– Ardo en deseos de oírla -reveló Ouen en ascuas.
Volvió a apreciar la sencillez de Flavie. Ésta no se hizo de rogar para contarle su caso. Tenía conciencia, sin duda, del superior interés de una confidencia de tal género. Por su parte, Ouen esperaba un relato bastante largo. Ordinariamente, una linda muchacha tiene ocasión de numerosos contactos con sus semejantes, del mismo modo que una rebanada de pan con mermelada tiene más posibilidades de reunir información sobre la anatomía y las costumbres de los dípteros que un cilicio ingrato y pinchoso. De tal modo, la historia de la vida de Flavie estaría sin duda empedrada de hechos y acontecimientos de los que podría sacarse moraleja de utilidad. De utilidad para Ouen, por supuesto, pues la moraleja de la historia personal no vale nunca más que para otro. Uno mismo conoce siempre demasiado bien las secretas razones que le obligan a narrarla de manera constrenida, amañada y truncada.
– Nací -comenzó Flavie- hace ya veintidós años y ocho doceavos, en un pequeño castillo normando de los alrededores dc Quettehou. Una vez hecha fortuna, mi padre, exprofesor de modales en el Instituto de Mademoiselle Désir, se retiró a él para gozar apaciblemente de su dama de compañía y de los frutos de un trabajo pertinaz. Mi madre, una de sus antiguas discipulas a la que le costó mucho seducir pues era bastante feo, no le había seguido hasta allí, y vivía en París en alterno concubinato con un arzobispo y un comisario de policía. Desaforado anticlerical, mi progenitor ignoraba las relaciones de su esposa con el primero pues, en caso contrario, hubiese solicitado el divorcio. Pero, por el contrario, se alegraba del semiparentesco que lo unía al sabueso, pues le permitía humillar a tan honesto funcionario burlándose de él por contentarse con sus sobras. Mi padre poseía además una considerable fortuna bajo la forma de una pequeña parcela (que le venía de su abuelo) situada en París, en la Plaza de la Ópera. Mucho le gustaba acercarse hasta ella los domingos, para cultivar alcachofas ante las narices y las barbas de los un tanto atónitos conductores de autobús. Como puede comprobar, despreciaba el uniforme bajo cualquiera de sus aspectos…
– ¿Y dónde queda usted a todo esto? -preguntó Ouen experimentando la sensación de que la moza se estaba yendo por las ramas.
– Es verdad.
Flavie bebió un buchecito de la verde bebida. Y, sin mas ni más, se puso a llorar silenciosamente, como si se tratase del grifo ideal. Parecía desesperada. Debía estarlo. Emocionado, Ouen le cogió la mano y acto seguido la soltó, porque no sabía qué hacer con ella. Entretanto, Flavie se calmaba.
– Soy una verdadera estúpida -dijo.
– En absoluto -protestó Ouen, que la encontraba demasiado severa para consigo misma-. La culpa es mía por haberla interrumpido.
– Le acabo de contar una retahila de mentiras -continuó ella-. Por falso orgullo pura y simplemente. En realidad, el arzobispo no era más que un mero obispo, y el comisario un guardia de tráfico. En cuanto a mí, soy una pobre costurera a la que cuesta mucho esfuerzo llegar a empalmar dos cabos. Mis clientes son pocas y desagradables, unas verdaderas pestes. Se diría que les divierte verme deslomarme. No tengo dinero, estoy hambrienta y soy muy desgraciada. Mi amigo está en la cárcel. Vendió determinados secretos a una potencia extranjera, y le arrestaron por hacerlo por encima de las tarifas oficiales. El recaudador de contribuciones me exige cada vez más dinero. Es tío mío, y si no paga sus deudas de juego, mi tía y sus seis hijos se verán abocados a la ruina. ¿Se da cuenta? El mayor no tiene más que treinta y cinco años. ¡Si usted supiese lo que se come a esa edad!
Sollozaba amargamente. Parecía destrozada.
– Noche y día tiro de la aguja sin resultado -prosiguió- porque ni siquiera tengo dinero para comprar una bobina de hilo.
Ouen no sabía qué decir. Le dio unos golpecitos en el hombro y pensó que sería preciso levantarle la moral. ¿Pero cómo? Las cosas no se consiguen simplemente soplando. A menos que… ¿Acaso lo ha probado alguien alguna vez?
Sopló.
– ¿Qué le ocurre? -preguntó la joven.
– Nada -respondió él-. Estaba suspirando. Su historia me traspasa.
– ¡Oh! -continuó la chica-. Lo que ha oído hasta ahora no es casi nada. Apenas si me atrevo a contarle lo peor.
Afectuosamente, Ouen le acarició un muslo.
– Confíese a mí. Alivia.
– ¿Le alivia a usted?
– Dios mío -dijo-, son cosas que se dicen. Frases hechas, lo reconozco.
