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I. UN LANCE DEL SEÑOR DE QUEVEDO

Aquel día corrieron toros en la plaza Mayor, pero al teniente de alguaciles Martín Saldaña se le aguó la fiesta. La mujer había aparecido estrangulada dentro de una silla de manos, ante la iglesia de San Ginés, con un bolsillo entre los dedos que contenía cincuenta escudos y una nota manuscrita, sin firma, con las palabras: «Para misas por su alma ». La había encontrado una beata madrugadora, que avisó al sacristán, y éste al párroco, quien tras una urgente absolución sub conditione dio cuenta a la Justicia. Cuando el teniente de alguaciles hizo acto de presencia en la plazuela de San Ginés, los vecinos y curiosos se arremolinaban ya en torno a la silla. Aquello se había convertido en una romería, de modo que fueron menester unos corchetes para mantener alejada a la gente mientras el juez y el escribano levantaban acta, y Martín Saldaña le echaba un vistazo tranquilo al cadáver.

Saldaña se desempeñaba en todo del modo más cachazudo del mundo, cual si tuviera siempre mucho tiempo por delante. Tal vez por su condición de antiguo soldado -lo había sido en Flandes antes de que su mujer le consiguiera, decían, la vara de teniente-, el jefe de los alguaciles de Madrid, solía tomarse las cosas del oficio con mucha flema, a un paso que cierto poeta satírico, el beneficiado Ruiz de Villaseca, había descrito en una décima envenenada como paso de buey, en clara alusión a su supuesta forma de tomar vara, o varas. De cualquier modo, si bien es cierto que Martín Saldaña resultaba lento para algunas cosas, no lo era en absoluto a la hora de servirse de la espada, la daga, el puñal o los pistolones bien cebados que solía cargar al cinto con amenazador tintineo de ferretería. El propio beneficiado Villaseca, a quien le habían abierto tres ojales de espada, a la puerta misma de su casa, la noche del tercer día después de difundirse en el mentidero de San Felipe la décima de marras, podía dar fe de ello en el purgatorio, el infierno, o donde diablos anduviese a tales alturas del negocio.

El caso es que del despacioso vistazo que el teniente de alguaciles le echó al cadáver, apenas salió nada. La muerta era madura, más cerca de cincuenta que de cuarenta, vestida con amplio sayal negro y tocas que le daban aspecto de dueña, o mujer de compañía. Llevaba un rosario en la faltriquera, con una llave y una arrugada estampa de la Virgen de Atocha, y al cuello una cadena de oro con la medalla de Santa Águeda; y sus facciones hacían pensar que en su juventud no fue moza mal favorecida. No había en ella más señales de violencia que el cordón de seda que aún ceñía su cuello, y la boca abierta en el rictus de la muerte. Por el color y rigidez se concluyó que había sido estrangulada la noche anterior, dentro de la misma silla de manos, antes de ser llevada a la iglesia. El detalle de la bolsa con dinero para misas por su alma indicaba un retorcido sentido del humor, o una gran caridad cristiana. A fin de cuentas, en aquella España oscura, violenta y contradictoria que fue la de nuestro católico Rey Don Felipe IV, donde disipados calaveras y crudos valentones pedían confesión a gritos tras recibir un pistoletazo o una estocada, no era singular vérselas con un asesino piadoso.

