Al fondo del pequeño corredor de la derecha estaba el camerino del director de la orquesta, ocupado ahora por el sustituto. Brunetti permaneció junto a la entrada del corredor durante diez minutos por lo menos, sin que nadie le preguntara quién era ni qué hacía allí. Por fin, sonó un timbre, y un hombre con barba que llevaba americana y corbata fue de grupo en grupo, señalando en varias direcciones y enviando a cada cual al lugar en el que debía estar.
El nuevo director salió del camerino, cerró la puerta y pasó por delante de Brunetti sin mirarlo. Cuando el hombre desapareció, Brunetti fue hacia el fondo del corredor y, con toda naturalidad, entró en el camerino. Nadie lo vio o, por lo menos, nadie se molestó en preguntarle qué buscaba.
El camerino aparecía prácticamente igual que la otra noche, salvo que la taza y el plato estaban encima de la mesa y no en el suelo. El comisario se quedó sólo un momento y se fue. Su salida pasó tan inadvertida como su entrada, y eso, cuatro días después de que en aquel camerino muriera un hombre.