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VIII. UNA VISITA NOCTURNA

Sonaban dos campanadas en San Jerónimo cuando Diego Alatriste hizo girar muy despacio la llave en la cerradura. Su inicial aprensión se trocó en alivio cuando ésta, engrasada desde dentro aquella misma tarde, giró con un suave chasquido. Empujó la puerta, franqueándola en la oscuridad sin el menor chirrido de sus goznes. Auro clausa patent. Con el oro se abren las puertas, habría dicho el Dómine Pérez; y Don Francisco de Quevedo, referido a él como poderoso caballero, el tal Don Dinero. En realidad, que el oro procediese de la bolsa del conde de Guadalmedina y no de la escuálida faltriquera del capitán Alatriste, era lo de menos. A nadie importaba su nombre, origen u olor. Había bastado para comprar las llaves y el plano de aquella casa, y gracias a él alguien iba a llevarse una sorpresa desagradable.

Se había despedido de Don Francisco un par de horas antes, cuando acompañó al poeta a la calle de las Postas antes de verlo salir al galope, en un buen caballo, con ropas de viaje, espada, portamanteo y pistola en el arzón de la silla, llevando en la badana del sombrero aquellas cuatro palabras que el conde de Olivares les había confiado. Guadalmedina, que aprobaba el viaje del poeta, no había mostrado el mismo entusiasmo por la aventura que Alatriste se disponía a emprender esa misma noche. Mejor esperar, había dicho. Pero el capitán no podía esperar. El viaje de Quevedo era un tiro a ciegas. Él tenía que hacer algo, mientras. Y en eso estaba.

Desenvainó la daga, y con ella en la mano izquierda cruzó el patio procurando no tropezar en la oscuridad con algo que despertase a los criados. Al menos uno de ellos, el que había proporcionado llaves y plano a los agentes de Álvaro de la Marca, dormiría aquella noche sordo, mudo y ciego; pero el resto era media docena y podía tomarse a pecho que le turbaran el sueño a tales horas. En previsión de un mal lance, el capitán había adoptado precauciones propias de su oficio. Iba con ropas oscuras, sin capa ni sombrero que estorbasen; al cinto cargaba una de sus pistolas de chispa, bien cebada y a punto, y a la espada y daga añadía el viejo coleto de piel de búfalo que tan señalados servicios prestaba en un Madrid que el mismo Alatriste contribuía, y no poco, a hacer insalubre. En cuanto a las botas, habían quedado en el garito de Juan Vicuña; en su lugar calzaba unas abarcas de cuero y suela de esparto, muy adecuadas para moverse con la rapidez y el silencio de una sombra: socorrido recurso de tiempos aún más ásperos que aquellos, cuando era menester deslizarse de noche entre fajinas y trincheras para degollar herejes en los baluartes flamencos, en el transcurso de crueles encamisadas donde ni se daba cuartel ni cabía esperarlo de nadie.

La casa estaba callada y a oscuras. Alatriste diose con el brocal de un aljibe, rodeólo a tientas y halló por fin la puerta buscada. Hizo la segunda llave su trabajo a satisfacción, y se vio el capitán en una escalera razonablemente ancha. Subió, contenido el aliento, agradeciendo que los peldaños fuesen de piedra y no madera, ahorrándole crujidos. Una vez arriba se detuvo a orientarse al resguardo de un pesado armario. Luego dio unos pasos, dudó en las sombras del pasillo, contó dos puertas a la derecha, y entró vizcaína en mano, recogiendo la espada para que no golpease en ningún mueble. junto a la ventana, en un contraluz de penumbra aliviado por el suave resplandor de una lamparilla de aceite, Luis de Alquézar roncaba a pierna suelta. Y Diego Alatriste no pudo evitar sonreír para sus adentros. Su poderoso enemigo, el secretario real, tenía miedo de dormir a oscuras.

Alquézar, sólo a medias desvelado, tardó en comprender que no se trataba de una pesadilla. Y cuando hizo gesto de volverse a dormir del otro lado y la daga que tenía bajo el mentón se lo impidió con una dolorosa punción, alcanzó que aquello no era un mal sueño, sino una ingrata realidad. Entonces, espantado, irguióse con sobresalto mientras abría ojos y boca para dar un grito; pero la mano de Diego Alatriste se lo impedía sin miramientos.

– Una sola palabra -susurró el capitán- y os mato.

Entre el gorro de dormir y la mano de hierro que lo amordazaba, los ojos y el bigote del secretario real se agitaban con espasmos de pavor. A pocas pulgadas de su rostro, la débil lucecita de aceite insinuaba el perfil aquilino de Alatriste, el frondoso mostacho, la afilada hoja larga de la daga.

