Sin mirar siquiera la taza que tenía al lado, la mujer preguntó bruscamente:
– ¿Qué quiere saber?
– ¿Es verdad que había cantado usted con él, signora?
– Sí. En la temporada de 1937. Pero no aquí.
– ¿Dónde?
– En Munich.
– ¿Qué ópera, signora ?
– Don Giovanni . A los alemanes les chifla lo suyo. Y a los austriacos, lo mismo. Por eso les dimos Mozart. -Y, con un ligero bufido de desdén, agregó-: Y Wagner. Naturalmente, él les dio Wagner. Aquel tipo adoraba a Wagner.
– ¿Quién? ¿Wellauer?
– No. L'imbianchino -dijo ella, utilizando el apelativo de «pintor de paredes» con el que manifestaba unos sentimientos que habían costado la vida a infinidad de personas.
– ¿Y el maestro? ¿También admiraba a Wagner?
– A él le gustaba todo lo que le gustaba al otro -dijo, sin disimular el desprecio-. Pero también le gustaba por sí mismo. A todos los alemanes les gusta la melancolía y el dolor. Les gusta el sufrimiento. El propio y el ajeno.
Absteniéndose de todo comentario al respecto, él preguntó:
– ¿Conocía bien al maestro, signora ?
Ella desvió la mirada hacia el retrato y luego se miró las manos, que mantenía cuidadosamente separadas, como si hasta el menor contacto fuera doloroso.
– Sí; lo conocía bien -dijo al fin.
Al cabo de lo que pareció mucho rato, él preguntó:
– ¿Qué puede decirme de él?
– Era vanidoso -dijo la mujer-. Pero con razón. Era el mejor director de orquesta que he conocido. No trabajé con muchos, porque mi carrera fue corta; pero de todos aquellos con los que trabajé él era el mejor. No sé cómo, pero hacía que cualquier música, por conocida que fuera, pareciera nueva, como si nunca antes hubiera sido interpretada, ni escuchada. En general, los músicos no le querían, pero le respetaban. Él podía hacer que tocaran como los ángeles.
– Dice que su carrera fue corta. ¿Cuál fue la causa? Ahora le miró, pero no preguntó cómo alguien que se decía admirador suyo podía ignorar la historia. Claro que, al fin y al cabo, era policía, y los policías siempre mienten. Siempre.
– Me negué a cantar para il Duce . Fue en Roma, en la inauguración de la temporada de 1938. Norma . El gerente del teatro subió a verme poco antes de que se levantara el telón para decirme que aquella noche Mussolini nos honraba con su presencia. Y yo… -Aquí su voz se apagó, mientras buscaba la manera de explicar lo sucedido-. Yo era joven y valiente, y dije que no cantaría. Era joven y célebre, y pensé que podía hacerlo, que mi fama me protegería. Pensaba que el amor de los italianos por el arte y la música me permitirían hacer aquello y quedar a salvo. -Sacudió la cabeza ante la idea.
– ¿Qué ocurrió?
– No canté. Aquella noche no canté, y no volví a cantar en público nunca más. Él no podía matarme por no cantar, pero podía arrestarme. Me quedé en mi casa de Roma hasta que terminó la guerra. Y, cuando terminó, cuando terminó, ya no canté más. -Se revolvió en el sillón-. No quiero hablar de eso.
– Entonces hablemos del maestro. ¿Recuerda algo más de él? -Aunque ninguno de los dos había mencionado su muerte, hablaban de él como si estuviera entre los muertos.
– Nada más.
– ¿Es verdad que tuvo con él dificultades de carácter personal?
– Le conocí hace cincuenta años. ¿Qué puede importar ya?
– Signora , yo sólo deseo hacerme una idea de qué clase de hombre era. Lo único que conozco de él es su música, que es muy bella. Y su cuerpo, que no tenía nada de bello cuando lo vi. Cuanto más cosas sepa de él, mejor podré comprender las circunstancias de su muerte.
– Murió envenenado, ¿verdad?
