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V. EN EL NOMBRE DE DIOS

Desperté con sobresalto, dolorido, en la oscuridad de un coche en movimiento cuyas ventanillas estaban cegadas. Sentía un peso extraño en las muñecas, y al moverme escuché un tintineo metálico que me llenó de espanto: llevaba grilletes de hierro, y éstos se hallaban sujetos al suelo del carruaje con una cadena. A través de las rendijas vislumbré luz, por lo que deduje era ya entrado el día. De cualquier modo, yo no tenía idea del tiempo transcurrido desde mi prisión; pero el carruaje rodaba a velocidad regular, y a veces, en las cuestas, oía el chasquido del látigo y los gritos del cochero fustigando a las mulas. También sonaban cascos de caballerías junto al estribo, yendo y viniendo. Me conducían, pues, fuera de la ciudad, encadenado y con escolta. Y según había oído al caer preso, quien me llevaba era la Inquisición. No había que estrujarse mucho el magín para concluir lo evidente: si alguien tenía un negro futuro en perspectiva, ese alguien era yo.

Lloré. Me puse a llorar con desconsuelo en la oscuridad traqueteante del carruaje, donde nadie podía verme. Lloré hasta que no me quedaron lágrimas, y luego, sorbiéndome los mocos, me acurruqué en un rincón y me puse a esperar, muerto de miedo. Como todos los españoles de entonces, yo sabía suficiente de los usos inquisitoriales -aquella siniestra sombra formó durante años y años parte de nuestras vidas- para conocer cuál era mi destino: las temibles mazmorras secretas del Santo Oficio, en Toledo.

Creo haber hablado antes a vuestras mercedes de la Inquisición. Lo cierto es que no fue aquí peor que en otros países de Europa; aunque holandeses, ingleses, franceses y luteranos, que eran entonces nuestros enemigos naturales, la incluyeran en esa infame Leyenda Negra con la que justificaron el saqueo del imperio español en la hora de su decadencia. Verdad es que el Santo Oficio, creado para velar por la ortodoxia de la fe, en España fue más riguroso que en Italia y Portugal, por ejemplo, y aún peor en las Indias Occidentales. Pero Inquisición hubo también en otros sitios. Y además, con su pretexto o sin él, tudescos, franceses e ingleses chamuscaron más heterodoxos, brujas y pobres desgraciados que los quemados en España; donde, merced a la puntosa burocracia de la monarquía austriaca, todos y cada uno de los chicharrones que hubo, muchos pero no tantos, figuran debidamente registrados con procesos, nombres y apellidos. Cosa de la que no pueden presumir, por cierto, los gabachos del Rey cristianísimo de Francia, los malditos herejes de más arriba o la Inglaterra siempre falsa, miserable y pirata; que cuando quemaban ellos lo hacían alegremente y a montón, sin orden ni concierto y según les venía en ganas o en intereses, condenado hatajo de hipócritas. Además, en aquel tiempo la justicia seglar era tan cruel como la eclesiástica, y las gentes también lo eran, por incultura y por afición natural del vulgo a ver descuartizar al prójimo. De cualquier modo, la verdad es que a menudo la Inquisición fue un arma de gobierno en poder de reyes como nuestro cuarto Felipe, que dejó en sus manos el control de cristianos nuevos y judaizantes, la persecución de brujos, bígamos y sodomitas, e incluso la potestad de censurar libros y combatir el contrabando de armas y caballos, y el de la moneda y su falsificación. Esto, con el argumento de que contrabandistas y monederos falsos perjudicaban grandemente los intereses de la monarquía; y quien era enemigo de ésta, defensora de la fe, lo era también de Dios, en corto y por derecho.

Y sin embargo, a pesar de las calumnias extranjeras, y a pesar de que no todos los procesos se resolvieron en la hoguera y hubo numerosos ejemplos de piedad y de justicia, la Inquisición, como todo poder excesivo en manos de los hombres, resultó nefasta. Y la decadencia que sufrimos los españoles en el siglo -polvos que trajeron y traerán todavía muchos lodos- puede explicarse, ante todo y sobre todo, por la supresión de la libertad, el aislamiento cultural, la desconfianza y el oscurantismo religioso creados por el Santo Oficio. Era tan grande el horror que esparcía, que hasta sus llamados familiares, agentes colaboradores de la Inquisición -oficio que podía adquirirse con dinero-, gozaban de completa impunidad. Decir familiar del Santo Oficio equivalía a decir espía o delator, y de ellos se censaban 20.000 en la España del católico Felipe. Con ese panorama, hagan cuentas vuestras mercedes de lo que la Inquisición significó en un país como el hispano, donde a la justicia la movía menos un toro que un doblón de a ocho, donde se compraba y se vendía hasta el Santísimo Sacramento, y donde, además, cada hijo de vecino tenía cuentas que ajustar con otro, sin que hubiese dos españoles -y a fe mía sigue sin haberlos- que tomaran el chocolate para el desayuno de la misma forma: de Guaxaca aquél, negro el otro, ése removido con leche, éste con picatostes y el de más allá en jícara y con torrijas. La cuestión ya no era ser buen católico y cristiano viejo, sino parecerlo. Y nada lo parecía más que delatar a quienes no lo eran; o a quienes uno sospechaba, por viejos rencores, celos, envidias o querellas, que bien pudieran no serlo. Y entre el paisanaje, como era de esperar, llovían las denuncias, y el sé de buena tinta, y el cuentan que, igual que si cayese granizo. Así, cuando el dedo implacable del Santo Oficio apuntaba a algún infeliz, éste se veía abandonado en el acto de valedores, amigos y parientes. Y de ese modo acusaba el hijo al padre, la mujer al marido, y el preso necesitaba delatar a cómplices, o inventarlos, para escapar a la tortura y a la muerte.

