Llegaron al día siguiente por la mañana. Oí crujir sus pasos en la escalera de la corrala, y cuando fui a abrir la puerta el capitán ya estaba en ella, en mangas de camisa y muy serio. Observé que durante la noche había estado limpiando sus pistolas y que una se hallaba cebada y a punto sobre la mesa, cerca de la viga donde, colgado de un clavo, pendía su cinto con la espada y la daga.
– Vete a dar una vuelta, Íñigo.
Obedecí, saliendo al zaguán, y allí me crucé con Don Francisco de Quevedo, que subía los últimos peldaños acompañado por tres caballeros, más con aire de no conocerlos. Advertí que no habían utilizado la puerta de la calle del Arcabuz, sino la que comunicaba nuestra corrala con la taberna de Caridad la Lebrijana y daba a la calle de Toledo, más frecuentada y, por tanto, más discreta. Don Francisco me dio un cachete cariñoso antes de entrar en la casa, y yo me fui por la galería no sin echar un vistazo a sus acompañantes. Uno era hombre de edad, con abundantes canas; y los otros, dos jóvenes de dieciocho a veintitantos años, buenos mozos y de cierto parecido, cual sí fueran hermanos, o parientes. Los tres vestían ropas de viaje y tenían aspecto forastero.
Juro a vuestras mercedes que siempre fui bien nacido y discreto. Ni soy fisgón, ni lo era entonces. Pero el mundo, a los trece años, es un espectáculo fascinante del que cualquier muchacho ansía no perderse detalle; y a eso hemos de añadir las palabras cazadas al vuelo la tarde anterior entre el señor de Quevedo y el capitán Alatriste. De modo que, en honor a la verdad de cuanto refiero, debo confesar que rodeé la galería de la corrala, me icé hasta el tejado con la agilidad de mi extrema juventud, y, tras deslizarme por un alero hasta la ventana, volví a entrar en la casa con mucho tiento, agazapándome en mi cuarto; pegado a la pared en el hueco de una alacena, junto a cierta rendija desde la que podía ver y escuchar cuanto ocurría al lado. Procurando no hacer ruido, y dispuesto a no perderme detalle de aquel episodio en el que, según palabras del propio Don Francisco, tanto Diego Alatriste como él se jugaban la cabeza. Lo que ignoraba, pardiez, era hasta qué punto estaba yo en un tris de perder la mía.
– Asaltar un convento -resumía el capitán- tiene pena de vida.
Don Francisco de Quevedo asintió en silencio y no dijo nada. Desde que hizo las presentaciones se mantenía al margen, dejando hablar a los visitantes. De éstos era el hombre de más edad quien había llevado la conversación. Estaba sentado junto a la mesa, sobre la que se hallaban su sombrero, una jarra de vino que nadie había tocado y la pistola del capitán. Y fue ese caballero quien habló de nuevo:
– El peligro es cierto -dijo-. Pero no hay otro medio de rescatar a mi hija.
Había querido decir su nombre al presentarlo Don Francisco, aunque Diego Alatriste insistiese en que no era necesario. Se llamaba Don Vicente de la Cruz y era un viejo caballero valenciano de paso en la Corte, flaco, con el pelo y la barba blancos. Debía de superar los sesenta años, pero aún gozaba de miembros vigorosos y recio andar. Sus hijos le eran muy semejantes de facciones, aunque el mayor apenas frisaba los veinticinco. Se llamaban Don Jerónimo y Don Luis. Este último era el más joven, y aunque ya con mucho aplomo, no pasaba los dieciocho. Vestían con sencillez ropas de viaje y caza: traje de sayuela negra el padre, jubones de paño azul y verde oscuro los hijos, con los tahalíes de ante y aderezos de lo mismo. Todos llevaban espada y daga al cinto, el pelo muy corto, y tenían la misma mirada franca que acentuaba su aire de familia.
– ¿Quiénes son los clérigos? -preguntó Alatriste.
Estaba de pie, recostado en una viga de la pared, los pulgares colgados del cinturón, aún sin decidir las consecuencias de cuanto venía de escuchar. En realidad miraba más al señor de Quevedo que a los visitantes, como preguntándole dónde infiernos lo acababa de meter. Por su parte, apoyado en la ventana, el poeta observaba los tejados próximos, cual si nada de aquello fuera con él. Sólo de vez en cuando se volvía hacia Alatriste para dirigirle una ojeada inexpresiva, muy de circunstancias, o se estudiaba las uñas con inusitada atención.
– Fray Juan Coroado y fray Julián Garzo -respondió Don Vicente-. Son los amos del convento; y sor Josefa, la prioresa, no habla más que por sus bocas. El resto de las monjas, o está de su parte o vive amedrentado.
El capitán Alatriste miró de nuevo a Don Francisco de Quevedo, y esta vez sí encontró sus ojos. Lo siento, decía el silencio del poeta. Sólo vuestra merced puede ayudarme en esto.
– Fray Juan, el capellán -proseguía Don Vicente-, es hechura del conde de Olivares. Su padre, Amandio Coroado, fundó el convento de las Adoratrices Benitas a sus costas, y es además el único banquero portugués con que cuenta el valido. Ahora que Olivares pretende quitarse de encima a los genoveses, Coroado es su mejor baza para sacarle dinero a Portugal, de cara a la guerra en Flandes… Por eso su hijo goza de impunidad absoluta en el convento y fuera de él.
– Vuestras acusaciones son graves.
– Están harto probadas. Ese Juan Coroado no es un clérigo inculto y crédulo de los que tanto abundan, ni un alumbrado, ni un simple solicitante, ni un fanático. Tiene treinta años, dinero, posición en la Corte, gallarda presencia… Es un pervertido que ha trocado el convento en serrallo particular.
– Hay otra palabra más justa, padre -terció el menor de los hijos.
Le temblaba la voz de ira casi en un balbuceo, y saltaba a la vista que se contenía por respeto al anciano. Don Vicente de la Cruz lo reprendió, severo:
– Quizás. Pero estando allí tu hermana, no te atreverás a pronunciarla.
Palideció el joven inclinando la cabeza, mientras su hermano mayor, más silencioso y dueño de sí, le ponía una mano sobre el brazo.
– ¿Y el otro clérigo? -preguntó Alatriste.
La luz que entraba por la ventana donde estaba apoyado Don Francisco le daba al capitán en la cara por un lado, dejando el otro en sombra y las cicatrices bien marcadas: la de la ceja izquierda y la otra más fresca en el nacimiento del cabello, en mitad de la frente, recuerdo de la escaramuza en el corral del Príncipe. La tercera cicatriz visible, también reciente y de daga, cruzaba el dorso de su mano izquierda desde la emboscada del portillo de las Ánimas; y bajo la ropa llevaba otras cuatro marcas, siendo la última la herida famosa de su licencia, cuando Fleurus, que seguía impidiéndole dormir algunas noches.
– Fray Julián Garzo es el confesor -respondió Don Vicente de la Cruz-. Y también buena pieza. Tiene un tío en el Consejo de Castilla… Eso lo convierte en intocable, como al otro.
– O sea, dos mozos de cuidado.
Don Luis, el hijo más joven, se reprimía a duras penas, crispado el puño sobre el pomo de la espada:
– Diga mejor vuestra merced dos miserables y dos canallas.
La ira contenida seguía sofocándole la voz y lo hacía parecer más joven, con aquel bozo rubio, aún no afeitado, que le oscurecía apenas el labio superior. Su padre le dirigió otra severa mirada imponiéndole silencio antes de proseguir:
– El caso -dijo- es que los muros de la Adoración son bastante espesos para acallarlo todo: un capellán que disimula su lascivia bajo una hipócrita apariencia mística, una prioresa estúpida y crédula, y una congregación de infelices que creen tener visiones celestiales o estar poseídas por el demonio -el anciano se mesaba la barba al hablar, y era evidente que hacerlo con ecuanimidad y decoro le costaba su buen trabajo-… Incluso les dicen que el amor y la obediencia al capellán son trascendentales para acceder a Dios, y que determinadas caricias y actos poco honestos, orientados por el director espiritual, son camino de altísima perfección.
Diego Alatriste distaba de sentirse sorprendido. En la España de nuestro muy católico monarca Don Felipe IV, la fe era por lo común sincera; pero sus manifestaciones exteriores resultaban a menudo, en los grandes, hipocresía, y en el vulgo, superstición. En ese panorama, buena parte del clero era gente fanática e ignorante, grosera leva de ociosos que huían del trabajo y del servicio de las armas, o bien arribista, ambiciosa e inmoral, más dedicada al medro que a la gloria de Dios. Mientras los pobres pagaban impuestos de los que estaban exentos los ricos y los religiosos, los jurisconsultos discutían si la inmunidad eclesiástica era o no derecho divino. Y no pocos abusaban de la tonsura para satisfacer mezquinos apetitos e intereses. El resultado era que, junto a clérigos sin duda honrados y santos, se daban con la misma facilidad pícaros, codiciosos y delincuentes: sacerdotes amancebados y con hijos, confesores que solicitaban a las mujeres, galanes de monjas, conventos donde se ocultaban amoríos, lances y escándalos, eran el pan, y no precisamente bendito, de cada día.
– ¿Nadie ha denunciado lo que ocurre allí adentro?
Asintió Don Vicente de la Cruz, desalentado.
– Yo mismo. Incluso envié un detallado memorial al conde de Olivares. Pero no hubo respuesta.
– ¿Y la Inquisición?
– Al corriente. Mantuve una conversación con un miembro del Consejo de la Suprema; prometió atenderme, y sé que envió dos visitadores trinitarios al convento. Pero entre los padres Coroado y Garzo, con la colaboración de la prioresa, los convencieron de que todo estaba en orden, y se despidieron con muy buenas palabras.
– Lo que, por cierto, resulta extraño -terció Don Francisco de Quevedo-. La Inquisición anda a vueltas con el conde de Olivares, y no sería éste mal pretexto para fastidiar al valido.
El caballero valenciano encogió los hombros.
– Eso creímos. Pero sin duda consideran que es picar muy alto por una simple novicia. Además, sor Josefa, la prioresa, tiene fama de piadosa en la Corte: dedica una misa diaria y oraciones especiales a que el privado y los reyes tengan hijos varones… Eso le asegura respeto y prestigio, cuando en realidad, salvo cuatro bachillerías de poquísima sustancia, es una simple a quien las maneras y el atractivo del capellán le han sorbido el seso. Nada raro su caso, por cierto, ahora que toda prioresa que se precie ha de tener, al menos, cinco llagas y olor de santidad -el anciano sonreía con amargura y desprecio-… Sus inclinaciones místicas, su afán de protagonismo, sus sueños de grandeza y sus relaciones la hacen creerse una nueva Santa Teresa. Además, el padre Coroado derrama ducados a manos llenas y la Adoración es el convento más rico de Madrid. No pocas familias quieren meter a sus hijas en él.