– ¿Tenéis guardas armados?

El otro negó con la cabeza. Su aliento humedecía la palma de la mano del capitán.

– ¿Sabéis quién soy?

Parpadearon los ojos espantados, y al cabo de un instante la cabeza hizo un gesto afirmativo. Y cuando Alatriste retiró la mano de la boca de Luis de Alquézar, éste permaneció mudo, la boca abierta, congelado el gesto de estupor, mirando la sombra inclinada sobre él como quien mira a un aparecido. El capitán apretó un poco más la daga en su garganta.

– ¿ Qué vais a hacer con el muchacho?

Alquézar puso en la daga los ojos desorbitados. El gorro de dormir había caído en la almohada, y la lamparilla iluminaba sus cabellos escasos, desordenados y grasientos, que acentuaban la mezquindad de la cara redonda, la gruesa nariz, la barbita rala, estrecha y recortada.

– No sé de quién me habláis -articuló, con voz débil y ronca.

La amenaza del acero no alcanzaba a disimular su despecho. Alatriste apretó la daga hasta arrancarle un gemido.

– Entonces, os mato ahora como que hay Dios.

El otro gimió de nuevo, angustiado. Estaba inmóvil, sin atreverse ya a pestañear siquiera. Las sábanas y su camisa de dormir olían a sudor agrio, a miedo y a odio.

– No está en mi mano -balbució por fin-. La Inquisición…

– No me jodáis con la Inquisición. Fray Emilio Bocanegra y vos, y basta.

Alzó muy despacio Alquézar una mano, conciliador, sin dejar de mirar al soslayo la hoja de acero apoyada en su garganta.

– Tal vez se pueda… -murmuró-. Podríamos intentar quizás…

Estaba asustado. Más también era cierto que a la luz del día, con aquella daga lejos de su cuello, la actitud del secretario real podía ser bien diferente, y sin duda lo sería. Pero Alatriste no contaba con dónde elegir.

– Si algo le ocurre al zagal -dijo, su cara a menos de una cuarta de la de Alquézar- volveré aquí como he venido esta noche. Vendré a mataros como a un perro, degollándoos mientras dormís.

– Os repito que la Inquisición…

Chisporroteaba el aceite en la lamparilla, y por un momento su luz se reflejó en los ojos del capitán como un atisbo de las llamas del infierno.

– Mientras dormís -repitió; y bajo la mano que apoyaba en el pecho de Alquézar, notó que éste se estremecía-. Lo juro.

Nadie hubiera dudado un ápice de esa verdad, y la mirada del otro reflejó tal certeza. Pero el capitán vio también en su enemigo el alivio de saber que no iban a matarlo esa noche. Y en el mundo de aquel miserable, la noche era la noche, y el día era el día. Todo podía comenzar desde el principio, en una nueva partida de ajedrez. De pronto, Alatriste supo que aquello era inútil, y que el secretario real volvería a sentirse poderoso apenas apartara la daga. La seguridad de que, hiciera él lo que hiciera, yo estaba sentenciado, le produjo una cólera intensa y fría, desesperada. Dudó, y la inteligencia de Alquézar percibió de inmediato, con alarma, aquella duda. El capitán supo todo eso de un vistazo, como si el acero de la vizcaína le transmitiese, con el latido de la sangre de su enemigo, un atisbo siniestro de sus pensamientos.

– Si me matáis ahora -dijo Alquézar lentamente-, el mozo no tendrá salvación.

Era muy cierto, caviló el capitán. Pero tampoco la iba a tener si lo dejaba con vida. Apartóse en eso un poco, lo justo para concederse una breve reflexión sobre si era oportuno degollar allí mismo al secretario real, terminando al menos con una serpiente de aquel nido de víboras. Pero mi suerte seguía conteniéndole el brazo. Movióse para echar un vistazo en torno, cual si buscara espacio para sus ideas; y en ese momento golpeó con el codo una jarra de agua que estaba sobre la mesilla de noche, y él no había visto en la penumbra. La jarra se estrelló contra el suelo con estrépito de arcabuzazo; y cuando Alatriste, aún indeciso, se disponía a sujetar de nuevo a su enemigo daga al cuello, una luz apareció en la puerta. Y al levantar la vista diose con Angélica de Alquézar en camisa de dormir, un cabo de vela en las manos, sorprendida y soñolienta, mirándolos.

