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– Ottavia, tienes que aguantar el dolor -farfulló sin aire; las gotas de sudor le caían a mares por la cara y el cuello-. Camina, por favor.

Kapnikaréa nos ofrecía a la vista los muros de piedra de su lado izquierdo. ¡Estábamos tan cerca! Podía ver las pequeñas cupulitas cubiertas de tejas rojas y coronadas por pequeñas cruces. Y yo sin poder respirar, sin poder correr. ¡Aquello era una tortura!

– ¡Ottavia, el sol! -gritó Farag.

Ni siquiera lo busqué con la mirada, me bastó con el suave tinte azul oscuro del cielo. Aquellas tres palabras fueron el acicate que necesitaba para sacar fuerzas de donde no las tenía. Un escalofrío me recorrió entera y, al mismo tiempo, sentí tanta rabia contra el sol por fallarme de esa forma que tomé aire y me lancé contra la iglesia. Supongo que hay momentos en la vida en que la obcecación, la tozudez o el orgullo toman el control de nuestros actos y nos obligan a lanzarmos desbocados hacia la consecución de ese único objetivo que ensombrece todo lo que no sea él mismo. Imagino que el origen de esa respuesta desmandada tiene mucho que ver con el instinto de supervivencia, porque actuamos como si nos fuera la vida en ello. Naturalmente que sentía dolor y que mi cuerpo seguía siendo un guiñapo, pero en mi cerebro se coló la idea fija de que el sol estaba saliendo y ya no pude actuar con cordura. Muy por encima de los impedimentos físicos estaba la obligación de cruzar el umbral de Kapnikaréa.

Así pues, eché a correr como no había corrido en toda la noche y Farag se puso a mi lado justo cuando, tras bajar unos escalones que nos dejaron a la altura de la iglesia, llegamos ante el precioso pórtico que protegía la puerta. Sobre ella, un impresionante mosaico bizantino de la Virgen con el Niño lanzaba destellos a la pobre luz de las farolas; sobre nuestras cabezas, un cielo de brillantes teselas doradas enmarcaba un Crismón constantineano.

– ¿Llamamos? -pregunté con voz débil, poniéndome las manos en la cintura y doblándome por la mitad para poder respirar.

– ¿A ti qué te parece? -exclamó Farag y, acto seguido, escuché el primero de los siete golpes que propinó furiosamente contra la recia madera. Con el último de ellos, los goznes chirriaron suavemente y la puerta se abrió.

Un joven pope ortodoxo, poseedor de una larga y poblada barba negra, apareció frente a nosotros. Con el ceño fruncido y un gesto adusto, nos dijo algo en griego moderno que no comprendimos. Ante nuestras caras desconcertadas, repitió su frase en inglés:

– La iglesia no abre hasta las ocho.

– Lo sabemos, padre, pero necesitamos entrar. Debemos purificar nuestras almas inclinándonos ante Dios como humildes suplicantes.

Miré a Farag con admiración. ¿Cómo se le habría ocurrido utilizar las palabras de la plegaria de Jerusalén? El joven pope nos examinó de los pies a la cabeza y nuestro lastimoso aspecto pareció conmoverle.

– Siendo así, pasen. Kapnikaréa es toda suya.

No me dejé engañar: aquel muchachito vestido con sotana era un staurofílax. Si hubiera puesto la mano en el fuego, con toda seguridad no me habría quemado. Farag me leyó el pensamiento.

– Por cierto, padre… -pregunté, limpiándome el sudor de la cara con la manga del chándal-. ¿Ha visto por aquí a un amigo nuestro, un corredor como nosotros, muy alto y de pelo rubio?

El cura pareció meditar. Si no hubiera sabido que era un staurofílax, a lo mejor le hubiera creído, pero, pese a ser un buen actor, no consiguió embaucarme.

– No -respondió después de pensarlo mucho-. No recuerdo a nadie de esas características. Pero, pasen, por favor. No se queden en la calle.

Desde ese instante, estábamos a su merced.

La iglesia era preciosa, una de esas maravillas que el tiempo y la civilización respetan porque no pueden acabar con su belleza sin morir también un poco. Cientos, miles de delgados cirios amarillos ardían en su interior, permitiendo vislumbrar, al fondo, a la derecha, un bello iconostasio que refulgía como el oro.

