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– En 1987 los jueces italianos ordenaron el arresto del arzobispo Paul Casimiro Marcinkus, director a la sazón del IOR, el Instituto para las Obras de Religión, también conocido como Banca Vaticana. La acusación, tras siete meses de investigaciones, era por haber llevado fraudulentamente a la bancarrota al Banco Ambrosiano de Milán. Quedó demostrado que el Banco estaba controlado por un grupo de corporaciones extranjeras, con sede en los paraísos fiscales de Panamá y Liechtenstein, que, en realidad, servían de tapadera al IOR y al propio Marcinkus. El Banco Ambrosiano presentaba un «agujero» de más de mil doscientos millones de dólares, de los cuales el Vaticano, tras muchas presiones, sólo devolvió a los acreedores doscientos cincuenta. Es decir, el Vaticano se tragó más de novecientos millones de dólares. ¿Sabes quién fue el encargado de impedir que Marcinkus cayera en manos de la justicia y de echar tierra sobre este turbio asunto?

– ¿El capitán Glauser-Róist?

– Tu amigo el capitán consiguió trasladar a Marcinkus al Vaticano con un pasaporte diplomático que impidió que la policía italiana pudiera detenerle. Una vez a salvo, organizó una campaña de despiste de la opinión pública, consiguiendo, no se sabe bien con qué métodos, que algunos periodistas calificaran a Marcinkus de gestor ingenuo, negligente y despistado. Después le hizo desaparecer, organizándole una nueva vida en una pequeña parroquia norteamericana del estado de Arizona, donde permanece hasta el día de hoy.

– Yo no veo nada delictivo en esto, Pierantonio.

– ¡No, si él nunca hace nada fuera de la ley! ¡Sólo la ignora! ¿Que un cardenal es detenido en la frontera suiza con una maleta llena de millones que quiere hacer pasar como valija diplomática? Allá va Glauser-Róist para remediar el entuerto. Recoge al cardenal, lo devuelve al Vaticano, consigue que los guardias fronterizos «olviden» el incidente y borra toda huella del asunto hasta conseguir que la misteriosa evasión de divisas no haya existido nunca.

– Sigo diciendo que todavía no encuentro motivos para temer a Glauser-Róist.

Pero Pierantonio estaba lanzado:

– ¿Que una editorial italiana publica un libro escandaloso sobre la corrupción en el Vaticano? Glauser-Róist identifica rápidamente al monseñor o monseñores que han traicionado la ley vaticana de silencio, les pone una mordaza en la boca con no se sabe bien qué amenazas, y consigue que la prensa, tras el escándalo incial, entierre completamente el asunto. ¿Quién crees que elabora los informes con los detalles más escabrosos de la vida privada de los miembros de la Curia para que, luego, estos no tengan otro remedio que transigir en silencio con determinados desmanes? ¿Quién crees que entró en primer lugar en el apartamento del comandante de la Guardia Suiza, Alois Estermann, la noche en que este, su esposa y el cabo Cédric Tornay, murieron asesinados, supuestamente por los disparos efectuados por el cabo? Kaspar Glauser-Róist. Él fue quien se llevó de allí las pruebas de lo que sucedió realmente y quien se inventó la versión oficial de la «locura transitoria» del cabo, al que la Iglesia llegó a acusar, con rumores en la prensa, de consumidor de drogas y de «desequilibrado lleno de rencor». Él es el único que sabe lo que pasó de verdad aquella noche. ¿Que un prelado del Vaticano organiza una «juerguecita», digamos… subida de tono, y un periodista va a publicarlo y a sacar fotografías escandalosas? No hay de qué preocuparse. El artículo no ve jamás la luz y el periodista cierra la boca para el resto de su vida después de una visita de Glauser-Róist. ¿Por qué? ¡Ya te lo puedes imaginar! Ahora mismo hay un importante prelado de la Iglesia, el arzobispo de Nápoles, que está siendo investigado por la fiscalía judicial de Basilicata, que le acusa de usura, asociación delictiva y apropiación indebida de bienes. Apuéstate lo que quieras a que saldrá absuelto. Por lo que me han contado, tu amigo ya está tomando cartas en el asunto.

Un pensamiento muy siniestro estaba surgiendo en mi mente, un pensamiento que no me gustaba nada y que me causaba una gran desazón.

– ¿Y tú qué tienes que ocultar, Pierantonio? No hablarías así del capitán si no hubieras tenido, directamente, algún problema con él.

– ¿Yo…? -parecía sorprendido. De repente, toda su ira se había esfumado y era la viva imagen del cordero pascual, pero a mí no podía engañarme.

– Sí, tú. Y no me vengas con el cuento de que sabes todo eso acerca de Glauser-Róist porque la Iglesia es una gran familia donde todo se comenta.

– ¡Hombre, eso también es cierto! Los que estamos dentro de la Iglesia, ocupando determinados puestos, lo sabemos todo de casi todo.

– Puede ser -murmuré mecánicamente, mirando las lejanas nucas de Murphy Clark, la Roca y Farag-; pero a mí no me engañas. Tú has tenido algún problema con el capitán Glauser-Róist y me lo vas a contar ahora mismo.

Mi hermano soltó una carcajada. Un rayo de sol, que se afiló al pasar entre dos nubes, le iluminó directamente la cara.

– ¿Y por qué tendría que contarte nada, pequeña Ottavia? ¿Qué podría impulsarme a confesarte pecados que no se pueden revelar y, mucho menos, a una hermana pequeña?

Le miré friamente, con una sonrisa artificial en los labios.

– Porque, si no lo haces, me voy ahora mismo con Glauser-Róist, le cuento todo lo que me has dicho y le pido que me lo explique él.

– No lo haría -replicó muy ufano. En serio que no le pegaba nada el humilde hábito franciscano-. Un hombre como él jamás hablaría de este tipo de asuntos.

– ¿Ah, no…? -Si él estaba jugando fuerte, yo podía ser mucho más fanfarrona-. ¡Capitán! ¡Eh, capitán!

La Roca y Farag se volvieron a mirarme. El padre Murphy giró su inmensa barriga un poco más tarde.

– ¡Capitán! ¿Puede venir un momento?

Pierantonio se había puesto lívido.

– Te lo contaré -masculló viendo que Glauser-Róist retrocedía para acercarse hasta nosotros-. ¡Te lo contaré, pero dile que no venga!

– ¡Capitán, perdóneme, me he equivocado! ¡Siga adelante, siga! -Y le hice un gesto con la mano indicándole que volviera con los otros.

La Roca se detuvo, me observó detenidamente y luego giró y continuó adelante. Un extraño grupo de seis o siete mujeres vestidas íntegramente de negro nos empujó hacia un lado y nos adelantó. Iban cubiertas con un largo manto que las envolvía desde el cuello hasta los pies y, en la cabeza, llevaban un curioso tocado, una especie de minúsculo sombrerito redondo, caído sobre la frente, que sujetaban con un pañuelo atado alrededor de la cabeza. Por su aspecto, deduje que debían de ser monjas ortodoxas, aunque no pude adivinar a qué Iglesia pertenecían. Lo curioso fue que, casi inmediatamente, nos sobrepasó otro grupo semejante, aunque sin sombrerito y con largos cirios de cera amarilla entre las manos.

– ¡Pequeña Ottavia, te estás volviendo muy terca!

– Habla.

Pierantonio se mantuvo silencioso y meditabundo durante bastante tiempo, pero, al final, inspiró profundamente y comenzó:

– ¿Recuerdas que te hablé, allá, en casa, de los problemas que tenía con la Santa Sede?

– Lo recuerdo, sí.

– Te hablé de las escuelas, los hospitales, las casas de ancianos, las excavaciones arqueológicas, las casas de acogida de peregrinos, los estudios bíblicos, el restablecimiento del culto católico en Tierra Santa…

– Sí, sí, y me hablaste también de la orden que te había dado el Papa de recuperar el Santo Cenáculo sin facilitarte, a cambio, el dinero necesario.

– Exacto. El tema va por ahí.

– ¿Qué has hecho, Pierantonio? -le pregunté, apenada. De pronto, la Vía Dolorosa se había vuelto dolorosa de verdad.

– Bueno… -titubeó-. Tuve que vender algunas cosas.

– ¿Qué cosas?

– Algunas de las cosas encontradas en nuestras excavaciones.

– ¡Oh, Dios mío, Pierantonio!

– Lo sé, lo sé -afirmó, contrito-. Si te sirve de consuelo, se las vendía al propio Vaticano, a través de un testaferro.

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