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Yo escuchaba tras la rendija, sin admirarme demasiado a pesar de mis pocos años. Ya dije a vuestras mercedes en alguna ocasión que, en ese tiempo, un jovencito maduraba aprisa en aquella Corte apicarada, peligrosa, turbulenta y fascinante. En una sociedad donde la religión y la amoralidad corrían parejas, se daba de manera notoria, por parte de los confesores, una posesión tiránica del alma y a veces del cuerpo de las beatas, con secuelas escandalosas. En cuanto a la influencia de los religiosos, ésta era inmensa. Las distintas órdenes se enfrentaban o aliaban entre sí, los sacerdotes llegaban a prohibir a sus fieles reconciliar con otros, e imponían la ruptura de vínculos familiares y hasta la desobediencia a la autoridad, cuando se les antojaba. Tampoco era sorprendente, tratándose de clérigos galanes, verlos recurrir a un lenguaje de tono místico, amatorio a lo divino, ni disimular bajo subterfugios espirituales lo que no eran sino humanas pasiones y apetitos, ambición y lujuria. La figura del fraile solicitante fue conocida y harto satirizada en el siglo, como en los explícitos versos de La cueva de Meliso:

Dentro frecuentaréis las confesiones
con las siervas hermosas
de Dios, y trataréislas como a esposas,
dándose por honradas
con pretexto que están endemoniadas.

Lo que tampoco era inusual, por cierto, en aquel tiempo de superstición y beatería donde se socapaba tanto bellaco, y donde vivíamos los españoles poco avenidos, mal comidos y peor gobernados, entre el pesimismo colectivo y el desengaño; buscando unas veces en la religión el consuelo por sentirnos al borde del abismo, y otras el simple y descarado beneficio terreno. Situación agravada por tantos curas y monjas sin vocación -había más de nueve mil conventos en mis años mozos-, fruto de la costumbre de familias hidalgas sin dinero, que no pudiendo matrimoniar hijas con el decoro al uso, hacíanlas entrar en religión, o las encerraban allí a la fuerza tras algún extravío mundano. Andaban así llenos los claustros de mujeres sin vocación, a las que se refirió por cierto Don Luis Hurtado de Toledo, el autor -o más bien el traductor- del Palmerin de Inglaterra, en aquellos otros versos tan celebrados:

Que nuestros padres, por dar
a los hijos la hacienda
nos quisieron despojar,
y sobre todo, encerrar
donde Dios tanto se ofenda.

Don Francisco de Quevedo seguía junto a la ventana, un poco al margen, con la mirada perdida en los gatos que se paseaban por los tejados como soldados ociosos. El capitán Alatriste le dirigió una larga ojeada antes de volverse de nuevo a Don Vicente de la Cruz.

– No alcanzo -dijo- cómo se vio vuestra hija en esto.

El anciano tardó en responder. La misma luz que acentuaba las cicatrices del capitán partía su frente en una arruga vertical, apesadumbrada y profunda:

– Elvira llegó a Madrid con otras dos novicias cuando se fundó la Adoración, hace cosa de un año. Vinieron acompañadas por una dueña, mujer que nos fue muy recomendada, y que debía atenderlas hasta que tomasen los votos.

– ¿Y qué dice la dueña?

Sobrevino un silencio tan denso que hubiera podido tajarse con cimitarra. Don Vicente de la Cruz se miró pensativo la mano derecha que apoyaba en la mesa: flaca, nudosa Y todavía firme. Sus hijos observaban el suelo ceñudos, cual si contemplaran algo en él, ante sus botas. Observé que Don Jerónimo, el mayor, más hosco y callado que su hermano, tenía una mirada fija y dura que yo había advertido ya en algunos hombres, y de la que estaba aprendiendo a precaverme: la de quien, mientras otros fanfarronean, hacen sonar la espada contra los muebles y hablan alto, se está quieto en un rincón del garito, mirando sin parpadear ni perder detalle ni decir esta boca es mía, hasta que de pronto se levanta y, sin cambiar el semblante, va y te espeta a boca de jarro un pistoletazo o una mojada. El propio capitán Alatriste era de ésos; y yo, a fuerza de frecuentarlo, empezaba a reconocer el género.

– No sabemos dónde está la dueña -dijo por fin el anciano-. Desapareció hace unos días.

Tornó de nuevo el silencio, y esta vez Don Francisco de Quevedo dejó de contemplar los tejados y los gatos. Su mirada, en extremo melancólica, encontró la de Diego Alatriste.

– Desaparecida -repitió pensativo el capitán.

Los hijos de Don Vicente de la Cruz seguían contemplando el suelo sin abrir la boca. Al cabo el padre asintió con un seco gesto. Aún miraba su propia mano, inmóvil sobre la mesa junto al sombrero, la jarra de vino y la pistola del capitán.

– Eso es -dijo.

Don Francisco de Quevedo se apartó de la ventana, y tras dar unos pasos por la habitación se detuvo ante Alatriste.

– Cuentan -murmuró- que alcahueteaba para fray Juan Coroado.

– Y ha desaparecido.

En el silencio que siguió, el capitán y Don Francisco se sostuvieron unos instantes la faz.

– Así se dice -asintió por fin el poeta.

– Entiendo.

