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– Mi padre no era portugués -protesté-. Era un soldado de origen leonés, como su padre, que a la vuelta de una campaña quedóse en Oñate y casó allí… Soldado y cristiano viejo.

– Eso dicen todos.

Entonces oí el grito. Fue un grito de mujer desesperado y terrible, amortiguado por la distancia; pero tan violento que se abrió camino por pasillos y corredores, atravesando la puerta cerrada. Como si no lo hubieran oído, mis inquisidores siguieron mirándome, imperturbables. Y yo me estremecí de espanto cuando el fraile flaco dirigió sus ojos febriles hacia el potro y luego volvió a mirarme con fijeza.

– ¿Qué edad tienes? -preguntó.

El grito de mujer sonó de nuevo, parecido a un latigazo de horror; y todos siguieron inmutables, como si nadie oyese aquello más que yo. Al fondo de sus cuencas siniestras, los ojos fanáticos del dominico parecían dos sentencias de hoguera. Yo temblaba como si tuviera cuartanas.

– Trece -balbucí.

Hubo un silencio angustioso, roto sólo por el rasguear de la pluma del escribano sobre el papel. Espero que lo haya anotado bien, pensé. Trece y ni uno más. En eso estaba cuando el fraile se dirigió a mí otra vez. La mirada se le había encendido más: un brillo nuevo e inesperado, de desprecio y de odio.

– Y ahora -dijo- vamos a hablar del capitán Alatriste.

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