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Tras un instante para estorbar que lo siguieran, Alatriste hizo lo mismo, eligiendo una calleja que tenía prevista según costumbre de los soldados veteranos, hechos a industriar caminos de retirada antes de trabarse en combate; pues luego, cuando viene un mal naipe, no siempre quedan salud o claridad de juicio para tan útil diligencia. La callecita discurría bajo un arco y se cerraba en una tapia que el fugitivo pudo saltar sin dificultad, aunque espantando gallinas sobre cuyo cobertizo cayó con estrépito. Alguien hizo luz y gritó en una ventana, pero ya el capitán pasaba al otro lado del patio, tropezando en la oscuridad sin lastimarse mucho. Y tras franquear una valla vióse al otro lado, libre y en razonable estado de salud salvo algunos arañazos; con la boca más seca que las dunas de Nieuport. Buscó un rincón oscuro para tomar aliento mientras se preguntaba si Don Francisco de Quevedo habíase o no puesto en cobro. Cuando pudo oír algo más que el resuello de su propia respiración, comprobó que en el convento de las Benitas ya no sonaban tiros ni gritos; nadie iba a dar un maravedí por la piel de Don Vicente de la Cruz y sus hijos. Eso, pardiez, en el caso poco probable de que alguno siguiera vivo.

Oyó pasos corriendo, como de gente armada, y hubo resplandor de faroles por las esquinas. Después volvió el silencio. Más descansado y dueño de sí, estúvose mucho rato quieto en la oscuridad. El sudor que se le enfriaba bajo el coleto lo hacía temblar; pero no paró demasiado en ello. Se preguntaba una y otra vez quién les había tendido aquella trampa.

Los disparos y el batir de aceros habíanme hecho regresar sobre mis pasos, mientras me preguntaba angustiado qué ocurría en la plazuela de la Encarnación. Eché a correr de vuelta, más a poco la prudencia hizo camino en mi ánimo. Quien pierde el seso -era una de las máximas soldadescas que había aprendido del capitán- termina perdiendo también la cabeza, a menudo con la ayuda indeseable de una soga. Me detuve, por tanto, con el corazón desbocado en el pecho, mientras intentaba considerar qué era lo más oportuno, y en qué mi presencia podía ayudar o estorbar a mis amigos. En eso estaba cuando sentí rumor de pasos que se acercaban a la carrera, y el escalofriante grito de «¡Ténganse a la Inquisición!», que en aquel tiempo, como he dicho a vuestras mercedes, bastaba para erizar la piel al más crudo valentón de la jacaranda. Túveme, en efecto, con harta precaución, y en un santiamén había saltado poniéndome en cobro bajo el murete de piedra que, a modo de pretil, bajaba a lo largo de la cuesta. Apenas rehecho del golpe oí los pasos arriba, más tiros y gritos, y chocar de aceros cercano. No tuve tiempo de inquietarme más por la suerte del capitán y Don Francisco, pues empezó a preocuparme de veras la mía cuando un cuerpo cayó desde encima. Me dispuse a saltar de allí como una liebre, pero el recién llegado profirió un lastimero gemido que me hizo reparar en él, de modo que la claridad de la luna bastó para que reconociese al más joven de los dos hermanos de la Cruz, el llamado Don Luis, que venía malherido en su fuga desde el convento. Fuíme a él, y me miró en la semioscuridad con ojos espantados, que la parva luz de la noche hacia brillar febriles. Púsome la mano en la cara, como suelen los ciegos para conocer a la gente, y luego se inclinó hacia adelante, vencido por algo que en un primer momento tomé por desmayo hasta que, al apoyar mis manos en él, las retiré mojadas en sangre. Venía Don Luis pasado de parte a parte por algún tiro de arcabuz y varias cuchilladas, y cuando se venció en mis brazos olí sudor fresco mezclado con el dulzor nauseabundo de la sangre.

