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– Yo también. Era la primera vez que lo olía en vivo. -Los dos pasaron por alto la incongruencia de la última palabra.

Ella aplastó el cigarrillo en el tiesto de una palmera del tamaño de un naranjo.

– ¿Cómo conseguiría quien fuera esa sustancia? – preguntó.

– Eso quería preguntarle yo, doctora.

Ella reflexionó un momento antes de apuntar:

– En una farmacia, en un laboratorio… Pero debe de estar muy controlada.

– Lo está y no lo está.

La mujer, por ser italiana, comprendió inmediatamente.

– Es decir, que puede desaparecer una pequeña cantidad sin que nadie lo denuncie ni informe de ello.

– Imagino que sí. Tengo a un hombre investigando en las farmacias de la ciudad, pero no podemos indagar en todas las industrias de Marghera o de Mestre.

– Se utiliza para el revelado de películas, ¿no?

– Sí, y en petroquímica.

– Con la cantidad de industrias del ramo que hay en Marghera su hombre tiene trabajo para rato.

– Para días -reconoció él.

Al observar que ella tenía la copa vacía, Brunetti dijo:

– ¿Más champaña?

– No, gracias. Me parece que ya he bebido suficiente champaña del conde por esta noche.

– ¿Ha venido otras veces? -preguntó él, sin disimular la curiosidad.

– Varias veces. Siempre me invita y, si estoy libre, vengo.

– ¿Por qué? -La pregunta se le escapó antes de que tuviera tiempo de pensar.

– Es paciente mío.

– ¿Es usted su médico? -Brunetti no pudo contener la sorpresa.

Ella se rió con naturalidad, sin darse por ofendida por su asombro.

– Si él es mi paciente, yo tengo que ser su médico, desde luego. -Y suavizando el tono-: Tengo el consultorio al otro lado del campo . Al principio, atendía a los criados, pero hace cosa de un año, cuando vine a visitar a uno de ellos, conocí al conde y estuvimos charlando.

– ¿De qué hablaron? -Brunetti no podía creer que el conde fuera capaz de un acto tan banal como el de charlar, y menos, con una persona con tan pocas pretensiones.

– Aquella primera vez hablamos del criado, que tenía la gripe, pero cuando volví, no sé cómo, salimos a hablar de poesía griega. Y, después, si mal no recuerdo, de historiadores griegos y romanos. El conde es un gran admirador de Tucídides. Yo estudié en el liceo clásico y puedo hablar del tema sin meter la pata, por lo que el conde estimó que debía de ser buen médico. Ahora viene a mi consulta con frecuencia y hablamos de Tucídides y de Estrabón. -Apoyó la espalda en la pared y cruzó los tobillos-. Es como la mayoría de los otros pacientes, que vienen a hablarme de enfermedades que no tienen y de dolores que no sienten. El conde tiene una conversación más interesante, pero por lo demás no hay mucha diferencia. Es viejo y está solo, lo mismo que ellos, y necesita hablar con alguien.

Brunetti estaba estupefacto por esta descripción del conde. ¿Solo, un hombre que, teléfono en mano, podía romper el secreto de un banco suizo? ¿O averiguar el contenido de un testamento antes de que fuera enterrado el testador? ¿Tan solo estaba que iba al médico para hablar de historiadores griegos?

– A veces, también habla de ustedes -dijo ella-. De todos ustedes.

– ¿Sí?

– Lleva sus fotos en la cartera. Me las ha enseñado varias veces. Usted, su esposa, los niños.

– ¿Por qué me dice esto, doctora?

– Porque él es viejo y se siente solo. Y es paciente mío, y trato de hacer todo lo que puedo para ayudarle. -Al ver que él iba a protestar, agregó-: Todo lo que puedo, si creo que ha de ayudarle.

– Doctora, ¿acostumbra a aceptar pacientes particulares?

Si ella captó la intención de la pregunta, no dio señales de ello.

– La mayoría de mis pacientes son de la sanidad pública.

– ¿Cuántos pacientes particulares tiene?

– No creo que eso sea de su incumbencia, comisario.

– Supongo que tiene razón -reconoció él-. ¿Me respondería a una pregunta sobre sus ideas políticas? -Pregunta que aún tiene sentido en Italia, donde los partidos no son calco unos de otros.

– Soy comunista, naturalmente, aunque ahora se diga con otras palabras.

– No obstante lo cual, no tiene inconveniente en aceptar como paciente a uno de los hombres más ricos de Venecia y, probablemente, de toda Italia.

– Naturalmente. ¿Y por qué no?

– Ya se lo he dicho. Porque es muy rico.

– ¿Y qué tiene que ver?

– Cabría suponer que…

– ¿Que yo tenía que rechazarlo porque es rico y puede pagarse mejores médicos? ¿Es eso, comisario? -preguntó la mujer, sin hacer nada por disimular la irritación-. Esa suposición no sólo es ofensiva sino que delata una visión del mundo bastante simplista. Aunque ni lo uno ni lo otro debería sorprenderme. -Esto último le hizo preguntarse qué podía haber dicho el conde de él durante aquellas charlas.

Brunetti tenía la impresión de que la conversación se le había ido de la mano. No quería ofenderla, ni dar a entender que el conde podría encontrar mejores médicos. Lo que le sorprendía era que ella lo hubiera aceptado como paciente.

