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– Sabes lo que intento decirte, ¿verdad?

Mis labios se negaban a abrirse. Lo único que fui capaz de hacer fue desabrochar el pulsómetro de mi muñeca y quitármelo. De no haberlo hecho, se hubiera estado disparando continuamente. Farag, sin dejar de sonreir, me imitó.

– Has tenido una buena idea -dijo-. Yo… Verás, Basileia, esto es muy difícil para mí. En mis anteriores relaciones nunca tuve que… Las cosas funcionaban de otra manera. Pero, contigo… ¡Dios, qué complicado! ¿Por qué no puede ser más sencillo? ¡Tú sabes lo que trato de decirte, Basileia! ¡Ayúdame! -No puedo ayudarte, Farag -repuse con una voz de ultratumba que incluso a mí me sorprendió.

– Ya, ya…

No volvió a decir nada más, ni yo tampoco. El silencio cayó sobre nosotros y así seguimos hasta que llegamos a Holargos, un pequeño pueblecito que, por sus altos y modernos edificios, anunciaba la cercanía de Atenas. Creo que nunca he vivido momentos tan amargos y difíciles. La presencia de Dios me impedía aceptar aquella especie de declaración que había intentado hacer Farag, pero mis sentimientos, increiblemente fuertes hacia aquel hombre tan maravilloso, me desgarraban por dentro. Lo peor no era reconocer que le amaba; lo peor era que él también me quería. ¡Hubiera sido tan fácil de haber podido! Pero yo no era libre.

Una exclamación me sobresaltó.

– ¡Ottavia! ¡Son las cinco y cuarto de la mañana!

Por un momento no comprendí lo que me estaba diciendo. ¿Las cinco y cuarto? Pues bueno, ¿y qué? Pero, de repente, la luz se hizo en mi cerebro. ¡Las cinco y cuarto! ¡No podríamos llegar a Atenas antes de las seis! ¡Estábamos, por lo menos, a cuatro kilómetros!

– ¡Dios mío! -grité-. ¿Qué vamos a hacer?

– ¡Correr!

Me cogió de la mano y tiró de mí como un loco, iniciando una carrera salvaje que se detuvo por la fuerza a los pocos metros.

– ¡No puedo, Farag! -gemí, dejándome caer sobre la carretera-. Estoy demasiado cansada.

– ¡Escúchame, Ottavia! ¡Ponte de pie y corre!

El tono de su voz era autoritario, en absoluto compasivo o carinoso.

– Me duele mucho la pierna derecha. Debo haberme lastimado algún músculo. No puedo seguirte, Farag. Vete. Corre tú. Yo iré después.

Se agachó hasta ponerse a mi altura y, cogiéndome bruscamente por los hombros, me zarandeó y me clavó la mirada.

– Si no te pones en pie ahora mismo y echas a correr hacia Atenas, voy a decirte lo que antes no te pude decir. Y, si lo hago -se inclinó suavemente hacia mí, de manera que sus labios quedaban a escasos milímetros de mi boca-, te lo diré de tal manera que no podrás volver a sentirte monja durante el resto de tu vida. Elige. Si llegas a Atenas conmigo, no insistiré nunca más.

Sentí unas ganas horribles de llorar, de esconder la cabeza contra su pecho y borrar esas cosas espantosas que acababa de decirme. Él sabía que yo le amaba y, por eso, me daba a elegir entre su amor o mi vocación. Si yo corría, le perdería para siempre; si me quedaba allí, tirada en el asfalto de la carretera, él me besaría y me haría olvidar que había entregado mi vida a Dios. Sentí la angustia más profunda, la pena más negra. Hubiera dado cualquier cosa por no tener que elegir, por no haber conocido nunca a Farag Boswell. Tomé aire hasta que mis pulmones estuvieron a punto de estallar, solté mis hombros de sus manos con un ligero balanceo y, haciendo un esfuerzo sobrehumano -sólo yo sé lo que me costó, y no era ni por el cansancio físico ni por las llagas de los pies-, me incorporé, arreglé mis ropas con gesto decidido y me volví a mirarle. Él seguía en la misma posición, agachado, pero ahora su mirada era infinitamente triste.

– ¿Vamos? -le dije.

Me observó durante unos segundos, sin moverse, sin cambiar el gesto de la cara, y, luego, se irguió, trazó una sonrisa falsa en la boca y empezó a caminar.

– Vamos.