Martín Saldaña nos refirió el suceso por la tarde. O sería más exacto precisar que se lo comentó al capitán Alatriste cuando nos encontramos en la puerta de Guadalajara, viniendo nosotros con el gentío de la plaza Mayor, y Saldaña de terminar su averiguación sobre la mujer muerta, cuyo cadáver había quedado expuesto en Santa Cruz dentro de un ataúd de ahorcados, por si alguien lo identificaba. Lo comentó muy de paso, más interesado por la bravura de los toros corridos en la plaza que por el crimen que tenía entre manos; cosa lógica, si consideramos que en el peligroso Madrid de la época menudeaban los muertos callejeros, pero ya empezaban a escasear los buenos festejos de toros y cañas. Las cañas, una suerte de torneo a caballo entre cuadrillas de gentiles hombres principales donde a veces participaba el Rey nuestro señor, se habían amanerado entre lindos y pisaverdes, más pendientes de lazos, cintas y damas que de romperse la crisma como Dios manda; y ya no eran, ni de lejos, lo que en tiempos del guerrear entre moros y cristianos, o incluso aún en vida del abuelo de nuestro joven monarca, el gran Felipe II. En cuanto a los toros, ésa continuaba siendo otra gran afición del pueblo español en aquel primer tercio del siglo. De los más de setenta mil habitantes de Madrid, las dos terceras partes acudían a la plaza Mayor cada vez que se lidiaban cornúpetas, celebrándose el valor y destreza de los caballeros que se enfrentaban a los animales. Porque en aquel tiempo, hidalgos, grandes de España y hasta personas de sangre real no tenían reparos en salir a la plaza, jinetes en sus mejores corceles, para quebrarle el rejón en la cruz a un jarameño o matarlo pie a tierra, con la espada, entre los aplausos del entusiasmado gentío, que igual se cobijaba bajo los arcos de la plaza, en caso del vulgo, que en balcones alquilados hasta a veinticinco y cincuenta escudos por cortesanos, nuncio y embajadores extranjeros. Aquellos lances eran celebrados luego en coplas y versos; tanto los gallardos, que los había numerosos, como los graciosos y grotescos, que tampoco escaseaban y eran materia a la que los ingenios de la Corte no tardaban en sacar punta. Como cuando un toro perseguía a un alguacil -la justicia no gozaba entonces, como tampoco ahora, de gran favor popular- y todo el público se ponía de parte del toro:

El astado hubo razón
de encorrer al alguacil
De cuatro cuernos, allí
sobraban lo menos dos.

O en otro orden de cosas, cierta ocasión en que el almirante de Castilla, lidiando a caballo un morlaco, hirió por accidente con su rejón al conde de Cabra. Ello hizo que al día siguiente corrieran estos celebrados versos por los más zumbones mentideros de Madrid:

Más de mil torearon de palabra,
y el Almirante, el único, el primero,
poniéndole un rejón a un pasajero,
entendió que era toro, y era Cabra.

Se comprende pues, volviendo ya a nuestro domingo de la mujer muerta, a Martín Saldaña y a su viejo amigo Diego Alatriste, que el primero pusiese al segundo al tanto de la causa que le había impedido ir a los toros y que, a cambio, éste relatase a aquél los pormenores de la lidia, que habían presenciado sus majestades los reyes desde el balcón de la Casa de la Panadería, y el capitán y yo entre el público llano, comiendo piñones y altramuces a la sombra del portal de Pañeros. Los toros habían sido cuatro y de regular bravura; y tanto el conde de Puñoenrostro como el de Guadalmedina se lucieron quebrando rejones. Al de Guadalmedina un jarameño le había matado el caballo; y el conde, muy gentilhombre y valiente, había tirado de herreruza pie a tierra, desjarretando al cornúpeta antes de matarlo de dos buenas estocadas; lo que le había valido aleteo de abanicos de las damas, aprobación del Rey y una sonrisa de la reina. Que según se decía lo miraba mucho, pues Guadalmedina era gallardo y de buen talle. La nota pintoresca la puso el último toro, al embestir a la guardia real. Porque sepan vuestras mercedes que las tres guardias, española, tudesca y de arqueros, formaban al pie del palco real con sus alabardas, apiñándose en una barrera que tenían prohibido deshacer, incluso aunque el toro se les acercara con las intenciones del turco. Esta vez el animal se había arrimado más de la cuenta, y dándosele un ceutí las alabardas, llevóse a pasear por la plaza, clavado en un pitón, a uno de los guardias tudescos, grande y rubio, que había echado fuera el mondongo entre muchos Himmel y Mein Gott, y a quien hubo que sacramentar de urgencia en la plaza misma.