– Por favor, doctora -dijo alzando la mano entre los dos-, perdóneme, pero el mundo en el que yo trabajo es simplista. Hay buena gente. -Ella le escuchaba, por lo que el comisario se permitió agregar, con una sonrisa-. Gente como usted y como yo. -Ella tuvo la gentileza de devolverle la sonrisa-. Y hay gente que quebranta la ley.

– Ya -dijo ella. Su enojo no se había calmado, después de todo-. ¿Y eso nos da derecho a dividir el mundo en dos grupos, el nuestro y el de los otros? ¿Y yo tengo que tratar a los que comparten mis ideas políticas y dejar morir a los demás? Lo plantea usted como una película de cowboys : los buenos y los bandidos y, en todo momento, perfectamente claro quiénes son los unos y los otros.

Él trató de defenderse:

– Yo no he dicho qué ley quebrantaban.

– ¿Es que, en su concepto del mundo, existe más ley que la del Estado? -Su desdén era evidente, y Brunetti pensó que ojalá fuera hacia la ley del Estado y no hacia su persona.

– Creo que sí -respondió.

Ella levantó las manos.

– Si hemos llegado al punto en el que se hace bajar de los cielos al pobre y sufrido Dios para meterlo en la conversación, me parece que tendré que ir a buscar más champaña.

– No, permítame -dijo él quitándole la copa. Al poco, volvía con el champaña y agua mineral para él. Ella aceptó la bebida y le dio las gracias con una sonrisa completamente amistosa y normal.

Bebió un sorbo y preguntó:

– ¿Qué puede usted decirme acerca de esa ley? -Lo dijo sin rencor, con auténtico interés, dando por olvidada la disensión. Olvidada por ambas partes, descubrió él.

– Es evidente que la ley que tenemos no es suficiente -empezó, asombrándose a sí mismo, puesto que había dedicado su carrera a defender esta ley-. Necesitamos una ley más humana, o quizá, más humanitaria. -Calló, porque se sentía un poco ridículo al decir esto. Y más aún al pensarlo.

– Sería maravilloso -dijo ella con una benevolencia que inmediatamente le puso en guardia-. Pero ¿no sería un estorbo en su profesión? Al fin y al cabo, su tarea consiste en imponer la otra ley, la ley del Estado.

– En realidad, son una misma cosa. -Al darse cuenta de que sonaba a tópico, agregó-: Generalmente.

– ¿Siempre no?

– No; siempre no.

– ¿Y cuando no son lo mismo?

– Trato de encontrar el punto de coincidencia.

– ¿Y si no lo hay?

– Entonces hago lo que debo.

Ella soltó una carcajada tan espontánea que él no pudo menos que hacerle coro, al comprender que había hablado como John Wayne antes de salir a librar la última batalla.

– Perdone por haberle hecho picar, Guido. Lo siento. Por si le sirve de consuelo le diré que nosotros, los médicos, tenemos que tomar la misma decisión algunas veces, aunque no muchas, cuando lo que nosotros consideramos justo no coincide con lo que la ley dice que es justo.

Lo salvó, los salvó a ambos, la llegada de Paola, que venía a preguntar si no quería marcharse ya.

– Paola -dijo él, dando media vuelta para presentarle a la otra mujer-, es la doctora de tu padre. -Esperaba darle una sorpresa.

– Oh, Bárbara -exclamó Paola-. Cuánto me alegro de conocerla. Ya era hora. Mi padre me habla mucho de usted.

Brunetti miraba y escuchaba, asombrado de la facilidad con que las mujeres pueden demostrarse simpatía y confianza desde el primer momento de conocerse. Unidas por una común preocupación por un hombre al que él siempre había encontrado frío y distante, ellas dos hablaban como si se conocieran desde hacía años. No había entre ellas ni asomo de aquel abrasivo recelo con que se habían medido mutuamente él y la doctora. Ésta y Paola habían realizado una especie de evaluación instantánea y se habían sentido perfectamente satisfechas del resultado. Era un fenómeno que había observado muchas veces y que temía no llegar a comprender. Él tenía la misma facilidad para simpatizar con otro hombre, pero el proceso se detenía en una capa más superficial, no tenía tanto calado como esta intimidad instantánea de la que era testigo, que parecía llegar hasta un punto central y que, evidentemente, no había concluido, sino que sólo se había interrumpido hasta el siguiente encuentro.

Ya estaban hablando de Raffaele, el único nieto varón del conde, cuando recordaron la presencia de Brunetti. Por su manera de transferir el peso del cuerpo de uno a otro pie era evidente que estaba cansado y deseaba marcharse, y Paola dijo:

– Perdóneme por haberle hablado tanto de Raffaele, Bárbara. Ahora tendrá que preocuparse de dos generaciones en lugar de una sola.

– No; es conveniente conocer otro punto de vista sobre los niños. Le preocupan mucho. Pero está muy orgulloso de ustedes. -Brunetti tardó en comprender que se refería a Paola y a él. Ésta era, sin duda, la noche de las sorpresas.

Brunetti no hubiera podido decir cómo, pero las dos mujeres decidieron que había llegado el momento de marcharse. La doctora dejó la copa en una mesa, y Paola se colgó de su brazo en el mismo momento. Intercambiaron saludos y a él volvió a sorprenderle que la doctora se mostrara mucho más efusiva con Paola que con él.

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