– ¿Y su amiga?
– ¿La norteamericana?
– Sí.
– No sé. Me ha dicho que la Petrelli fue a ver al maestro durante el primer entreacto, pero sólo para discutir con él.
– ¿Sobre qué?
– La había amenazado con revelar sus relaciones con Brett a su ex marido.
Si el que su marido utilizara el nombre de pila al referirse a la norteamericana sorprendió a Paola, no lo exteriorizó.
– ¿Tienen hijos?
– Sí; dos.
– Pues es grave la amenaza. Pero ¿y la otra? ¿Y Brett, como tú la llamas? ¿Pudo hacerlo ella?
– No lo creo. Esta relación no es tan trascendental para ella. O no permitirá que lo sea. No me parece probable.
– Aún no me has dicho qué piensas de la Petrelli.
– Vamos, Paola, tú ya sabes que cuando trato de guiarme por la intuición siempre me equivoco. Me precipito con mis sospechas. Todavía no sé qué pensar de ella. Lo único que sé es que todo esto tiene que ver con el pasado del maestro.
– Está bien dijo ella, aviniéndose a dejar el tema-. Vamos a cenar. Hay pollo y alcachofas, y una botella de Soave.
– Alabado sea Dios. -Él se levantó del sofá y tiró de ella. Juntos entraron en la cocina.
Como de costumbre, en el mismo instante en que la cena salía a la mesa y se disponían a empezar, apareció Raffaele, el primogénito de Brunetti, que venía de su habitación. Tenía quince años, era alto para su edad y se parecía a Brunetti en la complexión y el gesto. En lo demás no se parecía a nadie de la familia y hubiera rebatido airadamente la posibilidad de que su conducta se asemejara a la de cualquier otra persona, viva o muerta. Había descubierto por sí mismo que el mundo está corrompido, que el sistema es injusto y que a quienes están arriba lo único que les interesa es el poder. Como era la primera persona que había hecho tal descubrimiento con tanta claridad, no hacía nada por ocultar su desdén hacia quienes no habían sido agraciados con su perspicacia. Entre ellos estaba su familia, por supuesto, con la posible excepción de Chiara, a la que eximía de culpa por su juventud y porque se dejaba convencer para que le cediera la mitad de su asignación. Al parecer, también su abuelo había conseguido pasar por el ojo de la aguja, aunque nadie comprendía cómo.
Iba al liceo clásico, donde se suponía que debían prepararlo para la universidad, pero durante el curso anterior había sacado malas notas y últimamente hablaba de dejar los estudios, ya que «la educación no es sino parte del sistema que oprime a los trabajadores». Pero, aunque dejara los estudios, no pensaba buscar trabajo, puesto que ello lo sometería al «sistema que oprime a los trabajadores». Así pues, para evitar oprimir a los demás, no estudiaría y, para evitar ser oprimido, no trabajaría. A Brunetti la simplicidad del razonamiento de Raffaele le parecía absolutamente jesuítica.
Raffaele puso los codos encima de la mesa y apoyó la cabeza en las manos. Brunetti le preguntó cómo estaba, ya que ésta todavía era una pregunta segura.
– OK.
– Pasa el pan, Raffi. -Esto, Chiara.
– No te comas el ajo, Chiara, o te olerá el aliento durante días. -Esto, Paola.
– Está bueno el pollo. -Esto, Brunetti-. ¿Abro la otra botella?
– Sí, por favor -dijo Chiara-. Yo todavía no lo he probado.
Brunetti sacó del frigorífico la segunda botella, la abrió y dio la vuelta a la mesa, escanciando. Cuando llegó detrás de su hijo, le apoyó la mano en el hombro al inclinarse para servir el vino. Raffaele hurtó el hombro y luego simuló que trataba de alcanzar las alcachofas, que nunca comía.
– ¿Qué hay de postre? -preguntó Chiara.
– Fruta.
– ¿Pastel, no?
– Cerdita -dijo Raffaele, pero como definición, no como insulto.
– ¿Quién quiere jugar al monopoly después de cenar? -preguntó Paola. Antes de que los niños pudieran responder, estipuló las condiciones-: Sólo si habéis hecho los deberes.
– Yo sí -dijo Chiara.
– Yo también -mintió Raffaele.
– Yo soy la banquera -anunció Chiara..
– Cerdita burguesa -puntualizó Raffaele.
– Vosotros dos fregaréis los platos -ordenó Paola-. Después jugaremos. -A la primera exclamación de protesta, cortó-: Nadie va a jugar al monopoly encima de esta mesa hasta que los platos estén limpios y guardados. -Y como Raffaele abriera la boca para lamentarse, le espetó-: Y, si el planteamiento te parece burgués, me alegro. También es burgués comer pollo, y no he oído que te quejaras. Así que primero fregáis y después jugamos.