– Ayúdame, chico -le oí murmurar.

Lo había dicho tan bajo y tan débil que apenas pude entender sus palabras; y el aliento que se le escapó con ellas pareció debilitarlo más. Quise incorporarme tirando de él por un brazo, pero pesaba mucho y las heridas lo estorbaban; sólo pude arrancarle un prolongado quejido de dolor. Venía sin espada, armado con una daga al cinto, cuya empuñadura toqué al intentar alzarlo.

– Ayúdame -repitió.

Así, moribundo, parecía mucho más joven, casi de mi edad; y todo lo que su apariencia y gallardía me habían impresionado antes se desvaneció por completo. Él era mayor y buen mozo, pero estaba lleno de agujeros; y yo, sin embargo, seguía sano y era su única esperanza. Eso me hizo sentir una singular responsabilidad. Así que, reprimiendo la natural querencia de dejarlo allí y buscar resguardo con toda la presteza de mis piernas, peguéme a él, pasé sus brazos sobre mis hombros y quise cargarlo a espaldas; pero estaba harto desmadejado y resbalaba en su propia sangre. Pasé una mano por mi cara, desesperado, y al hacerlo tiñóse toda con el líquido viscoso que me goteaba encima. Don Luis había caído de nuevo, apoyado contra el murete de piedra, y ya apenas se dolía. Intenté buscar a tientas alguno de los boquetes grandes por los que se le iba el alma, para taponárselo con un lienzo que saqué de mi faltriquera; pero cuando hallé uno y metí los dedos dentro, como Santo Tomás, supe que daba igual, y que aquel mozo no iba a ver levantarse el día.

Me sentía extrañamente lúcido. Es hora de irte, Íñigo, me dije. Los disparos y la algazara habían cesado en la plazuela, y el silencio era más amenazador si cabe. Pensé en el capitán y en Don Francisco. A tales horas podían estar muertos, presos o en fuga; y ninguna de las tres posibilidades era alentadora, por más que mi confianza en el acero del poeta y en la serenidad de mi amo inclinase a creerlos en cobro, o acogidos a la seguridad de alguna iglesia próxima. Aunque pocas había abiertas a tan menguada hora.

Me incorporé despacio. Hecho un ovillo, Luis de la Cruz ya no se quejaba. Moría silenciosamente, y sólo llegaba hasta mí su respiración, cada vez más débil y entrecortada, que anegaba de vez en cuando un siniestro gorgoteo. Ya no tenía fuerzas para pedir ayuda ni llamarme chico. Se ahogaba en su propia sangre, derramada lentamente en una gran mancha oscura que la claridad lunar iluminaba en el suelo.

Sonó un último tiro de pistola o arcabuz, muy alejado, como sí persiguieran a alguien; y me aferré a ese tiro con la esperanza de que alguien lo hubiese disparado, impotente, contra la sombra fugaz de un capitán Alatriste que se ponía a salvo en la oscuridad. En cuanto a mi joven pellejo, era hora de buscarle resguardo. Así que me llegué hasta el moribundo, extrájele del cinto aquella daga que no iba a servirle de nada en el viaje, y con ella en la mano me incorporé resuelto a largarme de allí.

Entonces oí la musiquilla. Una especie de tirurí-ta-ta que alguien silbaba a mi espalda. Eso me dejó helado, y mis dedos pringosos con la sangre de Luis de la Cruz se crisparon en la empuñadura. Me volví muy despacio, alzando el acero; y, al hacerlo, éste relució brevemente ante mis ojos. Apoyada en el extremo del murete de piedra había una sombra que me era familiar: una silueta oscura envuelta en capa y sombrero negro de anchas alas. Y, reconociéndola, supe que la trampa era mortal, y que también se había cerrado sobre mí.

– Volvemos a encontrarnos, rapaz -dijo la sombra.