A partir de ese instante, todo ocurrió con rapidez. Gritó la niña; un grito agudo y escalofriante que no era de temor, sino de odio. Fue un grito largo, prolongado, como de una hembra de halcón a la que arrebataran sus polluelos, que sonó en la noche, erizándole a Alatriste la piel. Y cuando, confuso, quiso retirarse del lecho, aún con la daga en la mano y sin saber qué diablos hacer con ella, Angélica ya había cruzado el dormitorio, rápida como una bala, y tirando al suelo el cabo de vela se abalanzaba contra él, cual minúscula furia vengativa, el cabello con cintas de tirabuzones y aquella camisa de seda blanca que se movía en la penumbra como el sudario de un espectro -bellísima, supongo, aunque al capitán se le antojara cualquier cosa menos eso-. El caso es que llegóse a él y, asiéndolo lindamente por el brazo de la daga, lo mordió como un pequeño perro de presa, rubio y feroz. Y así estuvo, forcejeando a dentelladas, enganchada al espantado Alatriste, que la alzó en vilo cuando quiso sacudírsela de encima a manotazos. Pero ella no cejaba. Y en ésas, el capitán vio al tío de la niña, libre de la vizcaína que lo amenazaba, saltar de la cama con una presteza insospechada, en camisa y con las piernas desnudas, y precipitándose a un armario sacar una espada corta mientras voceaba «¡asesinos!», «¡favor!», «¡a mí», y otros gritos semejantes. Con lo que a poco sintióse la casa alborotada, rumor de pasos y golpes, voces arrancadas al sueño y, en suma, un escándalo de mil pares de demonios.

Había logrado el capitán sacudirse por fin a la niña, arrojándola de un manotazo a rodar por el suelo; justo a tiempo para esquivar una cuchillada de Luis de Alquézar, que a no andar muy descompuesto por el lance habría dado allí cuenta final de la azarosa carrera de Alatriste. Metió éste mano a su espada mientras hurtaba el cuerpo de las estocadas que le iba tirando el otro por toda la habitación; y volviéndose, lo ahuyentó con dos mandobles. Buscaba la puerta para ahuecar, más topóse con la niña, que volvía a la carga con otro bélico chillido de los que hielan la sangre. Lanzóse, en fin, Angélica de nuevo al asalto, sin precaverse de la espada que Alatriste mantenía inútilmente ante ella, y que hubo de levantar en última instancia para no ensartarla como a pollita en espetón. Y en un abrir y cerrar de ojos la niña estuvo otra vez aferrada con uñas y dientes a su brazo, mientras movíase él de un lado a otro de la habitación sin podérsela quitar de encima, tan embarazado que no atendía otra cosa que a esquivar las cuchilladas que Alquézar, sin curarse una brizna de su sobrina, le tiraba con toda la mala intención del mundo. El negocio llevaba vías de eternizarse; de modo que Alatriste logró arrojar de nuevo a la jovencita lejos de sí, y tiróle una estocada a Alquézar que hizo al secretario real irse para atrás a reculones, con mucho estrépito de jofainas, orinales y loza varia. Pudo por fin asomarse el capitán al pasillo, a tiempo para dar de boca con tres o cuatro criados que subían armados. Aquello era mala papeleta. Tan mala, que sacó la pistola y tiróles un pistoletazo a bocajarro que dio con todos ellos en la escalera, en confuso revoltijo de piernas, brazos, espadas, broqueles y garrotes. Y antes de que tuvieran tiempo de rehacerse, volvió atrás, puso el pestillo a la puerta y cruzó el cuarto como una exhalación en procura de la ventana, no sin antes esquivar otras dos recias cuchilladas de Alquézar y encontrarse, por tercera y maldita vez, con la niña pegada como una sanguijuela a su brazo, donde había vuelto a encaramarse para morderlo con una fiereza insospechada en una cría de doce años. El caso es que llegóse el capitán a la ventana, abrió el postigo con una patada, rasgó de una estocada la camisa de Alquézar, que trastabilló cubriéndose con torpeza en dirección a la cama, y mientras pasaba una pierna sobre la barandilla de hierro sacudió el brazo, intentando una vez más que Angélica soltara la presa. Los ojos azules y los dientes menudos y blanquísimos -que Don Luis de Góngora, con perdón del señor de Quevedo, habría descrito como aljófares, o diminutas perlas entre purpúreas rosas- aún relampaguearon con inaudita ferocidad, antes de que Alatriste, ya bastante harto de todo aquello, la agarrara por los tirabuzones y, arrancándosela del castigado brazo, la mandara por el aire cual pelota furiosa y chillona, a golpear contra el tío y dar ambos en la cama, que terminó hundiéndose estrepitosamente sobre sus patas. Entonces el capitán se descolgó por la ventana, cruzó el patio, salió a la calle, y no paró de correr hasta que dejó bien atrás semejante pesadilla.

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