Y ahí estaba yo, a mis trece años, atrapado en aquella red siniestra, sabiendo lo que me esperaba y sin atreverme siquiera a parar muchas mientes en ello. Conocía historias de gente que se había quitado la vida para escapar al horror de las cárceles hacia las que me llevaban; y debo confesar que allí, en la oscuridad del carruaje, llegué a comprenderlos bien. Hubiera sido más fácil y más digno, discurría, haberme ensartado en la espada de Gualterio Malatesta y concluir el negocio con rapidez y limpieza. Pero, sin duda, la Divina Providencia quería hacerme pasar por esa prueba. Suspiré hondo, acurrucado en mi rincón, resignado a afrontarla sin remedio. Aunque no hubiera estado de más, meditaba, que la Providencia, divina o no, le hubiera reservado aquella prueba a cualquier otro.

Durante el resto del viaje pensé mucho en el capitán Alatriste. Deseaba con toda mi alma que estuviera a salvo, tal vez en algún lugar cercano, dispuesto a liberarme. Pero la idea no se sostuvo mucho tiempo. Aun en el caso en que hubiera escapado de lo que, sin duda, era trampa bien aderezada por sus enemigos, aquel no era un libro de caballerías; y los grillos que tintineaban en mis manos con el movimiento del carruaje eran harto reales. Como lo eran el miedo y la soledad que sentía, y mi destino incierto. O cierto, según el punto de vista. El caso es que, más adelante, la vida y el paso del tiempo, las aventuras, los amores, y las guerras del Rey nuestro señor, hiciéronme perder la fe en muchas cosas. Pero ya entonces, pese a mis pocos años, yo había dejado de creer en los milagros.

El carruaje se detuvo. Oí cómo el cochero cambiaba las mulas, así que de fijo parábamos en algún relevo de posta. Me aplicaba a calcular dónde estaríamos, cuando se abrió la portezuela; y el resplandor repentino de la luz deslumbróme de tal modo que durante unos instantes fui ciego. Me froté los ojos y, cuando pude ver, Gualterio Malatesta se hallaba junto al estribo, observándome. Vestía como siempre de negro riguroso, incluso guantes y botas, pluma negra en el sombrero y aquel bigote fino que acentuaba la delgadez de sus facciones, forzando el contraste entre la pulcritud de su recorte y el rostro donde lucía, tan devastado por marcas y cicatrices que recordaba un campo de batalla. A su espalda, al término de un amplio declive del terreno y a cosa de media legua, pude ver que Toledo se recortaba en el paisaje dorado por el sol poniente, con sus viejas murallas coronadas por el alcázar del emperador Carlos.

– Aquí nos despedimos, rapaz -dijo Malatesta.

Lo miré aturdido, sin comprender. El mío debía de ser un aspecto lamentable, con toda la sangre seca del pobre Luis de la Cruz en mi cara y ropas, y las huellas del viaje. Por un momento creí ver fruncirse el ceño del italiano, como si no estuviera satisfecho de mi estado, O de mi situación. Yo seguía mirándolo, confuso.

– Aquí se hacen cargo de ti -añadió, al cabo.

Inició un esbozo de sonrisa: aquel gesto suyo lento, cruel y peligroso, que descubría los dientes blancos como colmillos de un lobo. Pero lo interrumpió en seguida, cual con desgana. Tal vez estimó que yo estaba asaz abatido como para mortificarme con su mueca. Lo cierto es que no parecía del todo a sus anchas. Todavía me observó un momento y luego, otra vez inescrutable, apoyó la mano en la portezuela para cerrarla de nuevo.

– ¿Dónde me llevan? -pregunté.

Mi voz había sonado débil, tan desconocida como si perteneciera a otro. El italiano se quedó quieto. Sus ojos negros como la muerte me miraban sin parpadear. Gualterio Malatesta siempre te miraba igual que si no tuviera párpados.

– Allí.

Señalaba con un gesto del mentón la ciudad que tenía a la espalda. Miré su mano apoyada en la portezuela como si fuera la mano del verdugo, y aquella la losa de una tumba. Luego quise prolongar lo que mi instinto decía era la última luz del sol que iba a ver en mucho tiempo.

– ¿Por qué?… ¿Qué he hecho?

No respondió. Sólo siguió observándome un poco más. Hasta mí llegaba el ruido del cambio de mulas, y al enganchar las de refresco se estremeció el carruaje. Vi pasar por detrás del italiano a varios hombres armados hasta los dientes, y entre ellos los hábitos negros y blancos de un par de frailes dominicos. Uno me dirigió al pasar una ojeada indiferente y breve, cual si en vez de a ser humano la dirigiese a un objeto; y aquella mirada me produjo más miedo que ninguna otra cosa.

– Lo siento, rapaz -dijo Malatesta.

Parecía haber leído el horror en mi pensamiento. Y que me lleve el diablo si en aquel momento no pensé de veras que era sincero. Fue sólo un instante, sin embargo. Esas tres palabras, y apenas un reflejo en la oscuridad de su mirada. Más cuando quise ahondar en lo que creí atisbo de compasión, topéme de nuevo con la máscara impasible del sicario. Vi que empezaba a cerrar la portezuela.

– ¿Qué es del capitán? -pregunté angustiado, intentando retener un poco más aquel sol que estaban a punto de arrebatarme, quizá para siempre.

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