La voz quebrada, chirriante, de Gualterio Malatesta sonaba en el silencio de la noche como una sentencia de muerte. Dirán vuestras mercedes que cómo diablos me quedé allí, plantado sobre mis pies, en vez de salir cual ánima que llevara el diablo, o huyera de él. Las razones son dos: de una parte, la aparición del italiano me había dejado tan quieto como un poste clavado en el suelo; de la otra, mi enemigo se interponía justo en el camino de fuga que yo debía seguir para abandonar el rincón junto al pobre Luis de la Cruz. El caso es que allí me quedé, sosteniendo la daga ante mí, mientras Malatesta me observaba con calma, cual si tuviera por delante todo el tiempo del Averno.

– Volvemos a encontrarnos -repitió.

Luego se apartó del murete casi con esfuerzo, igual que sí le diera pereza moverse, y avanzó un paso hacia mí. Uno sólo. Pude ver que llevaba la espada dentro de la vaina. Moví un poco la daga, sin bajarla, y volvió ésta a brillar suavemente entre él y yo.

– Dame eso -dijo.

Apreté los dientes sin responder, para que no alcanzase a calcular todo mi miedo. A un lado, en el suelo, el moribundo emitió un último gemido y dejé de oír su estertor. Haciendo caso omiso de mi acero desnudo, Malatesta dio dos pasos más en su dirección y se inclinó un poco, atento.

– Menos trabajo para el verdugo.

Lo empujó con un pie mientras hablaba. Después volvióse de nuevo a mí, que seguía amenazándolo con la daga. Comprobé, pese a la oscuridad, que parecía sorprendido de verme aún con ella en la mano.

– Déjalo ya, rapaz -murmuró, sin prestarme casi atención.

Otras sombras se destacaban alrededor, hombres armados que se iban acercando; y éstos sí traían pistolas, espadas y dagas desenvainadas. La luz de un farol dobló la esquina sobre el murete, se asomó arriba de nuestras cabezas y descendió luego por la cuesta. A su resplandor pude ver la sombra negra del italiano deslizarse sobre Luis de la Cruz. El joven estaba inmóvil, acurrucado en el suelo; y de no ser por los ojos abiertos, fijos ante sí, hubiérase dicho que dormía en un inmenso charco rojo.

El farol ya se acercaba, proyectando ahora sobre mí la sombra de Malatesta. Lo vi recortarse en el contraluz junto a los reflejos metálicos de los hombres que llegaban. Yo seguía manteniendo la daga alzada. Y cuando el farol se detuvo cerca, iluminó lateralmente el rostro flaco y picado de viruela y cicatrices del espadachín, semejante a una siniestra faz de la luna. Sobre su bigote, recortado muy fino, los ojos tan negros como su indumentaria me estudiaban con divertida atención.

– Date preso a la Santa Inquisición, rapaz -dijo, y la temible fórmula sonaba a burla en su boca, con aquella sonrisa que era una amenaza.

Yo estaba aterrado en demasía para responder o moverme, así que no lo hice. Me estuve inmóvil, siempre con la daga empuñada en alto; e imagino que, visto desde afuera, eso podía interpretarse como resolución. Tal vez por ello creí sorprender curiosidad, o interés, en la mirada negra de mi enemigo. Al cabo de un instante, algunos de los esbirros que nos rodeaban hicieron ademán de ocuparse de mí; pero Malatesta los detuvo con un gesto. Después, muy despacio, cual si estuviera dándome la oportunidad de reflexionar, sacó la espada de la vaina. Una espada enorme, interminable, de grandes gavilanes y amplia cazoleta. Contempló unos momentos la hoja, con aire reflexivo, y luego alzóla lentamente hasta que relució ante mí. Junto a ella, mi pobre daga parecía ridícula. Pero era mi daga. Así que, aunque el brazo empezaba a pesarme como si estuviera cargado de plomo, la mantuve delante, siempre quieto, mirando los ojos del italiano como quien mira los ojos fascinadores de una serpiente.

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