Hasta yo mismo entendía, desde mi escondrijo, aunque sin alcanzar qué música podía tocar Don Francisco en tan escabroso asunto. En cuanto al resto, tal vez la bolsa que -según había contado Martín Saldaña- se halló con la mujer estrangulada en la silla de manos no bastara, después de todo, para misas suficientes por la salvación de su alma. Apliqué a mi rendija un ojo muy abierto por el estupor, mirando con más respeto a Don Vicente de la Cruz y sus hijos. Ya no me parecía tan anciano él, ni tan jóvenes ellos. A fin de cuentas, pensé estremeciéndome, se trataba de su hermana, e hija. Yo también tenía hermanas allá en Oñate, y no sé hasta dónde habría sido capaz de llegar por ellas.

– Ahora -proseguía el padre- la prioresa dice que Elvira ha renunciado por completo al mundo. Hace ocho meses que no podemos visitarla.

– ¿Por qué no ha escapado?

El anciano hizo un ademán de impotencia:

– Ya apenas es dueña de sí. Y monjas y novicias se vigilan y delatan unas a otras… Imaginad el cuadro: visiones y exorcismos, hijas de confesión con las que se practican reuniones a puerta cerrada so pretexto de que echen los diablos, celos, envidias, rencillas conventuales -la expresión serena se le quebró en un gesto de dolor-… Casi todas las hermanas son muy jóvenes, como Elvira. La que no cree estar poseída por el demonio o tener visiones celestiales, se las inventa, para llamar la atención. La estúpida prioresa, sin voluntad, en manos del capellán, a quien considera un santo. Y fray Juan y su acólito, de celda en celda, confortándolas a todas.

– ¿Ha hablado vuestra merced con el capellán?

– Una vez. Y por vida del Rey que, de no estar en el locutorio del convento, lo habría matado allí mismo -Don Vicente de la Cruz alzó la mano que apoyaba en la mesa, indignado, como si lamentara no verla tinta en sangre-. A pesar de mis canas se me rió en las barbas, con toda la insolencia del mundo. Porque nuestra familia…

Se interrumpió en dolorida pausa, y miró a sus hijos. El más joven estaba quebrado de color, sin una gota de sangre en el rostro, y su hermano apartaba la vista con expresión sombría.

– En realidad -prosiguió el anciano- nuestra limpieza de sangre no es absoluta… Mi bisabuelo era converso, y mi abuelo fue importunado por la Inquisición. Sólo a costa de dinero pudo solucionarse todo. Ese canalla del padre Coroado ha sabido jugar con eso. Amenaza con delatarla por judaizante… Y a nosotros también.

– Lo que es falso -intervino el hijo más joven-. Aunque tengamos la desgracia de no ser cristianos viejos, nuestra familia es intachable. La prueba es que Don Pedro Téllez, el señor duque de Osuna, honró a mi padre con su confianza cuando estaba a su servicio en Sicilia…

Calló bruscamente, y su palidez había cambiado al rojo grana. Vi cómo el capitán Alatriste miraba a Don Francisco. Ahora la conexión estaba clara. Durante su mandato como virrey de Sicilia y luego de Nápoles, el duque de Osuna había sido amigo de Quevedo, perjudicándolo después en su caída. Era evidente que la obligación que vinculaba al poeta con Don Vicente de la Cruz pasaba por allí; y que la desgracia y desvalimiento de este último en la Corte era lodo de aquellos polvos. También Don Francisco sabía lo que era verse desasistido de quienes en otro tiempo solicitaron sus favores e influencia.

– ¿Cuál es el plan? -preguntó el capitán.

Percibí en su voz un tono que ya conocía bien: resignación y ausencia de ilusiones sobre el éxito o fracaso de la empresa; resolución fatigada, silenciosa, desprovista de interés salvo por los detalles técnicos, del soldado veterano dispuesto a afrontar con sencillez un mal rato que forma parte de su oficio. Muchas veces después, en los años que aún habíamos de pasar juntos en aventuras particulares y en las guerras del Rey nuestro señor, reconocí aquel mismo tono y aquella mirada inexpresiva, vacía, que de modo tan singular endurecía los ojos claros del capitán cuando en campaña, tras la larga inmovilidad de la espera, resonaban los tambores y los tercios se ponían en marcha hacia el enemigo con aquel paso admirable, majestuoso y lento, bajo las viejas banderas que nos llevaban a la gloria o al desastre. Y aquella misma mirada y aquel tono de infinito cansancio fueron también los míos muchos años después: el día que entre los restos de un cuadro español, con la daga entre los dientes, la pistola en una mano y la espada desnuda en la otra, vi acercarse la caballería francesa en la última carga, mientras en Flandes se ponía, rojo de sangre, el sol que durante dos siglos había causado miedo y respeto al mundo.

Pero esa mañana del año veintitrés, en Madrid, Rocroi no existía más que en el libro oculto del Destino, y mediaban aún dos décadas para tan funesta cita. Nuestro Rey era joven y gallardo, Madrid era la capital de dos mundos, y yo mismo era un mozalbete imberbe, impaciente y al acecho tras la rendija del cuarto, esperando la respuesta a la pregunta formulada por el capitán: el plan que Don Vicente de la Cruz y sus hijos habían ido a proponerle por mediación de Don Francisco de Quevedo. En ésas estaba cuando el anciano se disponía a responder. Y en ese preciso instante, un gato se coló por la ventana y fue a pasearse entre mis piernas. Intenté alejarlo en silencio, pero seguía allí. Entonces hice un movimiento demasiado brusco, y una escoba y un recogedor de hojalata que estaban cerca cayeron al suelo con estrépito. Y cuando levanté los ojos, espantado, la puerta se había abierto con violencia, y el hijo mayor de Don Vicente de la Cruz estaba ante mí con una daga en la mano.

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