parecían consumidos por la fiebre, hacían desear no tenerlo nunca como enemigo. A su lado, los otros parecían tiernas hermanitas de los pobres. Y a eso hay que añadir, en un lado de la habitación, un potro de tortura con las cuerdas listas para ser ocupadas. Esta vez no había silla donde sentarme, y las piernas, que me sostenían a duras penas, empezaron a temblar. Allí faltaba pescado para tanto gato.
De nuevo ahorraré a vuestras mercedes los trámites y el prolijo interrogatorio a que fui sometido por mis viejos conocidos los dominicos, mientras el del ropón y el nuevo inquisidor oían y callaban, los esbirros permanecían quietos a mi espalda, y el escribano mojaba una y otra vez la pluma en el tintero para anotar todas y cada una de mis respuestas y silencios. Esta vez, merced a la actitud del recién llegado -pasaba a los interrogadores papeles que éstos leían con atención antes de formular nuevas preguntas-, pude hacerme alguna idea de lo que me había caído encima. La temible palabra «judaizantes» se pronunció al menos cinco veces, y a cada una de ellas yo sentía erizárseme el cabello. Aquellas once letras habían llevado a mucha gente a la hoguera.
– ¿Sabías que la familia de la Cruz no es de sangre limpia?
Esas palabras me alcanzaron como un golpe, pues no ignoraba su siniestro alcance. Desde la expulsión de los judíos por los Reyes Católicos, la Inquisición perseguía con rigor los residuos de la fe mosaica, en especial a aquellos conversos que en secreto permanecían fieles a la religión de sus abuelos. En una España de tan hipócritas apariencias, donde hasta el más bajo villano alardeaba de hidalgo y cristiano viejo, el odio al judío era general, y los expedientes de limpieza de sangre probada, auténticos o comprados con dinero, eran imprescindibles para acceder a cualquier dignidad o cargo de importancia. Y mientras los poderosos se enriquecían en negocios de escándalo, abroquelados en misas y limosnas públicas, el pueblo, de espíritu violento y vengativo, mataba el hambre y el aburrimiento besando reliquias, usando indulgencias y persiguiendo con entusiasmo a brujas, herejes y judaizantes. Y como ya dije en alguna ocasión al referirme al señor de Quevedo y a otros, ni siquiera los más altos ingenios españoles eran ajenos a aquel clima de odio y rechazo a la heterodoxia. Consideremos que hasta el gran Lope había escrito:
Dura nación, que desterró Adriano,
y que por nuestro mal viniendo a España,
hoy tanto oprime y daña
el Imperio cristiano,
pues rebelde en su bárbara porfía
infama la española Monarquía.
O el otro grande de la comedia, Don Pedro Calderón de la Barca, quien haría decir más tarde a uno de sus famosos personajes:
¡Oh, qué maldita canalla!
Muchos murieron quemados,
y tanto gusto me daba
verlos arder, que decía,
atizándoles la llama:
«Perros herejes, ministro
soy de la Inquisición Santa.»
Sin olvidar al propio Don Francisco de Quevedo -el mismo que a tan menguada hora andaba sin duda o preso o fugitivo por hacer punto de honor en ayudar a un amigo de sangre conversa-, quien, paradojas de aquel siglo infame, fascinante y contradictorio, alumbró contra la raza de Moisés no pocos versos ni pocas prosas. Y es que en los últimos tiempos, quemados o expatriados los protestantes y los moriscos, la incorporación del reino de Portugal cuando nuestro bueno y grande Felipe II había traído copia de judíos disimulados o públicos en los que hincar el diente, y la Inquisición los rondaba como el chacal acecha la carroña. Tal era, por cierto, otro de los motivos que enfrentaban al valido, conde de Olivares, con el consejo de la Suprema. Porque, en su intento por conservar intacta la vasta herencia de los Austria, amén de exprimir las bolsas agotadas de los vasallos y las egoístas de los nobles, combatir en Flandes y esforzarse por quebrar los fueros de Aragón y Cataluña -lo que no era pedo de monja-, Don Gaspar de Guzmán, harto de que la monarquía fuese rehén en manos de banqueros genoveses, pretendía reemplazarlos por los de Portugal, cuya limpieza de sangre podía resultar dudosa, más su dinero era cristiano viejo, diáfano, contante y sonante. Esto enfrentó al valido con los consejos de Estado, con la Inquisición y con el propio nuncio apostólico, mientras el Rey nuestro señor, bondadoso y meapilas, débil en materia de conciencia como en otras muchas cosas, se mostraba indeciso; y prefería que nos diesen a todos sus súbditos bien por el saco, sangrándonos el último maravedí, a que nos contaminaran la fe. Lo que, dicho en plata, era hacernos un pan con unas hostias, o al revés, o como se diga. Y encima, ya más adelante y mediado el siglo, con la caída en desgracia del conde-duque, el Santo Oficio pasó factura, desencadenando una de las más crueles persecuciones de judeoconversos conocidas en España. Eso terminó de arruinar el proyecto de Olivares, de modo que muchos importantes banqueros y asentistas hispano-portugueses lleváronse a otros países, como Holanda, sus riquezas y su comercio en beneficio de los enemigos de nuestra corona; con lo que terminaron por jodernos del todo. Y digo terminaron, porque entre los nobles y los frailes de aquí, y los herejes de allá, y la puta que los parió a todos, remataron el desangrarnos bien. Que a perro flaco todo son pulgas, y los españoles no necesitamos a nadie para arruinarnos, pues siempre dominamos bien sobrados el finibusterre de hacerlo solos.