– Se pisaba las tripas como aquel alférez de Ostende -concluyó Diego Alatriste-. ¿Recuerdas? El del quinto asalto al reducto, del Caballo… Ortiz, o Ruiz, se llamaba. Algo así.

Martín Saldaña asintió, acariciándose la barba entrecana, de soldado viejo, que llevaba para taparse el tajo que había recibido en la cara veinte años atrás, hacia el tercero o cuarto del siglo, precisamente durante aquel asalto a las murallas de Ostende. Habían salido de las trincheras al romper el alba, Saldaña, Diego Alatriste y quinientos hombres más entre los que también se contaba Lope Balboa, mi padre; y después corrieron terraplén arriba con el capitán Don Tomás de la Cuesta a la cabeza, y la bandera con la cruz de San Andrés llevada por ese alférez, Ortiz, Ruiz o como diablos se llamara, y habían tomado al arma blanca las primeras trincheras holandesas antes de trepar por el parapeto mientras el enemigo les tiraba encima de todo, y luego pasaron casi media hora acuchillándose en la muralla entre mosquetazo va y mosquetazo viene, y allí fue cuando a Martín Saldaña le dieron el tajo en la cara y a Diego Alatriste otro sobre la ceja izquierda, y al alférez Ortiz, o Ruiz, una escopetada a bocajarro que le dejó el mondongo fuera y arrastrando por el suelo mientras corría para salirse de la pelea intentando sujetárselo con las manos, pero no pudo porque lo remataron en seguida de otro tiro en la cabeza. Y cuando el capitán de la Cuesta, ensangrentado como un Ecce homo porque también llevaba encima lo suyo, dijo aquello de «Señores, hemos hecho lo que podíamos, pies en polvorosa y los que aun puedan que pongan a salvo el pellejo », mi padre y otro soldado aragonés pequeñito y duro, un tal Sebastián Copons, habían ayudado a Saldaña y a Diego Alatriste a ganar de nuevo las trincheras españolas, con todos los holandeses del mundo arcabuceándolos desde las murallas mientras corrían de vuelta, blasfemando de Dios y de la Virgen o encomendándose a ellos, que en tales casos era todo uno. Y todavía alguien tuvo tiempo y asaduras para traerse la bandera del pobre Ortiz, o Ruiz, en vez de dejarla en el baluarte hereje con su cadáver y los de doscientos camaradas que ya no iban a ir ni a Ostende, ni a las trincheras, ni a ninguna parte.

– Ortiz, me parece -concluyó por fin Saldaña.

Lo habían vengado bien cosa de un año más tarde, al alférez y a los otros doscientos, y a los que dejaron la piel antes y en los asaltos siguientes al reducto holandés del Caballo, cuando por fin, al octavo o noveno intento, Saldaña, Alatriste, Copons, mi padre y los otros veteranos del Tercio Viejo de Cartagena lograron meterse dentro de la muralla a puros huevos y los holandeses empezaron a decir srinden, srinden, que me parece significa amigos, o camaradas, y aquello de veijzven ons over o algo parecido, o sea, nos rendimos. Y fue entonces cuando el capitán de la Cuesta, que andaba fatal de lenguas extranjeras pero tenía una memoria estupenda, dijo aquello de «ni srinden, ni veijiven, ni la puta que los parió, sin cuartel, señores, acordaos, ni un hereje vivo en este reducto », y cuando Diego Alatriste y los otros izaron por fin la vieja y agujereada cruz de San Andrés sobre el baluarte, la misma que había llevado el pobre Ortiz antes de cascar pisándose las tripas, la sangre holandesa les chorreaba por las hojas de las dagas y las espadas, hasta los codos.

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