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– Tiene hígados, el mozo.

Hubo risas entre las sombras que nos cercaban tras el farol. Malatesta alargó su acero hasta rozar la punta de mi daga. Aquel toque metálico me erizó el vello en la nuca.

– Déjalo ya -dijo.

Alguien volvió a reír, y aquella risa me encendió la sangre. Tiré una cuchillada violenta para apartar el acero de Malatesta, y el cling resonó igual que un desafío. De pronto, sin saber cómo, vi la punta de su espada a dos pulgadas de mi cara, inmóvil, cual sí considerase muy por lo menudo atravesarme o no. Tiré otra cuchillada, más la hoja desapareció de pronto y mi golpe se perdió en el vacío.

Hubo nuevas risas. Y yo sentí por mí mismo una pena muy honda y un gran desconsuelo; una tristeza infinita que me hizo subir las ganas de llorar, no a los ojos -que mi orgullo mantenía secos-, sino al corazón y la garganta. Y comprendí que hay cosas que ningún hombre puede tolerar, aunque le vaya la vida en ello, o justamente porque le va en ello más que la vida. Y en esa tristeza rememoré los montes y los campos verdes de mi infancia, y el humo de los caseríos en el aire húmedo de la mañana, y el recuerdo de las manos duras y ásperas de mi padre, con el roce de su mostacho de soldado el día que me abrazó por última vez siendo yo muy niño, antes de ir a buscar su destino bajo los muros de Jülich. Y sentí el calor de la chimenea, y entreví el escorzo de mi madre inclinada junto al fuego, cosiendo o cocinando; y la risa de mis hermanillas que jugaban cerca. Y añoré desesperadamente el calor tibio del lecho al amanecer los días de invierno. Y después fue el cielo azul como los ojos de Angélica de Alquézar el que lamenté no tener sobre mí, en vez de acabar en la oscuridad, a la luz de un farol, de aquel modo tan sombrío y tan triste. Pero nadie escoge el momento, y aquel sin duda era el mío.

Es hora de morir, me dije. Y con todo el vigor de mis trece años, y con toda la desesperación de cuantas cosas hermosas ya no serían posibles para mí, nunca, miré con fijeza la punta reluciente del acero enemigo y encomendé mi alma a Dios torpemente, con una rápida oración que mi madre me había enseñado en su lengua vascuence con mis primeras palabras. Y luego, seguro de que mi padre estaría aguardándome con los brazos abiertos y una sonrisa de orgullo en la boca, empuñé bien fuerte la daga, cerré los ojos y me arrojé, tirando cuchilladas a ciegas, contra la espada de Gualterio Malatesta.

Viví. Después, cada vez que quise recordar el momento, sólo pude recomponerlo mediante una rápida sucesión de sensaciones: el brillo último de la espada ante mí, la fatiga del brazo asestando golpes a diestro y siniestro, el impulso hacia adelante sin dar en nada, ni acero, ni dolor, ni resistencia. Y, de pronto, el contacto con un cuerpo sólido, recio, y unas ropas, y una mano fuerte que me sujetaba, o más bien parecía abrazarme cual si temiera que me lastimase. Y mi brazo intentando liberarse para apuñalar, mientras yo me debatía en silencio, y una voz con vago acento italiano susurraba «¡Tranquilo, rapaz, tranquilo!» casi con ternura, sujetándome como si el daño con la daga me lo fuera a infligir yo mismo. Y luego, mientras seguía debatiéndome con la cara hundida entre aquel ropaje oscuro que olía un poco a sudor y un poco a cuero y a metal, la mano que parecía abrazarme o protegerme retorcióme el brazo despacio, sin excesiva brutalidad, hasta que hube de soltar la daga. Entonces, a punto de echarme a llorar y deseando poder hacerlo, así aquel brazo con fuerza, con rabia, como un perro de presa dispuesto a hacerse matar en el sitio. Y no cejé hasta que aquella misma mano se cerró en un puño, y un golpe detrás de mi oreja hizo estallar la noche en mil pedazos y me sumió en un sueño repentino y brutal. Un vacío negro, profundo, donde caí sin proferir un grito ni una queja. Dispuesto a ir a Dios como buen soldado. Después soñé que no había muerto. Y me aterró la certeza de que iba a despertar.

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