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Siguió callado. Quedaban dos cuartas de luz enmarcando su rostro sombrío. Y entonces sí que advertí, sin lugar a dudas, un levísimo relámpago de despecho cruzarle el semblante. Duró sólo un momento, y en el acto quedó oculto tras la mueca cruel, la sonrisa peligrosa, carnicera, que por fin crispó los labios pálidos y fríos del italiano. Pero entonces mi corazón ya saltaba de gozo y la mueca se me daba una higa; pues comprendí, en el acto y con toda certeza, que Diego Alatriste había logrado eludir la emboscada.

Entonces Malatesta cerró de golpe y quedé otra vez en tinieblas. Oí órdenes confusas, el galope de un caballo alejándose y luego el látigo del cochero. Después, las mulas se pusieron en marcha y el carruaje rodó, conduciéndome allí donde ni siquiera Dios iba a estar de mi parte.

El desamparo de estar en manos de una maquinaria omnipotente, desprovista de sentimientos y por tanto de piedad, se manifestó apenas me hicieron descender del coche en un lóbrego patio interior, que el crepúsculo hacía más sombrío. Después de quitarme los grilletes fui conducido a un sótano por una escolta silenciosa de cuatro esbirros del Santo Oficio y los dos dominicos que había entrevisto en el cambio de mulas. Ahorro a vuestras mercedes los trámites: desde desnudarme en minucioso registro, a interrogatorio preliminar por un escribano que reclamó de mi, gracia, apellidos, edad, nombre de mi padre y de mi madre, el de mis cuatro abuelos y el de mis ocho bisabuelos, vivienda actual y lugar de origen. Después, en rutinario tono de trámite, comprobó mis conocimientos de buen cristiano haciéndome recitar el padrenuestro y el avemaría, antes de pedirme el nombre de cuanta persona pudiera recordar relacionada con mí situación. Pregunté cuál era mi situación, y no me la dijo. Pregunté por qué estaba allí, y tampoco. Al volver a insistirme sobre mis conocidos no respondí, aparentando confusión y miedo, o más bien -si he de ser franco- limitándome a exteriorizar los sentimientos sinceros que embargaban mi ánimo. Ante la insistencia del amanuense me eché a llorar sin consuelo, y eso pareció bastar de momento, pues dejó la pluma en el tintero, echó polvos en la página fresca y guardó los pliegos. Resolví, de ese modo, recurrir al llanto siempre que me viera apretado; aunque mucho temía no requerir esfuerzo para ello. Porque si algo no iba a faltar allí adentro, barruntaba en mi desdicha, eran motivos para derramar lágrimas.

Después de aquello, cuando creía haber finiquitado el trámite, comprobé que era sólo el proemio, o prólogo, y que el primer acto ni siquiera había comenzado todavía. Lo supe cuando fui llevado a una habitación cuadrada, sin ventanas ni saeteras, iluminada por un gran candelabro y cuyo mobiliario era una mesa grande, otra pequeña con recado de escribir, y unos pocos bancos. junto a la mesa grande se sentaban los dos frailes de la parada de postas, y un tercer individuo de barba oscura y ropón negro que le daba imponente aspecto de relator o de juez, con una cruz de oro al pecho. Tras la mesa pequeña se sentaba un escribano distinto al del interrogatorio preliminar: un tipo con aire de cuervo que apuntaba por lo menudo cuanto allí se decía, y mucho llegué a temer que también lo que no se decía. Dos esbirros, uno alto y fuerte y otro pelirrojo y flaco, me vigilaban. Y en la pared había un enorme crucifijo, cuyo inquilino parecía haber pasado antes por las manos de aquel mismo tribunal.

Como supe a partir de ahí, lo más terrible de estar preso en las cárceles secretas de la Inquisición era que nadie te decía cuál era el delito, ni qué pruebas o testigos había contra ti, ni nada de nada. Los inquisidores se limitaban a formular pregunta tras pregunta, con el escribano anotándolo todo, mientras te estrujabas el seso queriendo averiguar si lo que decías iba a cuenta de tu descargo o tu condena. Podías pasar así semanas, meses e incluso años ignorándolo todo sobre la causa de la prisión; con el agravante de que si tus respuestas no eran satisfactorias, recurríase al tormento para facilitar la confesión y pruebas necesarias. De ese modo eras torturado y respondías sin ton ni son, ignorante de lo que en verdad tenías que responder; y todo te arrastraba a la desesperación, la delación consciente o inconsciente de tus amigos y de ti mismo, y a veces a la locura y la muerte. Eso, cuando no ibas luego con sambenito y encorozado al cadalso, el garrote en torno al cuello, una pira de buena leña bajo los pies, y tus vecinos y antiguos conocidos aplaudiendo en la plaza, encantados con el espectáculo.

Al menos yo sí sabía por qué estaba allí; aunque eso tampoco fuera gran consuelo. Por ello, tras las preguntas iniciales pronto vime en serios aprietos. Sobre todo cuando el fraile más joven, el mismo que me había mirado con indiferencia en el carruaje durante mi última charla con Malatesta, inquirió los nombres de mis cómplices.

– ¿Los cómplices de qué, Ilustrísima?

– No soy Ilustrísima -dijo el otro, sombrío, la amplia tonsura brillándole con la luz del candelabro-. Y te interrogo por los cómplices de tu sacrilegio.