Y allí estaba yo, en resumen, apenas un mozo imberbe y en mitad de todos aquellos tejes y manejes por los que, eso saltaba a la vista, estaba a punto de pagar con mi joven cuello. Suspiré, desesperanzado. Luego miré al interrogador, que seguía siendo el dominico joven. El escribano aguardaba, suspendida la pluma sobre el papel, mirándome como se mira a alguien que lleva todos los puntos para convertirse en picón de brasero.
– No conozco a ninguna familia de la Cruz -respondí por fin, con cuanta convicción fui capaz-. Luego mal puedo conocer su limpieza de sangre.
El escribano inclinó la cabeza como si esperase aquella respuesta, rasgueó la pluma e hizo su puerco oficio. El fraile viejo y flaco no me quitaba ojo.
– ¿Sabes -preguntó el joven- que sobre Elvira de la Cruz pesa la acusación de incitar a prácticas hebraicas a sus compañeras monjas y novicias?
Tragué saliva. O más bien lo intenté, cuerpo de Dios, porque tenía la boca como un guijarro. La trampa se cerraba, y era una trampa endiabladamente siniestra. Negué de nuevo, cada vez más asustado de columbrar adónde me llevaba todo aquello.
– ¿Sabes que su padre y hermanos y otros cómplices, judaizantes como ella, intentaron liberarla después que fue descubierta y recluida por el capellán y la prioresa de su convento?
La cosa olía ya sin rebozo a chamusquina, y yo era carne de aquel asado. Volví a negar, pero esta vez la voz no quiso salir de mi garganta. No le plugo, dicho en culto, y hube de limitarme a negar con la cabeza. Pero mi fiscal, o lo que fuera, prosiguió implacable.
– ¿Y niegas que tú y tus cómplices formáis parte de esa conspiración judaica?
Ahí, a pesar del miedo -que no era por cierto ligero-, me amostacé un poco.
– Yo soy vascongado y cristiano viejo -protesté-. Tan bueno como mi padre, que fue soldado y murió en las guerras del Rey.
El inquisidor hizo un gesto despectivo con la mano, como si en las guerras del Rey muriese todo cristo y eso no significara gran cosa. Inclinóse entonces el inquisidor flaco y silencioso hacia el joven, deslizando unas palabras en su oído, y éste asintió respetuosamente. Luego el otro volvióse a mí, y habló por vez primera. Su tono era tan amenazador y cavernoso que, de pronto, el fraile joven se me antojó el non plus ultra de la comprensión y la simpatía.
– Repite tu nombre -ordenó el viejo flaco.
– Íñigo.
La mirada severa del dominico, los ojos febriles alojados en profundas cuencas, me habían hecho tartamudear la respuesta. Prosiguió, implacable.
– Íñigo y qué más.
– Íñigo Balboa.
– ¿Y el apellido de tu madre?
– Se llama Amaya Aguirre, reverendo padre.
Todo eso lo había dicho ya, y estaba en los papeles; de modo que el negocio daba muy mala espina. El fraile me dirigía una mirada feroz, extrañamente satisfecha.
– Balboa -dijo- es apellido portugués.
La tierra pareció faltar bajo mis pies, pues no se me escapaba el alcance de aquel tiro envenenado. Era cierto que el apellido procedía de la raya con Portugal, de donde mi abuelo había salido para alistarse en las banderas del Rey. De pronto -ya dije a vuestras mercedes que siempre fui mozo de buen despejo- todas las implicaciones del asunto se me iluminaron con tan meridiana claridad, que si hubiera tenido cerca una puerta abierta habría salido por ella a todo correr. Miré de soslayo el potro, aquel instrumento de tortura que aguardaba a un lado, y que la Inquisición nunca usaba como castigo, sino como instrumento para esclarecer la verdad; lo que no era más tranquilizador en absoluto. Mi única esperanza era que, según las reglas del Santo Oficio, no podía darse tormento a gentes de buena fama, consejeros reales o mujeres embarazadas, ni a siervos para que declarasen contra su amo, ni a menores de catorce años, O sea, a mí. Pero ya estaba a punto de cumplir esos fatídicos catorce; y si aquellos individuos eran capaces de buscarme antepasados judíos, también lo eran de hacerme crecer a su antojo los meses necesarios para una sesión de cuerda. Que, aunque solía hacerle cantar a uno, no era precisamente cuerda de guitarra.