No recuerdo mucho de los pueblos que atravesamos, aparte de sus nombres (Halandri y Papagou), pero sé que corría mirando el reloj continuamente, intentando no sentir ni el dolor de mis piernas ni el de mi corazón. En algún momento, el frío del amanecer heló las lágrimas que resbalaban por mi cara. Entramos en Atenas, por la calle Kifissias, diez minutos antes de las seis de la mañana. Por mucho que corriéramos para llegar hasta Kapnikaréa, en el centro de la ciudad, sería imposible cumplir la prueba. Pero eso no nos detuvo, ni eso ni el punzante dolor que yo empecé a sentir en un costado y que me cortaba la respiración. Sudaba copiosamente y tenía la sensación de que iba a desmayarme de un momento a otro. Parecía, además, que tuviera cuchillas clavadas en los pies, pero seguí corriendo porque, si no lo hacía, tendría que enfrentarme con algo que no me sentía capaz de asumir. En realidad, más que correr, huía, huía de Farag y estoy segura de que él lo sabia. Se mantenía junto a mí a pesar de que hubiera podido adelantarme y, quizá, concluir con éxito la prueba de la pereza. Pero no me abandonó y yo, fiel a mi costumbre de sentirme culpable por todo, también me sentí responsable de su fracaso. Aquella hermosa noche, seguramente inolvidable, estaba terminando como una pesadilla.

No sé cuántos kilómetros tendría la gran avenida de Vassilis Sofias, pero a mí me pareció eterna. Los coches circulaban por ella mientras nosotros corríamos a la desesperada sorteando postes, farolas, papeleras, árboles, anuncios publicitarios y bancos de hierro. La hermosa capital del mundo antiguo despertaba a un nuevo día que para nosotros sólo significaba el principio del fin. Vassilis Sofias no se acababa nunca y mi reloj marcaba ya las seis de la mañana. Era demasiado tarde, pero, por mucho que mirara a derecha e izquierda, el sol no se veía por ninguna parte; continuaba siendo tan de noche como una hora antes. ¿Qué estaba pasando?

La línea azul que durante toda la noche había guiado nuestros pasos, se perdió por Vassilis Konstantinou, la travesía que, partiendo de Sofias, llevaba directamente al Estadio Olímpico. Nosotros, sin embargo, continuamos por la avenida, que terminaba en la mismísima Plateia Syntágmatos, la enorme explanada del Parlamento griego, en la misma esquina de nuestro hotel, por cuya puerta pasamos, sin detenernos, como una exhalación. Kapnikaréa se encontraba en medio de la vía Ermou, una de las arterias que nacían en el otro extremo de la plaza. En aquel momento, eran ya las seis y tres minutos.

Los pulmones y el corazón me estallaban, el dolor del costado me estaba matando. Sólo me animaba para seguir la fiel oscuridad nocturna del cielo, esa cubierta negra que no se iluminaba con ningún rayo solar. Mientras continuara de ese modo, habría esperanza. Pero nada más entrar en la peatonal calle Ermou, los músculos de mi pierna derecha decidieron que ya estaba bien de tanto correr y que había que parar. Una punzada aguda me detuvo en seco y llevé mi mano hasta el punto del dolor al tiempo que emitía un gemido. Farag se volvió, raudo como una centella y, sin mediar palabra alguna, comprendió lo que me estaba pasando. Regresó hasta donde yo me encontraba, me pasó el brazo izquierdo por debajo de los hombros y me ayudó a incorporarme. A continuación, con la respiración entrecortada, reanudamos la carrera en esta extraña posición en la cual yo avanzaba un paso con mi pierna sana y descargaba todo mi peso sobre él en el siguiente. Oscilábamos como barcos en una tormenta, pero no nos deteníamos. El reloj indicaba que eran ya las seis y cinco, pero sólo nos quedaban unos trescientos metros para llegar, porque al fondo de Ermou, como una extraña aparición incomprensible, una pequeña iglesia bizantina, medio hundida en la tierra, emergía en el centro de una reducida glorieta.

Doscientos metros… Podía oir la respiración afanosa de Farag. Mi pierna sana empezó también a resentirse de este último y supremo esfuerzo. Ciento cincuenta metros. Las seis y siete minutos. Cada vez avanzábamos más despacio. Estábamos agotados. Ciento veinticinco metros. Con un brusco impulso, Farag me alzó de nuevo y me sujetó más fuerte, cogiéndome la mano que pasaba por detrás de su cuello. Cien metros. Las seis y ocho.

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