– Sí.
– Bien. -No había malevolencia en su voz. El entusiasmo que denotaba era el que hubiera podido despertar un pasaje musical o una buena comida. Él observó que ahora tenía las manos juntas y que se retorcía los dedos nerviosamente-. Pero siento que lo hayan matado. -¿En qué quedamos?, se preguntó él-. Preferiría que se hubiera suicidado, para que, además, su alma se condenara.
Su tono de voz seguía siendo neutro, desapasionado. Brunetti se estremeció. Empezaron a castañetearle los dientes. Casi involuntariamente, se levantó y empezó a pasearse, para tratar de entrar en calor. Al pasar por delante del secreter, se paró a contemplar el retrato. Las tres muchachas estaban ataviadas a la artificiosa moda de los años treinta: vestidos de blonda hasta los pies y sandalias de tacón altísimo, labios oscuros y en forma de corazón y cejas muy finas. A pesar de la ondulación y del maquillaje, se veía que eran muy jóvenes. Estaban colocadas por orden de edad, la mayor, a la izquierda, no tendría más de veinticinco años, la mediana, en el centro, unos cuantos menos y la pequeña, casi una niña, no pasaría de los quince.
– ¿Cuál de ellas es usted, signora ?
– La del centro. Yo era la mediana.
– ¿Y las otras dos?
– Clara era la mayor. Y Camilla, la pequeña. Éramos una buena familia italiana. Mi madre tuvo seis hijos en doce años, tres niñas y tres niños.
– ¿Cantaban también sus hermanas?
Ella suspiró y luego resopló de incredulidad.
– Hubo un tiempo en el que en Italia todo el mundo conocía a las tres hermanas Santina, las tres C. Pero de eso hace mucho tiempo y no tiene usted por qué saberlo.
Al ver la forma en que ella miraba el retrato, el comisario se preguntó si, a sus ojos, las tres seguían siendo como entonces, jóvenes y bonitas.
– Empezamos cantando en los cines, después de las películas. Nuestra familia no tenía dinero, por lo que nosotras, las hijas, cantábamos para ganar algo, poco. Luego empezamos a ser famosas y ganábamos más. Entonces yo descubrí que tenía auténtica voz y empecé a cantar en los teatros, pero Camilla y Clara siguieron cantando en los music-hall . -Dejó de hablar, tomó la taza, bebió el café en tres rápidos tragos y escondió las manos buscando el calor de las mantas.
– ¿Afectaron a sus hermanas sus problemas con el maestro?
De pronto, su voz sonaba a vejez y cansancio.
– Hace mucho tiempo de aquello. ¿Qué puede importar?
– ¿Afectaron a sus hermanas, signora ?
Su voz se elevó hasta alcanzar el registro de soprano.
– ¿Por qué quiere saberlo? ¿Qué importa ya? Él ha muerto. Ellas han muerto. Todos han muerto. -Se arrebujó en las mantas, para protegerse del frío del ambiente y del frío de la voz de él. El comisario esperaba, pero lo único que oía era el jadeo sibilante de la estufa en su vano empeño por mitigar el frío mortal de aquella cocina.
Pasaban los minutos. Brunetti aún tenía en la boca el sabor amargo del café y no sabía cómo combatir el frío que le taladraba los huesos.
Por fin, la mujer habló, en tono tajante:
– Si ha terminado el café, ya puede marcharse.
Él fue a la mesa y llevó las dos tazas al fregadero. Cuando se volvió, la mujer había emergido de debajo de las mantas y ya estaba en la puerta. Arrastrando los pies, le precedió por el largo corredor que ahora parecía incluso más frío que antes. Moviendo torpemente sus manos deformes, descorrió los pasadores, dio la vuelta a la llave y abrió la puerta lo justo para que pudiera salir el comisario, Cuando se volvió para darle las gracias, ella ya estaba pasando los cerrojos. Aunque era invierno y hacía frío, él respiró de satisfacción al sentir en la espalda la leve caricia del sol de la tarde.