Nunca dejaba de asombrar a Brunetti que su mujer pudiera hablar a Raffaele en ese tono impunemente. Si alguna vez él se permitía reprender a su hijo, la escena terminaba invariablemente con un portazo, y las malas caras duraban varios días. Raffaele, al verse derrotado, mostró su enfado retirando los platos y dejándolos en la encimera con brusquedad, y Brunetti mostró el suyo llevándose la botella y la copa a la sala, para esperar allí las estrepitosas señales de obediencia.
– Por lo menos, no fabrica bombas en su cuarto -fue el consuelo que le ofreció Paola cuando salió a reunirse con él. En la cocina sonaban golpes amortiguados que indicaban que Raffaele fregaba los platos, y golpes más fuertes que denotaban que Chiara los secaba y guardaba. De vez en cuando, se oía una carcajada.
– ¿Crees que se le pasará? -preguntó él.
– Mientras Chiara pueda hacerle reír, me parece que no hay que preocuparse. Él nunca haría daño a Chiara, y dudo que hiciera volar por los aires a alguien. -Brunetti no acababa de ver cómo podía esto disipar todas las preocupaciones que le causaba su hijo, pero estaba dispuesto a dejarse consolar.
Chiara asomó la cabeza y gritó:
– Raffi ya ha sacado el tablero. Vamos a empezar.
Cuando Paola entró en la cocina, el tablero del monopoly ya estaba en el centro de la mesa y Chiara, que seguía decidida a ser la banquera, repartía el dinero. Por consenso general, se bahía decidido vetar a Paola para el puesto de banquera, ya que no pocas veces había sido sorprendida con la mano en la caja. Raffaele, temiendo ser tildado de capitalista, nunca optaba al cargo. Y Brunetti, que bastantes dificultades tenía para concentrarse en el juego, rehuía la responsabilidad. De modo que ésta siempre recaía en Chiara, que gozaba contando, pagando, cobrando y cambiando.
Echaron los dados para decidir quién salía. Raffaele quedó en último lugar, lo que bastó para poner nerviosos a los otros tres desde el principio. El afán de ganar del chico asustaba a Brunetti, que a veces jugaba mal adrede para darle ventaja.
Al cabo de media hora, Chiara tenía todos los verdes: Vía Roma, Corso Impero y Largo Augusto. Raffaele tenía dos rojos y sólo necesitaba Vía Marco Polo, que era propiedad de Brunetti, para completar su serie. Al cabo de cuatro vueltas más, Brunetti se dejó convencer para ceder a Raffaele la propiedad que le faltaba a cambio del Acquedotto y cincuenta mil liras. El reglamento familiar prohibía hacer comentarios, pero ello no impidió a Chiara dar un fuerte puntapié a su hermano por debajo de la mesa.
Raffaele, como era de esperar, protestó:
– Para ya, Chiara. Si quiere hacer un mal negocio, allá él. -Así hablaba el que quería hundir el sistema capitalista.
Brunetti entregó el título de propiedad y vio cómo Raffaele se apresuraba a construir hoteles en sus tres vías. Mientras Raffaele estaba ocupado en ello, pendiente de que Chiara le devolviera el cambio correctamente, Brunetti observó que Paola escamoteaba un montoncito de billetes de diez mil liras de la banca. Al levantar la mirada y darse cuenta de que su marido la había visto robar a sus propios hijos, le sonrió ampliamente. Un policía, casado con una ladrona, padre de un monstruo de la informática y de un anarquista.
A la siguiente vuelta, Brunetti fue a parar a uno de los hoteles de Raffaele y tuvo que darle cuanto tenía. Paola descubrió de pronto que disponía de dinero suficiente para construir seis hoteles, pero tuvo la delicadeza de no mirar a su marido a la cara al dar el dinero a la banca. Brunetti se recostó en el respaldo y observó cómo la partida avanzaba hacia el final, que su pérdida ante Raffaele había hecho inevitable. El codo de Paola empezó a avanzar hacia el montón de billetes de diez mil liras, pero se detuvo, fulminado por una mirada de Chiara. Ésta, a su vez, no pudo convencer a Raffaele de que le vendiera Parco Bella Vittoria, fue a parar dos veces a los hoteles rojos y se arruinó. Paola resistió dos vueltas más, hasta que paró en el hotel de Viale Costantino y no pudo pagar.
La partida terminó. Raffaele se transformó inmediatamente, de gran capitán de empresa en enemigo de las clases dirigentes; Chiara saqueó el frigorífico y Paola bostezó y dijo que era hora de irse a la cama. Brunetti la siguió por el pasillo, pensando en cómo el comisario de policía de la Más Serenísima República había pasado otra noche en la implacable persecución del responsable de la muerte del más famoso director de orquesta del siglo.