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– ¿Alguien más lo notó, profesor?

Rezzonico alzó las cejas y resopló con displicencia.

– Comisario, no sé qué pensará usted del público veneciano, pero lo mejor que puede decirse de él es que es sordo. No va a la ópera a escuchar música ni bel canto sino a lucir sus galas delante de las amistades, amistades que han ido por lo mismo. Podría usted traer a una banda de pueblo siciliana y hacerla tocar en el foso, y nadie notaría la diferencia. Si el vestuario es lujoso y la presentación fastuosa, el éxito está asegurado. Si es una ópera moderna y los cantantes no son italianos, fracaso seguro. -El profesor advirtió que aquello empezaba a parecer una disertación y bajó el tono-: Contestando a su pregunta: no, no creo que muchos notaran lo que ocurría.

– ¿Y los otros críticos?

El profesor volvió a resoplar.

– Aparte de Narciso, de La Repubblica, no hay entre todos ellos ni un solo músico. Algunos, van a un ensayo y escriben la crítica. Otros ni saben leer una partitura. No; no tienen criterio.

– ¿A qué atribuye el fracaso del maestro Wellauer, si se le puede llamar fracaso?

– Quién sabe. Pudo deberse a una mala noche. Al fin y al cabo, era un anciano. Quizá estaba disgustado por algo que ocurriera antes de la función. O, aunque le parezca ridículo, pudo tratarse de una simple indigestión. Pero, en cualquier caso, aquella noche no controlaba la música. Se le iba, los músicos hacían lo que querían y los cantantes trataban de seguirlos. Pero él no daba sensación de dominio.

– ¿Algo más, profesor?

– ¿Se refiere a la música?

– A la música o a cualquier otra cosa.

Rezzonico reflexionó un momento, entrelazando ahora los dedos en el regazo, y finalmente dijo:

– Quizá esto le parezca extraño. A mí me lo parece, porque en realidad no sé por qué lo digo ni por qué lo creo así. Pero tengo la impresión de que él se daba cuenta.

– ¿Cómo dice?

– Wellauer. Creo que lo sabía.

– ¿Lo de la música? ¿Lo que ocurría?

– Sí.

– ¿Por qué lo dice, profesor?

– Por algo que observé después de la escena del segundo acto en la que Germont suplica a Violetta. -Miró a Brunetti, para comprobar si conocía el argumento de la ópera. Brunetti asintió y el profesor prosiguió-: Una escena que siempre es muy aplaudida, sobre todo si los cantantes son tan buenos como Dardi y Petrelli. Estuvieron muy bien, y la ovación fue larga. Mientras el público aplaudía, yo observaba al maestro. Le vi dejar la batuta en el atril como si fuera a marcharse, a bajar del podio dejándonos plantados. Quizá fueran figuraciones, pero me pareció que ésa era su intención. Entonces cesaron los aplausos y los primeros violines levantaron los arcos. Él los vio, movió la cabeza de arriba abajo y volvió a empuñar la batuta. Y la ópera continuó, pero yo me quedé con la impresión de que, si no llega a advertir el movimiento de los violines, hubiera dado media vuelta y se hubiera marchado.

– ¿Alguien más lo notó?

– No lo sé. Ninguna de las personas con las que he hablado ha querido extenderse mucho sobre aquella representación. Todo el mundo parece muy prudente. Yo estaba en un palco proscenio de la izquierda y podía verle de cara. Supongo que los demás miraban a los cantantes. Después, cuando se anunció que no podía continuar, supuse que habría tenido un ataque. Pero no que le hubieran matado.

– ¿Qué decían esas otras personas?

– Como ya le he dicho, todo el mundo se expresa casi con cautela, como si no quisieran criticarle ahora que ha muerto. Pero varias personas de este conservatorio están de acuerdo conmigo en que su actuación dejaba mucho que desear. Nada más.

– Leí su artículo acerca de la carrera de Wellauer, profesor. Hacía de él grandes elogios.

– Fue uno de los grandes músicos del siglo. Un genio.

– En su artículo no menciona su última actuación.

– No se puede condenar a un hombre por una mala noche, comisario, y menos si su carrera ha sido tan brillante.

– Sí, ya sé; ni por una mala noche ni por una mala acción.

– Exactamente -convino el profesor, mirando a dos muchachas que acababan de entrar en la clase, cada una con una gruesa partitura debajo del brazo-. Ahora, con su permiso, comisario, ya llegan mis alumnos y tengo que empezar la clase.

– Por supuesto, profesor -dijo Brunetti poniéndose en pie y tendiendo la mano-. Muchas gracias por su tiempo y por su ayuda.

El otro murmuró a su vez unas frases de cortesía, pero Brunetti advirtió claramente que toda su atención era ya para sus alumnos. Abandonó la clase, bajó la ancha escalera y salió al campo San Stefano.

El comisario pasaba con frecuencia por esta zona de la ciudad y había llegado a conocer no sólo a los que trabajaban aquí, en los bares y las tiendas, sino incluso a los perros avecindados en los alrededores. Tumbado al pálido sol de invierno estaba un bulldog rosa y blanco cuyo morro achatado daba un poco de angustia a Brunetti. Más allá, el pequinés que se había convertido, de un montoncito de pelo que era, en una criatura de extrema fealdad. Por último, delante de la tienda de cerámica, vio al mestizo negro que se pasaba el día tumbado y tan quieto que mucha gente creía que formaba parte de la mercancía expuesta para la venta.

Brunetti decidió entrar en el Caffe Paolin. Todavía había mesas fuera, pero hoy sus únicos ocupantes eran extranjeros que trataban desesperadamente de convencerse de que aún se podía tomar un cappuccino en la terraza. La gente sensata se sentaba dentro.

Brunetti intercambió un saludo con el barman, que demostró tener tacto suficiente como para no preguntarle si había novedades en el caso. En una ciudad en la que no había secretos, la gente cultivaba el arte de no hacer preguntas directas ni comentarios que no fueran puramente casuales. Brunetti sabía que, por mucho que tardara en cerrarse el caso, ninguna de las personas con las que trataba a este nivel -el barman, el vendedor de periódicos o el cajero del banco- le haría ni el más pequeño comentario.

Después de tomar el espresso , se sentía inquieto y no le apetecía el almuerzo hacia el que todo el mundo parecía encaminarse apresuradamente. Llamó al despacho y allí le dijeron que el signore Padovani había llamado y dejado un nombre y una dirección. Sin mensaje alguno, sólo el nombre: Clemenza Santina, y la dirección: Corte Mosca, Giudecca.

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