– Les dejo rezar -dijo, mientras, distraídamente, volvía a condenar la puerta pasando los cerrojos; estábamos prisioneros-. No duden en llamarme si necesitan algo.

Pero ¿qué hubiéramos podido necesitar? Apenas terminó de pronunciar esas amatíes palabras, un fuerte golpe en la cabeza, propinado por la espalda, me hizo tambalearme y caer desplomada al suelo. No recuerdo nada más. Sólo siento no haber podido ver mejor Kapnikaréa.

Abrí los ojos bajo el glacial resplandor de varios tubos blancos de neón e intenté mover la cabeza porque intuí que había alguien a mi lado, pero el intenso dolor que sentía me lo impidió. Una voz amable de mujer me dijo algunas palabras incomprensibles y volví a perder el conocimiento. Algún tiempo después desperté de nuevo. Varias personas vestidas de blanco se inclinaban sobre mi cama y me examinaban meticulosamente, levantándome los flácidos párpados, tomándome el pulso y movilizándome con suavidad el cuello. Entre brumas, me di cuenta de que un tubo muy fino salía de mi brazo y llegaba hasta una bolsa de plástico llena de un líquido transparente que colgaba de un palo metálico. Pero volví a dormirme y el tiempo siguió pasando. Por fin, al cabo de varias horas, recuperé la conciencia con un sentido más auténtico de la realidad. Debían haberme administrado un montón de drogas porque me encontraba bien, sin dolor, aunque un poco mareada y con el estómago revuelto.

Sentados en unas sillas de plástico verde pegadas a la pared, dos hombres extraños me observaban patibulariamente. Al verme parpadear se pusieron en pie y se acercaron hasta la cabecera de la cama.

– ¿Hermana Salina? -preguntó uno de ellos en italiano y, al fijar la vista en él, descubrí que vestía sotana y alzacuellos-. Soy el padre Cardini, Ferruccio Cardini, de la embajada vaticana, y mi acompañante es Su Eminencia del archimandrita Theologos Apostolidis, secretario del Sínodo Permanente de la Iglesia de Grecia. ¿Cómo se encuentra?

– Como si me hubieran golpeado con un mazo en la cabeza, padre. ¿Y mis compañeros, el profesor Boswell y el capitán Glauser-Róist?

– No se preocupe, están bien. Se encuentran en los cuartos inmediatos. Acabamos de verles y ya se están despertando.

– ¿Qué lugar es este?

– El nosokomio George Gennimatas.

– ¿El qué?

– El Hospital General de Atenas, hermana. Unos marineros les encontraron a última hora de la tarde en uno de los muelles de El Pireo [38] y les trajeron al hospital más cercano. Al ver su acreditación diplomática vaticana, el personal de Urgencias se puso en contacto con nosotros.

Un médico alto, moreno y con un enorme bigote turco apareció de repente retirando la cortina de plástico que hacía las funciones de puerta. Se acercó a mi cama y, mientras me tomaba el pulso y me examinaba los ojos y la lengua, se dirigió a Su Eminencia del archimandrita Theologos Apostolidis, quien, a continuación, se dirigió a mí en un correcto inglés.

– El doctor Kalogeropoulos desea saber cómo se encuentra.

– Bien. Me encuentro bien -respondí, tratando de incorporarme. Ya no tenía el gotero enganchado al brazo.

El médico griego dijo otras palabras y tanto el padre Cardini como el Archimandrita Apostolidis se volvieron y se pusieron de cara a la pared. Entonces, el doctor retiró la sábana que me cubría y pude ver que, por toda ropa, llevaba puesto un horrible camisón corto de color salmón claro que dejaba mis piernas al aire. No me extrañé al ver que tenía los pies vendados pero sí al descubrir que también tenía vendados los muslos.

– ¿Qué me ha pasado? -pregunté. El padre Cardini repitió mis palabras en griego y el médico respondió con una larga conferencia.

– El doctor Kalogeropoulos dice que tanto usted como sus compañeros presentan unas heridas muy extrañas y dice que han encontrado dentro de ellas una sustancia vegetal clorofilada que no han podido identificar. Pregunta si sabe usted cómo se las han hecho porque, al parecer les han descubierto otras similares, más antiguas, en los brazos.

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[38] Puerto de Atenas

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