Se repartían los papeles, como en las comedias. Mientras el del ropón negro y la barba permanecía silencioso, cual juez que escucha y delibera consigo mismo antes de emitir sentencia, los dos frailes desempeñaban con mucho oficio el papel de inquisidor implacable, el más joven, y de confidente benévolo, el otro, que era algo mayor, con aspecto más regordete y plácido. Pero yo llevaba en la Corte tiempo sobrado para adivinar ciertas tretas; así que resolví no fiar en el uno ni en el otro, y hacer como que no veía al del ropón negro. Además, ignoraba cuánto era lo que sabían. Y carecía de la menor idea sobre si mi sacrilegio -como acababan de definirlo- era exactamente el mismo que ellos pretendían que fuera. Porque, en hablando con quien puede hacer que te pese, el peligro tanto está en pedir naipe de menos como en pedir naipe de más. Y hasta decir aquí me planto puede aparejarte la ruina.

– No tengo cómplices, reverendo padre -me dirigía al gordito, pero sin demasiada esperanza-. Ni he cometido sacrilegio alguno.

– ¿Niegas -preguntó el más joven- que en compañía de otros fuiste cómplice en la profanación del convento de las Adoratrices Benitas?

Ya era algo, aunque ese algo me erizase la piel imaginando sus consecuencias. Aquélla era una acusación concreta. La negué, por supuesto. Y acto seguido negué conocer, ni de vista, al hombre malherido con quien, de camino a mi casa, había topado casualmente bajo el pretil de la cuesta de los Caños del Peral. También negué que me resistiera a ser detenido por agentes del Santo Oficio; como negué, en fin, todo cuanto pude, salvo el hecho incontestable de que habíanme echado el guante con una daga en la mano, y manchado de la sangre ajena que aún era costra seca en mi jubón. Como negar aquello era imposible, me embarqué en una maraña de circunloquios y explicaciones que nada venían al caso; y por fin me eché a llorar, recurso extremo para excusar nuevas preguntas. Pero aquel tribunal había visto correr muchas lágrimas; de modo que los frailes, el hombre del ropón y el escribano se limitaron a esperar que terminasen mis jeremiadas. Parecían tener sobrado tiempo libre; y eso, junto a la indiferencia que mostraban -ni encarnizamiento ni reproches, dirigiéndome una y otra vez las mismas preguntas con monótona insistencia-, era lo más inquietante. Aunque intentaba mantener el aire de despreocupación y despejo que suponía propios de un inocente, eso era lo que secretamente me aterraba de aquellos hombres: su frialdad y su paciencia. Porque al cabo de una docena de noes y nosés por mi parte, hasta el fraile gordito había dejado de fingir, y era obvio que la compasión más cercana estaba a varias leguas de distancia.

Yo no había probado bocado en más de veinticuatro horas, y empezaba a desfallecer pese a estarme sentado en un banco. Así, agotado el recurso de las lágrimas, empecé a considerar las ventajas de un desmayo que, tal y como andaba todo, no iba a ser por completo un ardid. Fue entonces cuando el fraile dijo algo que sí estuvo a punto de hacerme desmayar sin disimulo alguno.

– ¿Qué sabes de Diego Alatriste y Tenorio, por mal nombre capitán Alatriste?

Hasta aquí has llegado, Íñigo, pensé. Se acabó. Termináronse las negaciones y la palabrería inútil. A partir de ahora cualquier cosa que digas, incluso que afirmes o desmientas delante de ese escribano que anota hasta el menor de tus suspiros, puede ser utilizado contra el capitán. Así que eres mudo, te lleve eso donde te lleve. Y de tal modo, a pesar de mi situación y de que me daba vueltas la cabeza, y a pesar del pánico infinito que me invadía sin remedio, decidí, reuniendo los últimos despojos de firmeza, que ni aquellos frailes, ni las cárceles secretas, ni el consejo de la Suprema, ni el Papa de Roma iban a arrancarme una palabra sobre el capitán Alatriste.

– Responde a la pregunta -ordenó el más joven.

No lo hice. Miraba el suelo ante mí, una losa partida por una grieta que hacía zigzag, tan torcida como mi suerte perra. Y seguí mirando al mismo sitio cuando uno de los esbirros que tenía detrás, obedeciendo la orden emitida por el fraile con sólo un parpadeo, se adelantó para atizarme un pescozón tremendo que sentí restallar en mi cogote como un mazazo. Por el volumen de la mano, calculé, había sido el alto y fuerte.

– Responde a la pregunta -repitió el fraile.

Seguí mirando la grieta del suelo sin decir ni pío, y de nuevo recibí un golpe aún mayor que el primero. Las lágrimas, sinceras como el dolor de mi maltrecho pescuezo, afluyeron pese al esfuerzo. Las sequé con el dorso de la mano; precisamente ahora no quería llorar.

– Responde a la pregunta.

Mordíme los labios para ni tan siquiera abrir la boca, y de pronto la grieta del suelo ascendió rápidamente hasta mis ojos mientras mis tímpanos resonaban, bang, como el parche de un tambor. Esta vez el golpe me había tirado de bruces al suelo. Las losas estaban tan frías como la voz que sonó después.

– Responde a la pregunta.

Las palabras procedían de muy lejos, como de las calenturas de un mal sueño. Una mano me hizo poner boca arriba, y vi el rostro del esbirro pelirrojo inclinado sobre mí; Y algo más atrás, el del fraile que me interrogaba. Y no pude contener un gemido de desesperación y abandono, porque supe que nada iba a sacarme de allí, y que, en efecto, ellos tenían todo el tiempo del mundo. En cuanto a mí, el camino que iba a recorrer hasta el infierno sólo acababa de empezar, y no tenía ninguna prisa en proseguir tal viaje. Así que muy lindamente me desmayé, justo cuando el pelirrojo me sostenía agarrado por el jubón para incorporarme. Y -pongo por testigo al Cristo que miraba desde la pared- esta vez no tuve que fingirlo en absoluto.

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