VI. EL PASADIZO DE SAN GINÉS
El garito hervía de gente que se jugaba las pestañas y hasta el alma. Entre el rumor de conversaciones y el ir y venir de tahúres, mirones y entretenidos en procura de barato, Juan Vicuña, antiguo sargento de caballos mutilado en Nieuport, cruzó la sala procurando que nadie le derramase el vino de Toro que llevaba en la jarra, y miró en torno, satisfecho. En la media docena de mesas, naipes, dados y dinero iban y venían, cambiaban de manos, provocaban suspiros, blasfemias, pardieces y miradas de codicia. Las monedas de oro y plata relucían bajo la luz de los velones de sebo colgados de la bóveda de ladrillo, y el negocio iba a pedir de boca. La casa de conversación de Vicuña estaba en un sótano de la cava de San Miguel, muy arrimada a la plaza Mayor; y en ella se libraban todos los lances permitidos por las pragmáticas del Rey nuestro señor, e incluso, apenas disimulados, otros que no lo eran tanto. Y la variedad resultaba diversa como la imaginación de los jugadores, que en aquel tiempo no era poca. Jugábanse tanto tresillo, polla y cientos -juegos de sangría lenta-, como el siete, el reparolo y otros juegos llamados de estocada, por la rapidez con que dejaban a un hombre sin dinero, sin habla y sin aliento. Sobre eso mismo había escrito ya el gran Lope:
Como el sacar los aceros
con el que diere ocasión,
así el jugar es razón
con quien tratere dineros.
Lo cierto es que sólo unos meses antes habíase publicado un decreto real prohibiendo las casas de juego, pues nuestro cuarto Felipe era joven, bien intencionado, y creía, asistido por su pío confesor, en cosas como el dogma de la Inmaculada, la causa católica en Europa y la regeneración moral de sus súbditos de ambos mundos; pero aquello, como los intentos de cerrar las mancebías -por no hablar de la causa católica en Europa-, era segar en verde. Porque si algo apasionaba a los españoles bajo la monarquía austriaca, amén del teatro, correr toros en las plazas y alguna otra cosa que diré más adelante, era el juego. Pueblos de tres mil vecinos gastaban al año quinientas docenas de barajas, y se jugaba tanto en la calle, donde rufianes, ciertos y ganchos improvisaban timbas para esquilmar incautos a base de gatuperio, como en casas de juegos legales o clandestinas, cárceles, mancebías, tabernas y cuerpos de guardia. Las ciudades importantes como Madrid o Sevilla hormigueaban de buscavidas y ociosos con sonante en la faltriquera dispuestos a reunirse en torno a la desencuadernada, que era como se llamaba, timazo de naipes, o a Juan Tarafe, mal nombre que bautizaba los dados. Jugaba todo el mundo, vulgo y nobleza, señores y pícaros; y hasta las damas, que aunque en casas como la de Juan Vicuña no eran admitidas, resultaban también asiduas de los garitos, tan versadas en bastos, malillas y puntos como el que más. Y cual es de imaginar en gente violenta, orgullosa y de acero fácil como éramos, y somos, excuso añadir que, muy a menudo, los lances de juego terminaban con un voto a Dios y una buena sarta de cuchilladas.
Vicuña terminó de cruzar la sala, no sin antes vigilar por el rabillo del ojo a algunos doctores de la valenciana,…así llamaba él a los rufianes fulleros expertos en el astillazo y en descornar la flor, siempre con naipes marcados en la manga, atentos a lo que caía. También se detuvo a saludar con mucha política a Don Raúl de la Poza, un hidalgo conquense muy rico de familia y muy bala perdida, apicarado de gustos, que era uno de sus mejores clientes. Hombre de costumbres fijas, Don Raúl acababa de llegar como cada noche de la mancebía de la calle Francos -en donde era habitual- y ya no abandonaría el garito hasta el alba, para oír misa de siete en San Ginés. En su mesa corrían escudos de a once como la espuma, y siempre pululaba alrededor una corte de tahúres y entretenidos que le despabilaban velas, servían jarras de vino e incluso le traían orinales cuando estaba muy metido en sangre y no quería descuidar una buena mano.
