– Consultaré a las musas, Excelencia. Y se hará lo que se pueda.
Olivares movió la cabeza, el aire satisfecho de antemano.
– No me cabe duda -su tono era el de quien no considera ni por lo más remoto otra posibilidad-. En cuanto a vuestro pleito por los ocho mil cuatrocientos reales del duque de Osuna, ya sabéis que las cosas de palacio van despacio… Todo se andará. Pasad a verme un día y platicaremos despacio. Y no olvidéis mi poema.
Saludó Quevedo, no sin volver a mirar de reojo a sus acompañantes con cierto embarazo. Observaba en especial a Guadalmedina, acechando en él cualquier signo burlón; pero Álvaro de la Marca era cortesano avezado, conocía las dotes de espadachín del satírico, y mantenía la prudente actitud de quien nada oye. Volvióse el privado hacia Diego Alatriste.
– En cuanto a vos, señor capitán, siento no poder ayudaros -el tono, aunque de nuevo distante como correspondía a la posición de cada cual, era amable-. Confieso que, por alguna razón extraña que tal vez vos y yo conozcamos, siento una curiosa debilidad por vuestra persona… Eso, aparte la solicitud de mi querido amigo Don Álvaro, me lleva a concederos este encuentro. Pero sabed que, cuanto más poder se alcanza, más limitada es la ocasión de ejercerlo.
Alatriste tenía el sombrero en una mano y la otra en el pomo de la espada.
– Con todo respeto, vuecelencia puede salvar a ese mozo con sólo una palabra.
– Supongo que sí. Bastaría, en efecto, una orden firmada de mi puño y letra. Pero no es tan fácil. Eso, verbigracia, me pondría en la necesidad de hacer otras concesiones a cambio. Y en mi oficio, las concesiones deben administrarse muy por lo menudo. Vuestro joven amigo alcanza poco peso en la balanza, en relación con otras gravosas cargas que Dios y el Rey nuestro señor han tenido a bien poner en mis manos. Así que no me queda sino desearos suerte.
Terminó con una mirada inapelable que daba por zanjado el asunto. Pero Alatriste la sostuvo sin pestañear.
– Excelencia, no tengo más que una hoja de servicios que a nadie importa un ochavo, y la espada de la que vivo -el capitán hablaba muy despacio, cual sí más que dirigirse al primer ministro de dos mundos se limitara a reflexionar en voz alta-… Tampoco soy hombre de mucha parola ni recursos. Pero van a quemar a un mozo inocente, cuyo padre, que era camarada mío, murió luchando en esas guerras que son tan del Rey como vuestras. Quizá ni yo, ni Lope Balboa, ni su hijo, pesemos en esa balanza que vuecelencia tiene a bien mencionar. Pero nunca sabe nadie las vueltas que da la vida; ni si un día no serán cinco cuartas de buen acero más provechosas que todos los papeles y todos los escribanos y todos los sellos reales del mundo… Si ayudáis al huérfano de uno de vuestros soldados, os doy mi palabra de que tal día podréis contar conmigo.
Ni Quevedo, ni Guadalmedina, ni nadie, habían oído nunca pronunciar tantas palabras seguidas a Diego Alatriste. Y el privado lo escuchaba impenetrable, inmóvil, con sólo un brillo atento en sus sagaces ojos oscuros. El capitán hablaba con un respeto melancólico, no exento de firmeza, que tal vez hubiera parecido algo rudo de no mediar su mirada serena, el tono tranquilo sin un ápice de jactancia. Parecía limitarse a enunciar un hecho objetivo.
– No sé si hasta cinco, hasta siete o hasta diez -insistió-… Pero podréis contar conmigo.
Hubo un larguísimo silencio. Olivares, que estaba a punto de cerrar la portezuela para dar por concluida la entrevista, se detuvo. El hombre más poderoso de Europa, a quien bastaba un gesto para mover galeones cargados de oro y plata y ejércitos de punta a punta de los mapas, miró fijamente al oscuro soldado de Flandes. Bajo su terrible mostacho negro, el valido parecía sonreír.
– Pardiez -dijo.
Mirólo durante lo que pareció una eternidad. Y luego, muy despacio, tomando papel de un cartapacio forrado en tafilete, el valido escribió con un lápiz de plomo cuatro palabras: Alquézar Huesca. Libro Verde. Leyó después lo escrito varias veces, pensativo, y por fin, tan lentamente como si hasta el último momento considerase una duda, terminó por entregárselo a Diego Alatriste.
– Tenéis mucha razón, capitán -murmuró, aún reflexivo, antes de echarle un vistazo a la espada en cuya empuñadura Alatriste mantenía apoyada la siniestra-. En realidad nunca se sabe.