– ¿Pero qué importa? -preguntó ella.
– ¿Pero qué importa? -repitió él.
– Otra circunstancia que contribuye a convertir mi vida en un infierno -prosiguió Flavie- es mi indigno hermano. Duerme con su perro, escupe en el suelo desde que se levanta, no cesa de pegarle puntapiés en el trasero al gato, y eructa varias veces seguidas cada vez que pasa junto a la portera.
Ouen se quedó sin habla. Cuando la lubricidad y el desviacionismo pervierten hasta tal punto el espíritu de un hombre, se descubre uno incapaz de hacer comentarios.
– ¿Qué le parece? -continuó Flavie-. Si es así a los dieciocho meses ¿qué no hará cuando sea mayor?
Dicho lo cual, estalló en sollozos poco numerosos, ciertamente, pero muy recios. Ouen le dio golpecitos en la mejilla, pero estaba ella llorando con tan ardientes lágrimas, que se vio forzado a retirar con presteza sus chamuscados palpos.
– ¡Oh! -dijo-. ¡Pobrecita mía!
Es lo que la muchacha estaba esperando.
– Como ya le he dicho -continuó-, le falta aún por oír lo más bonito de todo.
– Cuente, cuente -insistió Ouen, dispuesto a soportar cualquier cosa.
Cuando empezó a contarle, se apresuró a introducirse cuerpos extraños en las orejas para dejar de oírla. Lo poco que alcanzó a escuchar le dejó un malsano calofrío que llegó a empaparle la ropa interior.
– ¿Es todo? -preguntó finalmente con el fuerte tono de voz de los que acaban de quedarse sordos.
– Es todo -respondió Flavie-. Ahora me siento mejor.
Se bebió de un trago el vaso, dejando sobre la mesa el contenido de aqueste. La chiquillada no logró desfruncir el ceño de su interlocutor.
– ¡Desgraciada criatura! -suspiró éste por fin.
Sacó su cartera a la luz y llamó al camarero, quien se acercó con visible repugnancia.
– ¿Me ha llamado el señor?
– Sí -dijo Ouen-. ¿Qué le debo?
– Tanto -contestó el mozo.
– Aquí tiene -dijo Ouen, dejándole algo más.
– No se lo agradezco -advirtió el camarero-. El servicio estaba incluido.
– Perfecto -dijo Ouen-. Aléjese, huele mal.
Vejado, y lo tenía bien merecido, el camarero se alejó. Flavie miraba a Ouen con admiración.
– ¡Tiene usted dinero!
– Tómelo todo -dijo Ouen-. Le hace más falta que a mí.
La muchacha quedó tan llena de estupor como si estuviera ante las barbas de Papá Noel. Su expresión resulta difícil de describir, pues nadie ha estado nunca delante de las barbas de dicho señor.
Ouen volvía solo a casa. Era muy tarde, y no quedaba más que una farola encendida de cada dos. Las demás dormían de pie. Caminaba con la cabeza gacha pensando en Flavie, en la alegría que había demostrado cuando le entregó todo su dinero. Se sentía enternecido. No le quedaba en la cartera ni un solo billete, pero pobre chica. A sus años se siente uno como perdido sin medios de subsistencia. De repente le vino a la cabeza que, cosa extraña, tenían ambos exactamente la misma edad. Menesterosa hasta tal punto. Ahora que se lo había llevado todo, comenzaba él a darse cuenta del efecto que la cosa puede hacer. Miró en su derredor. La calle resplandecía, incolora, y la luna estaba justamente sobre la vertical del puente. Ni un solo céntimo en el bolsillo. Y la trampa para palabras por terminar. La desierta calle se pobló de improviso con el cortejo nupcial de un sonámbulo, pero el ceño de Ouen no se desarrugó. Volvió a pensar en el prisionero. Para él las cosas eran sencillas. Para sí mismo también, en el fondo. El puente estaba cada vez más cerca. Ni un céntimo en el bolsillo. Pobre, pobre Flavie. No, pobre no, en aquellos momentos ya no lo era. Pero qué historia tan conmovedora la suya. No era posible que pudiera darse tamaña calamidad. Suerte que él acertara a pasar por allí. Suerte para ella. ¿A todo el mundo le ocurre que alguien llegue tan a tiempo?
Pasó las piernas por encima del pretil y aseguró los pies sobre la pequeña cornisa. Los ecos del cortejo nupcial se deshilaban a lo lejos. Miró a derecha e izquierda. Decididamente, la muchacha había tenido suerte con que él acertara a pasar. No se veía ni un gato. Alzó los hombros. Se palpó el vacío bolsillo. Evidentemente, inútil seguir viviendo en tales condiciones. ¿Pero por qué aquella historia de puente arriba o puente abajo?
Sin más averiguaciones, se dejó caer sobre la corriente. Sí, era exactamente como había pensado: se iba uno a pique. El lado del puente importaba poco.
(1952)