Todo a cambio del barato: el real o los dos reales que caían de propina después de cada buen lance. Aquella noche lo acompañaban el marqués de Abades y otros amigos; y eso tranquilizó a Vicuña, pues raro era el día que a Don Raúl no lo esperasen a la salida tres o cuatro matasietes, para aliviarle la ganancia.
Diego Alatriste agradeció el vino de Toro, despachando la jarra de un único y largo trago. Estaba en camisa y sin afeitar, sentado en el jergón de un cuarto discreto que Vicuña tenía aderezado en el garito para llamarse a descanso, con una celosía que dejaba ver la sala sin ser visto. Las botas puestas, la espada sobre el taburete, la pistola cargada encima de la manta, la vizcaína en la almohada y la mirada vigilante que de vez en cuando dirigía a través del enrejado de madera, lo mostraban alerta. Había una puerta trasera, casi secreta, que a través de un pasillo salía a un arco de la plaza Mayor; y Vicuña observó que el capitán había dispuesto sus avíos para recogerlos en rápida retirada hacia esa puerta, en caso necesario. En las últimas cuarenta y ocho horas, Diego Alatriste no se había relajado más que para descabezar algún breve sueño; y aun así, por la tarde, una vez que Vicuña entró con sigilo a ver si su amigo necesitaba algo, habíase topado con el amenazante cañón de la pistola apuntándole entre ceja y ceja.
Alatriste no delató impaciencia alguna con preguntas. Devolvió la jarra vacía a Vicuña y se quedó a la espera, mirándolo con sus ojos claros e inmóviles, de pupilas muy dilatadas a la escasa luz de la lamparilla de aceite que ardía sobre la mesa.
– Te espera dentro de media hora -dijo el antiguo sargento-. En el pasadizo de San Ginés.
– ¿Cómo le va?
– Bien. Pasó ayer y hoy en casa de su amigo el duque de Medinaceli sin que nadie lo molestara. No le han pregonado el nombre ni le anda detrás la justicia, ni la Inquisición, ni nadie. El lance, sea cual sea, no ha trascendido a cosa pública.
El capitán asintió despacio, reflexionando. Aquel sigilo no resultaba extraño, sino lógico. La Inquisición nunca echaba campanas al vuelo hasta que no tenía el último de los cabos bien atado. Y las cosas aún estaban a medio hacer. También la ausencia de noticias podía formar parte de la trampa.
– ¿Qué se cuenta en San Felipe?
– Rumores -Vicuña encogía los hombros-. Que si hubo estocadas a la puerta de la Encarnación, que si algún muerto… Se atribuye más a galanes de monjas que a otra cosa.
– ¿Han ido a mi casa?
– No. Pero Martín Saldaña se huele algo, porque estuvo en la taberna. Según cuenta la Lebrijana, no dijo nada pero dio a entender mucho. Los corchetes del corregidor no andan en ello, insinuó, pero hay gente cerca, vigilando. No explicó quiénes, aunque apuntaba a familiares del Santo Oficio. El mensaje es sencillo: él no baila en esta chacona, sea cual sea, y tú debes cuidar el pellejo. Por lo visto el negocio es delicado y lo llevan con mucho celo, sin dar a nadie arte ni parte…
– ¿Qué hay de Íñigo?
Lo miraba impasible, sin expresión alguna. El veterano de Nieuport se interrumpió, embarazado. Con su única mano le daba vueltas a la jarra.
– Nada -repuso al fin en voz baja-. Como si se lo hubiera tragado la tierra.
Alatriste permaneció un momento sin decir palabra. Luego miró la tablazón del suelo entre sus botas y se puso en pie.
– ¿Has hablado con el Dómine Pérez?
– Hace lo que puede, pero es difícil -Vicuña observó que el capitán se enfundaba el recio coleto de piel de búfalo-. Ya sabes que los jesuitas y el Santo Oficio no suelen hacerse confidencias, y si el mozo anda de por medio puede tardar en saberse. En cuanto sepa algo te avisará. También te ofrece la iglesia de la Compañía, por si quieres llamarte a sagrado… Dice que de allí no te sacan los dominicos ni aunque juren que has matado al nuncio -miró a través de la celosía, hacia la sala de juego, y luego volvió la vista al capitán-… Y por cierto, Diego, andes en lo que andes, espero que no hayas matado de verdad al nuncio.
Alatriste requirió la espada, introduciéndola en la vaina. Ciñósela, y luego se puso en el cinto la pistola de chispa, tras levantar el perrillo para comprobar que seguía bien cebada.
– Ya te lo contaré otro día -dijo.
Se disponía a irse como había llegado, sin explicaciones y sin dar las gracias; en el mundo que él y el veterano sargento de caballos compartían, aquellos pormenores iban de oficio. Vicuña soltó una risa ruda, de soldado:
– Voto a Dios, Diego. Soy tu amigo, pero nada curioso. Además, detestaría morir por enfermedad de soga… Así que mejor no me lo cuentes nunca.
Era avanzada la noche cuando salió embozado con capa y sombrero bajo los soportales oscuros de la plaza Mayor, andando un trecho hasta la calle Nueva. Nadie entre los escasos transeúntes se fijó en él, salvo una daifa de medio manto que, al cruzárselo entre dos arcos, propuso sin mucho entusiasmo aliviarlo de peso por doce cuartos. Cruzó la puerta de Guadalajara, donde un par de vigilantes dormitaban ante los postigos cerrados de las tiendas de los plateros, y luego, para eludir a los corchetes que solían apostarse en las cercanías, bajó por la calle de las Hileras hasta el Arenal y volvió a subir de nuevo hacia el pasadizo de San Ginés, donde a aquellas horas los retraídos se asomaban a tomar el fresco.
Como saben vuestras mercedes, las iglesias de la época eran lugares de asilo, donde no alcanzaba la justicia ordinaria. Por eso, quien robaba, hería o mataba -a eso llamaban andar en trabajos- podía acogerse a sagrado refugiándose en una iglesia o convento, donde los clérigos, celosísimos de sus privilegios, lo defendían frente a la autoridad real con uñas y dientes. Tan solicitado era el llamarse a antana, o a sagrado, que algunas iglesias famosas estaban hasta arriba de clientes que gozaban lo impune de su refugio. En tan apretada comunidad solía encontrarse lo mejor de cada casa, y faltarían sogas para honrar tanto gentil gaznate. Por razones de su profesión, el mismo Diego Alatriste había tenido alguna vez que acogerse a iglesia; y el propio Don Francisco de Quevedo, en su juventud, contaban habíase visto también en tales trances, si no en otros peores, como cuando el golpe de mano del duque de Osuna en Venecia, de donde hubo de dárselas disfrazado de mendigo. El caso es que lugares como el patio de los Naranjos de la catedral de Sevilla, por ejemplo, o buena docena de sitios en Madrid, y entre ellos San Ginés, contaban con el dudoso privilegio de acoger a la flor de la valentía, el sacabuche, el afanar y la jacaranda. Y toda esta ilustre cofradía, que al fin tenía que comer, beber, satisfacer necesidades y solventar negocios particulares, aprovechaba la noche para salir a dar una vuelta, realizar nuevas fechorías, ajustar cuentas o lo que se terciara. También recibían allí a sus amistades, e incluso a sus coimas y cómplices, con lo que los alrededores de las iglesias citadas, e incluso dependencias de las iglesias mismas, tornábanse por las noches taberna de malhechores e incluso burdel, donde se contaban hazañas reales o fingidas, se concertaban sentencias de muerte tarifando cuchilladas, y donde, en suma, latía, pintoresco y feroz, el pulso de aquella España bajuna, peligrosa y atrevida; la de los pícaros, buscones y otros caballeros del milagro, que nunca colgó en lienzos en las paredes de los palacios, pero quedó registrada en páginas inmortales. Algunas de las cuales -y no las peores, por cierto- escribiólas el propio Don Francisco: